Geografías. Entrevista a Elvira Navarro. Por Hilario J. Rodríguez. 26/03/2009

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Existe una diferencia importante entre la literatura y los libros. Se trata de una diferencia sutil aunque significativa. La ciudad en invierno (Caballo de Troya, 2007) es un buen ejemplo para explicar lo anterior: quiere contar sin necesidad de vender. Las negociaciones no van con Elvira Navarro. Como seguir sus reglas o no hacerlo es cosa nuestra, dejemos el centro narrativo del libro y vayamos a las periferias, abandonemos la pureza de las protagonistas de sus relatos y concentrémonos en el escenario de las historias, huyamos de los aspectos obsesivos (el mal, el odio, la rebeldía) y observemos los interludios aéreos (el humor que irrumpe de pronto, la sensación de libertad en medio de la tormenta, la testarudez como mecanismo de defensa)… Con esos cambios quizás perdamos la precisión de la literatura menos emocional, pero habremos ampliado nuestra capacidad para observar el aislamiento en el que siguen viviendo muchos jóvenes, en una época supuestamente «conectada».

 

 —Antes de llegar a La ciudad en invierno, hubo un proceso, una destilación…

La destilación consistió en digerir y luego atreverme. Por un lado admiraba mucho a ciertos autores que decían que la literatura sólo debía mostrar, y por otro venía de la filosofía, que es todo explicación. Yo basculaba entre ambas cosas: quería escribir sólo mostrando pero a la vez fundamentando, y eso era esquizofrénico. Lo resolví de pronto, un día.

 —Parece como si en tu caso las ideas cobrasen forma a partir del proceso de escritura y no viceversa.

Al principio tengo algunas intuiciones o ideas, pero si por el camino no encuentro otras, el proceso no me sirve, pues el libro se acaba convirtiendo en una especie de tesis doctoral: páginas y páginas para demostrar ideas o intuiciones que ya estaban al principio. Si no descubro nada (da igual que el descubrimiento no sea gran cosa, el caso es que se dé) ni aprendo, me da la sensación de no ir a ningún sitio.

 —Tu idea de la literatura, curiosamente, muestra cierta intransigencia hacia la literatura.

Bueno, la verdad es que ahora mismo estoy en crisis. Una crisis buena. Lo único que tengo claro es lo que te he dicho antes de la literatura como investigación y aprendizaje, pero lo personalizo para no ir por ahí sentando cátedra. Mis ideas me valen a mí.

 —Imaginemos que tu libro es una novela y un conjunto de relatos al mismo tiempo, dos posibilidades que quizás no tenías previstas pero que proporcionan dos formas de entenderlo.

Cuando llevé el libro a Caballo de Troya, lo hice sin leer el conjunto. Ahí hubo un poco de irresponsabilidad por mi parte, aunque si di el paso de intentar publicar fue porque en el fondo estaba segura de que funcionaba como libro de relatos. Lo que no se me pasó por la cabeza es que fuera a leerse como una novela, y que por tanto se entendiera de otro modo. Ahora creo que, aunque no se hubiese leído como novela, la lectura no habría sido demasiado distinta. Se habría perdido el sentido que da la acumulación, con las extrañas elipsis que van de relato a relato o de parte a parte, pero la voz, el tono y el ambiente moral son parecidos en todos los relatos (o partes), y esto es —creo— decisivo.

 —¿Escribiste cada una de las partes siguiendo el orden cronológico de la historia o eso vino después?

La secuenciación —que sigue diferentes edades de la protagonista, desde su niñez a su adolescencia— la concebí al final.

 —En las cuatro piezas se despliega una especie de aprendizaje.

Yo no diría eso. Lo que hay es una rebelión contra una autoridad que intenta imponerse de diferentes maneras: mediante el chantaje sentimental; mediante la estigmatización, aunque esté hecha desde la buena fe; y mediante los ritos de iniciación adolescentes, a los que la protagonista se resiste.

 —A veces la desnudez estilística proporciona expresividad, otras candidez.

Los libros nos reflejan. El primero en mirarse en ellos es el autor, yo en este caso. Soy expresiva (aunque hable poco) y cándida, y eso se traduce en un estilo. Lo que ya no sé es si la desnudez estilística proporciona siempre expresividad o candidez, o las dos cosas.

 —¿Sientes que los lectores, además de apreciar el libro, te han descubierto algo sobre él?

