El jardín del niño perdido, por Javier Lasheras. 22/07/2011

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 El jardín del niño perdido
 
Prueba irrefutable de que la novela inteligente y difícil de leer existe (exigente con el lector y bla, bla, bla, dicen por ahí) y que tiene su cabida en el negocio editorial —otro cosa es el tamaño, la disposición y la cuenta de resultados de cada empresa—es La agonía del pez tarado (Zahorí ediciones, 2011). Una novela que no deberá leer jamás nadie que sólo disfrute con los acordes cotidianos de los libros prefabricados, listos, ya, para el verano o la Navidad, ni tampoco aquellos lectores cuya sensibilidad se sienta herida por un quítame allá esas pajas o cuyas cervicales mentales rujan por unas cuantas consultas en el diccionario. Vaya por delante o por detrás que nada tengo en contra de tales entendimientos. Yo leo casi todo tipo de novela, aunque puestos a elegir prefiero la buena y dentro de ella, la mejor. Pero esto es harina de otro costal. A ver quién es el guapo que se pone a definir y luego a listar.
En cualquier caso, afirmo que Fonseca se da un garbeo mayúsculo por el campo elíseo de la literatura; plantea quince minutos de infarto, despliega un léxico precioso, sólo al alcance de escritores templados en la fragua de la paciencia y la virtud de la memoria literaria, una sintaxis fecunda o irreverente, según, pero eficaz, de vertiginoso fraseo, en largo pero embridado, exagerado cuando le apetece y mínimo cuando precisa. Sus personajes, Virgilio Vena, Orlandina, Elisenda, Libertario y tantos otros parece que hubiesen sido detallados con el talento de los maestros de Fabergé.
Punto y aparte se merecen el crepuscular punto de vista del narrador, así como su actitud, envuelta en una atmósfera fronteriza, la de la vida y la de la muerte. Súmese al reconocible estilo Fonseca, en ocasiones sólido en exceso, el equilibrio que aportan las relaciones entre la trama principal y sus partes, las peripecias, los argumentos vitales, los asuntos literarios, los desarrollos menores de conceptos como el de España, la Guerra Civil (aquella de hijos de puta de Aquí y de Allá), los norteamericanos… Estos sólo son pequeños ejemplos de una novela que grita con soltura a favor de una literatura compleja y sin complejos, densa como el aceite y clara como el agua.
La finura de este libro—insisto y advierto, sólo apto para quienes dispongan de tiempo para perder y un bagaje vital y literario amplios—expele una notable apuesta intelectual. Entre las muchas dudas que anida y los debates que plantea, el lector advertirá que esta novela habla principalmente de viejos chochos, arrumbados y a punto de palmar. Y como contrafuertes, los recuerdos, la memoria, el olvido y todo ese jardín en el que Fonseca se introduce como un niño perdido.
Ojalá que los lectores casi clandestinos de esta novela encuentren su hilo de Ariadna en ese zapato iluminado que tanto puede ser el cometa Joyce como, al fin, una palabra.
 
Javier Lasheras es escritor.

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