Esas ficciones (2). Por José Ángel Ordiz. 02/04/2010

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Sigamos con el discurso (sólo alguien experto en nada osaría continuar). Si aburro, que alguien me lo haga saber y regreso al silencio de inmediato, que lo importante es no aburrir de palabra ni por escrito, donde lo que se cuenta dura más e incluso puede ser leído. Por dónde íbamos. Ah, sí. Desde mi inexperiencia observo que los traductores suelen mejorar las obras malas y empeorar las obras buenas. Es lo malo de los idiomas: son cultura viva, pero necesitan intermediarios, también llamados políglotas, para cumplir su función desde lo de la Babel bíblica (desde mucho antes, me temo). Quizá de ahí mi tendencia a preferir historias narradas originalmente en español (que los susceptibles –y las susceptibles— pongan castellano donde he puesto español: no deseo herir a nadie a propósito, bastante hiero ya sin pretenderlo con mis putas tristes sueltas por ahí, por mis textos; con mis malditos bastardos, con mis buenos días, tristeza). Así, sin traductores de por medio, sé de quién es ese verbo, ese sustantivo, ese adjetivo, que me gusta o me disgusta, y puedo alabar o censurar a la matrícula ocurrente o desafortunada, de momento una identidad o una vanidad más explícita, aunque lo de Salinger ya es pasarse. Prefiero la postura de Faulkner, el humilde granjero que, además, escribía, a saber por qué, eso ya queda para los expertos; quizá porque se aburría en su granja, qué sé yo.

Ficciones, sí. Pero ficciones son también nuestras vidas; cuanto vemos y sentimos y padecemos transmutado de pronto, cuando nuestra existencia se empeña en llamarse fin (o acabóse; el the end inglés, vamos), en ceniza, también conocido ese polvo muerto con los nombres de olvido o de mentira (qué distinto a los polvos vivos, de los cuales procedemos, como es sabido por expertos e inexpertos).

Puedo confesar, y confieso (Adolfo Suárez, hoy enfermo de olvido, va por ti, aunque no te enteres de nada ni falta que hace, ya quisiera yo olvidar antes de que me olviden todos –y todas-), que suelo adivinar cuándo una película está basada en una novela: por las ramificaciones del filme, por las miradas al margen que perduran aunque el director o directora no haya sabido o querido respetar la historia original… Suena pretencioso en alguien que se declara inexperto a pesar del más de medio siglo de vida ya cumplido, pero así es. Pocas veces fallo, qué os parece. Será un don.

Fallé, eso sí, cuando me reí y me reí (también cabe la risa en este valle de lágrimas de los curas, acaso un tanto confundidos por el celibato, es decir, por la prohibición de echar polvos vivos; para mí que Jesucristo, que habla por boca de su Padre, no les exige ese sacrificio, que algo interpretan mal, o que se equivoca el traductor de turno; en qué cabeza bondadosa cabe ese dislate, con tantas hormonas por ahí dando la vara, como si no bastara, además, con ser una persona consoladora que también absuelve y promete tras un arrepentimiento previo, mínimo), cuando me reí y me reí, escribía (me cago en mis dispersiones, discúlpame, amigo fiel, me arrepiento de ellas, absuélveme una vez más aunque sepas que reincidiré), con las peripecias y las parlas de los actores –y actrices— de Amanece, que no es poco, al parecer de difícil, si no imposible, traducción a otros idiomas, los y las políglotas sabrán (y ya está bien, féminas mías, esto es un rollo; os quiero y os respeto más que a mí mismo, pero en lo sucesivo escribiré en plan machista, o sexista, o lo que sea; qué latazo, hombre, digo mujer). Ahí me pillaste, José Luis Cuerda. Qué ingenio, y qué interpretaciones: lo mejor del cine español es, con diferencia, quienes lo interpretan (afirma un inexperto).

Puedo confesar, y confieso (Palladium ovetense), que no he leído la única novela de Boris Pasternak. Me ha gustado -me gusta- tanto la película, con su musiquita y mis lágrimas, que temo no saborear en su debida medida al Doctor Zhivago escrito. Sí leí El nombre de la rosa, de Eco. ¿Os acordáis? Estaba medio mundo, y la mitad del otro, dispuesto a vengarse del crítico feroz, pero con las ganas se quedaron. Le sobran ginas, opinan algunos (bueno, vale: y algunas). Pero son lectores que leen a título de inventario, al mismo tiempo que ven la tele o toman el sol. Y, claro, Umberto Eco no escribe para esos lectores. Para esos lectores y lectoras que buscan el sentimiento inmediato y el mero entretenimiento ya están nuestras Corín Tellado (conozco a dos o tres personas que aprendieron a leer únicamente para leer a la gijonesa fallecida en parte) y Ángeles Caso, por ejemplo; las únicas, entre los recreadores asturianos, que verdaderamente conocen fuera de Asturias, no nos engañemos. Que nadie les pregunte a los foráneos por Carmen Gómez Ojea ni por su merecido premio Nadal (un estilo propio, guste más o guste menos), que nadie les pregunte por más autores asturianos del presente. Por dónde iba. Ah, sí. Despu&ea
cute;s vi la película de título homónimo –más que nada para ponerla a parir- y, oye, tú, qué maravilla también, Jean-Jacques Annaud. Un final distinto, sí, pero igualmente eficaz: ese fraile, ese amor de un día, esa entrega de una noche, que no se olvida nunca, hasta la enfermedad del olvido de Adolfo Suárez o hasta las cenizas… Sé de qué va eso, sí; sé que es cierto.

Pero ahora, de la mano del octavo pasajero, del Alien de Ridley Scott, advierto que me atrae más el futuro que el pasado. También, que se me acaba el espacio de este discurso banal, así que, hala, hasta la próxima entrega de estas trivialidades y dispersiones mías, que ya son de quien las haya podido leer.

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