Ciertamente, pocas experiencias hay más duras que aquella en la que te roban tu trabajo. Cuando uno invierte cuantiosas horas y numerosas reflexiones en elaborar algo serio y riguroso, duele muchísimo que te lo arrebaten. Cuando alguien sustrae las ideas de otra persona, comete un delito muy grave, porque no sólo atenta contra el verdadero autor de esas reflexiones, sino que destroza también el trabajo que roba, ya que la persona que copia suele ignorar los mecanismos que dieron lugar a la construcción de esas ideas (si tuviera los conocimientos adecuados, no necesitaría copiar) y suele también estropearlas, pues el cierre definitivo del trabajo no queda en manos del verdadero autor, sino del usurpador que lo firma.
Dicho todo esto, resta señalar que difícilmente puede caber mayor placer que el de ver al usurpador desenmascarado. Se trata de un placer negativo, como luego aclararé, pero no deja de ser un placer. Hace un tiempo, sin falta de entrar en detalles, tuve la inmensa alegría de poder contemplar un foro de discusión en el que una persona cuyo nombre no merece ni mencionarse se vio en la situación de tener que defender, frente a críticas muy solventes y rigurosas, una serie de ideas que había firmado, pero no elaborado. Tuve el enorme goce de asistir a un espectáculo patético, a saber, el de ver a esa persona agachar la cabeza y claudicar ante objeciones que, si bien eran muy sólidas, podrían tener una respuesta razonada y solvente, en vez del movimiento, cobarde y ridículo, de esconder la cabeza como una avestruz ante cuestiones que esa persona no entendía ni podía entender porque, sencillamente, no las había pensado ni trabajado. Copiar es fácil, defender en un diálogo directo lo que no entiendes es mucho más complicado.
Evidentemente, se trata, como ya anuncié, de un placer negativo, por la simple razón de que es el conocimiento el que sale perdiendo en estas lides. Unas ideas bien trabajadas, bien fundamentadas, pueden hacer frente de forma digna a las objeciones que se les pongan, pero cuando el encargado de defenderlas, por haberlas firmado ilegítimamente, ni siquiera las entiende, entonces sólo le quedan dos opciones: repetirlas una y otra vez como un papagayo y, finalmente, cuando la mera repetición no resuelve las dudas planteadas, callar y afirmar que ni se tienen respuestas ni se tiene nada que decir ante las críticas.
Muchos de quienes cometen la injusticia de robar el trabajo ajeno, se creen sabios y consideran que serán los ganadores de los perversos juegos que organizan (carecen de la sabiduría clásica que te vacuna contra la “hybris”). Este engreimiento les lleva a meterse a sí mismos en callejones sin salida, como lo puede ser el atrevimiento de ir a un debate público, con interlocutores prestigiosos y verdaderamente cualificados, para defender algo que desconocen. Por otro lado, en cambio, quienes sufren este tipo de injusticias deben saber dos cosas: que el derecho coincide con el poder sólo en el estado de naturaleza y que los individuos injustos suelen ser parásitos que se mantienen a costa de quienes los sufren, lo cual da un enorme poder a quienes los padecen. En los esquemas hegelianos, el esclavo acabará siendo consciente de que tiene la sartén por el mango y su triunfo deriva de la autoconciencia de su poder, de su capacidad para el trabajo. El amo necesita al esclavo para todo y cuando el esclavo se emancipa, al amo sólo le queda por delante la lentísima agonía que le espera a todo incapaz. ¡Qué inteligencia la de Hegel, qué brillantez, al otorgar al trabajo un lugar de primer orden en la dialéctica del amo y el esclavo!
Así que no lo dude, si usted ha sufrido la explotación de un ser mezquino, recuerde a Hegel y piense que el trabajo valioso siempre lo hizo usted, que es usted la persona esencial y que el ladrón no es más que un amo ramplón que fantasea con ser señor en un estado de naturaleza que ya no existe. Tarde o temprano, todo el mundo vuelve a su sitio, a ese lugar del que le sacó la generosidad de alguien ilusionado que luego pudo comprobar que el desagradecimiento, la envidia, la cobardía y la traición son los peores enemigos que una persona puede tener, sobre todo cuando esos vicios son propios: las agresiones externas siempre acaban cesando o se vencen, pero cuando uno se tiene por enemigo a sí mismo, la guerra sólo puede tener como resultado final la propia aniquilación. Esa aniquilación es el único fruto que les espera a los parásitos.
Por otra parte, si usted es un parásito, tome nota de este consejo: tenga la prudencia y la vergüenza de no llegar a creerse que lo que ha robado le pertenece, escóndase tras lo que ha firmado, sólo así evitará el escarnio público.
Llegamos, al fin, al hilo de este asunto, a una de las preguntas filosóficas por excelencia: ¿es preferible sufrir injusticia o cometerla? Desde un punto de vista ético, podría decirse que lo mejor, sin duda, es cometerla, ya que quien sufre injusticia padece un daño ético que muchas veces es irreparable. Desde un punto de vista moral, en cambio, nada hay peor que la injusticia, ya que ésta se encuentra delimitada por la ley, y la trasgresión de la ley puede acarrear graves consecuencias a quien la lleva a cabo. En una sociedad normativizada y civilizada, cometer injusticia es peligroso, aunque muchas veces los individuos deciden asumir ese riesgo apostando por un beneficio ulterior.
Estos ladrones de alto standing y de guante blanco, pues, truecan por un futuro penoso un momento instantáneo de goce indebido. Desde mi punto de vista, se trata de una opción pueril y estúpida, que sólo conduce a un abismo patético, pero yo soy platónica y clásica, y tengo un profundo respeto por el Estado, sus leyes y sus instituciones. Por ahora no he padecido la enfermedad infantil del nihilismo, y me alegra que sean mis parasitarios y frustrados verdugos los que padezcan tan elemental virus.
Les dejo, pues, con estas reflexiones, mientras yo disfruto mi sencillo, aunque negativo placer.