 Los lectores me lo han descubierto casi todo. Cuando escribo estoy como enharinada, y veo muy relativamente. Sé lo que estoy contando, pero por este enharinamiento se me escapan muchas cosas. Yo no sabía que había escrito un libro tan negro. Algunas de las críticas me asustaron, y me planteé si merecía la pena mostrar tanta oscuridad. En este sentido, siento una responsabilidad moral. Creo que un libro debe de aportar algo bueno. El caso es que a la protagonista se la ha visto como a una víctima, como a un ser pérfido o como a una caprichosa insoportable. El libro se ha leído como una novela de aprendizaje y también como de anti-aprendizaje. A algunos les gustaba porque ofrecía respuestas, mientras que otros únicamente han encontrado soledad y dramatismo. También hay quienes le han sacado el lado humorístico y juguetón.   

 —Jean-Luc Godard decía que «un travelling es una cuestión moral», la literatura para ti es…

Lo mismo. Es una cuestión moral en la medida en que trato de dar lo mejor de mí, para mí misma y para los demás.

 —Imagina que, en lugar de haber escrito un libro, hubieses compuesto un disco. ¿Qué sonidos estaríamos escuchando?

Me gusta que me hagas esta pregunta, porque yo a la protagonista siempre la imaginé con la música de Faith, de The Cure. Te dejo aquí una muestra: http://www.youtube.com/watch?v=wIvdicEo7II


TEXTO

– Vamos a hacerte un strip-tease, así que tienes que sentarte- le dijo al ciego, que diligente arrastró una silla hacia el centro del salón.

 – Tienes también que quitarte la ropa – añadió, y no pudieron evitar la risa nerviosa al verlo desprenderse de la camiseta, los pantalones y los calzoncillos, levemente abultados por una picha pequeña y erecta.

– ¿De qué os reís, pequeñas zorras?

Vanesa y Clara no contestaron, y con los pechos al aire y portando los cordones de los patines, se acercaron al ciego y dejaron que éste les acariciara levemente, muy levemente porque Clara dijo:

– Todavía no puedes tocarnos. Pon las manos por detrás de la silla.

El ciego obedeció mientras murmuraba obscenidades, y Vanesa y Clara se lanzaron a aquellas manos sudorosas, amarrándolas fuertemente a las patas, y luego a los pies, y el ciego entonces se puso tenso. “¿Qué hacéis? Quiero poder moverme”, y Vanesa y Clara no contestaron porque estaban tan nerviosas que no sabían qué decir. “Quiero poder moverme”, repitió, y entonces Clara y Vanesa le pasaron los pechos por los hombros, mientras se miraban y hacían gestos de asco. El ciego murmuró “Ahh”, y se relajó. Vanesa fue hasta la cocina y cogió un paño, y cuando el ciego volvió a murmurar: “Ahh”, se lo ensartaron entre los dientes y se lo ataron a la nuca.

Primero intentó gritar, y luego comenzó a revolverse furioso y a dar saltos. Vanesa y Clara lo observaban mientras se reían a carcajadas, hasta que vieron que la silla estaba a punto de quebrarse, y entonces les entró miedo.

– Los vecinos – murmuró Vanesa, y agarraron la silla, pero el ciego tenía más fuerza.

– Vámonos – dijo Clara.

– Hay vecinos, ¿no los oyes? – volvió a repetir Vanesa. Desde el descansillo de arriba, o tal vez era el de abajo, llegaban algunas voces apagadas. El ciego seguía estrellando la silla contra el piso, haciendo un ruido atronador.

– ¿Lo desatamos? –preguntó Vanesa.

– No podemos.

– ¿Qué hacemos?

Clara cogió un enorme martillo de la estantería y le asestó un golpe en la nuca. El ciego dejó de moverse.

– Dale tú otro – le dijo a Vanesa.

– No quiero.

– Eso no vale.

Vanesa agarró el martillo y le golpeó la frente, en la que rechinó un ruido seco y quebrado que les puso la carne de gallina. En silencio esperaron a que los vecinos desaparecieran y a que las luces del descansillo se apagaran. Por suerte, el ascensor estaba allí, y al salir del edificio no se toparon con nadie. En la calle echaron a correr y se subieron al primer autobús que encontraron para bajarse tres paradas después y coger un taxi hasta el paseo marítimo. Se sentían como en una película de espías, y por el camino pudieron incluso comprarse unos cordones nuevos para los patines.

 

                                                           Fragmento de La ciudad en invierno

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