Fahrenheit 451: la temperatura a la que el papel de los libros se inflama y arde. El 2 de mayo de 1964, la señora Soermarni, miembro del gobierno de Indonesia, ordenó prender fuego en una calle de Yakarta a los libros que no eran de su gusto ni gustaban al presidente Achmed Sukarno. Fahrenheit 451 es también el título del filme que, basado en la novela homónima de Ray Bradbury, realizó François Truffaut dos años después de dicha quema, ni mucho menos la única perpetrada por regímenes totalitarios a lo largo de los tiempos.
La historia de esa película es la de una sociedad del futuro en la que está prohibido leer y tener libros. Éstos deben ser eliminados porque, según el gobierno, atentan directamente contra la felicidad de los ciudadanos: la prohibición de la lectura evita la emoción y la reflexión, fuentes de sufrimiento para el individuo. En ese mundo, los bomberos —que en otro tiempo apagaban incendios— son tropas de asalto encargadas de confiscar y quemar libros allí donde se descubran. Uno de ellos, Montag (Oskar Werner), a punto de ser ascendido, conoce a Clarisse (Julie Christie, con pelo corto), una pizpireta joven librepensadora. Poco después, durante la intervención incendiaria a la gran biblioteca clandestina de una anciana (Bee Duffel), Montag asiste, consternado, a cómo aquélla prefiere ser pasto de las llamas antes que dejar atrás a sus libros. La vieja bibliófila muere tal como vivió: junto a lo que hizo más plena e intensa su existencia. Así, perece abrasada, por voluntad propia, al lado de El mundo de Salvador Dalí, de Robert Descharnes; de la autobiografía de Charles Chaplin; de Los negros, de Jean Genet; de las Confesiones de un irlandés rebelde, de Brendan Behan; de Las aventuras del buen soldado Schweik, de Jaroslav Hasek; de la Metafísica, de Aristóteles; de un atlas geográfico; de los Cahiers du cinéma; y de tantos y tantos queridos volúmenes amigos que para ella tenían vida: le hablaban.
La impresión que le produce semejante muerte, unida a la influencia de Clarisse, provoca que Montag se pregunte qué contienen los libros para estar tan tajantemente prohibidos. Y el bombero comienza a leerlos, por más que la Ley imperante proclame que son perniciosos, por más que la Ley vigente predique que la lectura, amén de confundirnos con las perspectivas diversas de los distintos autores, nos hace diferentes, y que la felicidad sólo puede alcanzarse siendo todos iguales, estando todos homogeneizados. Entonces su misma esposa Linda (Julie Christie, con pelo largo) decide denunciarlo, asustada; por lo que Montag huye en busca de los hombres-libro, resistentes culturales dedicados a la memorización de libros a fin de evitar que éstos se extingan. Entre ellos —versiones en carne y hueso de El diario de Henri Brulard, de Stendhal; la República, de Platón; Cumbres borrascosas, de Emily Brontë; El Corsario, de Byron; Alicia en el país de las maravillas, de Lewis Carroll; Orgullo y prejuicio, de Jane Austen; Esperando a Godot, de Samuel Beckett; Los papeles póstumos del Club Pickwick, de Charles Dickens; El príncipe, de Maquiavelo; y otros muchos títulos fundamentales de la literatura universal—, entre los hombres-libro advertimos, por cierto, la presencia de una mujer española, encargada de la preservación oral de El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha. Cuando Montag asume la identidad de los Cuentos de misterio y de imaginación, de Edgar Allan Poe, entra a formar parte de esa necesaria minoría de bibliotecas vivientes que clama en el desierto; nace de nuevo, quizá a una vida menos confortable, pero sin duda más lúcida y emotiva, más sabia y despierta.
Fahrenheit 451 es el título de un filme de ciencia-ficción rodado como una película de época que, aparte de entretenernos, además de potenciar nuestro instinto lector y aumentar nuestro amor hacia los libros, nos recuerda que detrás de cada libro hay una persona y que detrás de cada persona suele haber más de un libro. Fahrenheit 451 es también la temperatura a la que han desaparecido preciosos testimonios del paso del ser humano por la Tierra; la temperatura a la que bien pudiera estallar el mundo en pedazos por culpa de la ignorancia activa de los hombres.