Del pasado VISOR’09 Líneas de sombra: Crónica negravuelvo ileso y redivivo. Hacía muchos años que no leía tanta novela negra de un tirón. En el año ochenta y dos, cuando el género en España tomaba cariz y las editoriales apostaban por la divulgación de un sinfín de nombres de aquí y de allá, cayó en mis manos aquel Triste, solitario y final de Osvaldo Soriano que me puso en la senda de lo criminal, una historia delirante donde el protagonista toma prestada la ayuda del cáustico Philip Marlowe para documentarse sobre la vida de Stan Laurel y Oliver Hardy.
Resulta curioso que en ese libro, y no en los propios de Raymond Chandler, conociese la existencia de su detective, pero no sería la primera ni la última maravillosa sorpresa que me depararían mis desajustes como lector.
El segundo título de aquellos inventariados como de género criminal al que recuerdo haber accedido fue Un asesino en las calles de Gil Brewer, novela en la que, como dice en la reseña de la contraportada “No hay nada en ella que resolver, ningún asesino que descubrir. El asesino está ahí, frío e implacable, desde las primeras páginas, y como él hay miles. Porque la responsabilidad de la muerte ha dejado de pertenecer única y exclusivamente a la sabia naturaleza para pasar a manos de una sociedad disparatada, monstruosa y ciega que parece complacerse en su autodestrucción”.
El segundo título de aquellos inventariados como de género criminal al que recuerdo haber accedido fue Un asesino en las calles de Gil Brewer, novela en la que, como dice en la reseña de la contraportada “No hay nada en ella que resolver, ningún asesino que descubrir. El asesino está ahí, frío e implacable, desde las primeras páginas, y como él hay miles. Porque la responsabilidad de la muerte ha dejado de pertenecer única y exclusivamente a la sabia naturaleza para pasar a manos de una sociedad disparatada, monstruosa y ciega que parece complacerse en su autodestrucción”.
Dicen algunos que las obras de Brewer no pueden considerarse excelsas, si bien Un asesino en las calles, la única suya que he leído y que me cautivó desde el inicio, es considera la mejor de sus creaciones. Su vida no fue un camino de rosas y harto de cardos y espinas, decidió poner tierra de por medio y elevarse a la espiritualidad llevándose a sí mismo por delante.
Parece evidente que no llegué a la novela negra por las vías principales sino a través de carreteras secundarias, aunque a pesar de la arbitrariedad de los accesos, esta deplorable memoria que desde siempre me ha acompañado conserva el recuerdo lúcido de algunos títulos y argumentos, algo a lo que no han resistido lecturas mucho más recientes.
Después llegaron muchos más, sin orden ni concierto, como caídos del cielo por obra de un azar del que ya no recuerdo rostros ni nombres, probablemente colegas con los que compartía aficiones y lecturas.
Ross Macdonald, Chester Himes, David Goodis, Mario Lacruz, M.V. Montalván, Carlos Pérez Merinero, James M. Cain, J. Thompson y tantos y tantos otros. Por aficionarme, hasta me aficioné al Gimlet, bebida predilecta de Marlowe, una combinación de ginebra y lima que todavía hoy me gusta paladear cuando el Jack Danields resulta prematuro o se agradece un punto de frescor ácido en las amígdalas.
Agoté muchas horas de lectura bajo las luces del flexo que iluminaba mi cuarto de estudiante, y a través de las páginas ásperas de las ediciones baratas que preludiaban las colecciones de bolsillo, descubrí los paisajes sórdidos de sus escenarios, los detectives dipsómanos y melancólicos que nada tenían que perder, los barrios de Harlem con iglesias de negros cantores, las historias de malos con causa, las bajezas de asesinos detestables y las crueldades de psicópatas enfermizos sin otra solución que terminar con un bala entre las cejas… Hasta que un día, no sé cuando, abandone la obstinación por lo negro para remitirme a otras fuentes menos catalogadas.
No fue ninguna abjuración, la literatura negra deja también impronta en otros autores sin dedicación preferencial por ningún género literario, y de lo último leído podría referirme a Abril rojo de Roncagliolo, al Tiempo de los emperadores extraños de Nacho del Valle, a algunos relatos de Cristina Fernández Cubas y a Los asesinos, una perla descubierta casualmente durante el periodo de preparación de la jornada VISOR’09. Los asesinos es una muestra magistral de la narrativa breve de Hemingway. Una historia condensada en trece páginas de la edición publicada por Debolsillo, en la que se incluye una ilustrativa introducción de García Márquez.
Los asesinos es un relato de género negro sin muerto, pero que puede tenerlo; sin justificación de la posible muerte, pero que puede tenerla. Es esa punta del iceberg a la que Hemingway gustaba de recurrir cuando quería explicar el fundamento de un buen cuento. Los asesinos es una narración cargada de elipsis significativas, de interrogantes y omisiones que ponen al lector ante la obligación de implicarse en la historia.
No es material para haraganes, ni para espectadores pasivos, amantes de historias circulares y cerradas. La grandeza del relato, la potencia de las imágenes que permite recrear en la mente del lector y las innumerables elucubraciones que genera, podrían dar lugar a un material mucho más amplio y explicito. Afortunadamente Hemingway no cayó en esa falta, loada sea su intuición.