Geografías: Fronteras mentales. Por Hilario J. Rodríguez (21/10/2009).

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Según dice una judía tunecina en el imprescindible documental Route 181: Fragments of a Journey in Palestine-Israel (2004, Michel Khleifi y Eyal Sivan), «después de residir muchos años en Israel, he aprendido que aquí da igual si lo tienes todo, porque es imposible disfrutar de la vida». Aunque la anterior resulta una afirmación bastante excesiva, sobre todo viniendo de alguien que se fue a vivir allí de forma voluntaria, seguramente tiene un porcentaje de verdad. Para quienes observamos el conflicto árabe-israelí desde afuera, nos cuesta imaginar un paisaje idílico tanto en Israel como en Palestina, donde el dolor y la sangre parecen moneda común. Sin embargo, no vamos a tratar de analizar el grado de culpabilidad de cada una de las partes enfrentadas en Oriente Próximo, más bien vamos a centrarnos en el problema de las fronteras que dividen allí a las personas, que no sólo son terrestres, políticas, militares o religiosas, sino también sociales, laborales, generacionales o lingüísticas.

 Un lugar en el mundo

Como pone de relieve buena parte de la obra del cineasta israelí Amos Gitai, los problemas entre varios pueblos pueden comenzar con la distribución hidrológica en una zona donde el agua es un bien preciado y al mismo tiempo demasiado escaso o con sus accesos a las rutas comerciales. La estrecha franja de acceso al mar en Irak, sin ir más lejos, fue uno de los factores que propiciaron la invasión de Kuwait a comienzos de los noventa, que luego se saldó con la operación Tormenta del Desierto.

Tal como se describe en las películas de Amos Gitai, la sociedad israelí, además de ser enemiga de sus vecinos árabes, también es una meta para quienes buscan mejores condiciones de vida en la zona. Hasta cierto punto, juega un papel similar al de Estados Unidos con respecto a muchos países latinoamericanos. Así es, al menos, como podemos verlo en películas como Tapuz (1998), Yom Yom (1998), Alila (2003) y Promised Land (2004). La cámara en ellas nos muestra los márgenes de la sociedad israelí, donde hay barrios de inmigrantes, prostitutas introducidas ilegalmente en el país, africanos esperando ser contratados como braceros por algún agricultor…

 Exilios interiores

En Zona libre (Free Zone, 2005), una joven estadounidense (Natalie Portman), una judía (Hanna Laszlo) y una árabe (Hiam Abbass) realizan juntas un viaje a un lugar de Jordania donde todo el mundo se reúne para vender coches, sin que las diferencias de nacionalidad importen. La joven estadounidense está tan afectada por una reciente ruptura sentimental que apenas presta atención a cuanto sucede a su alrededor, ni en los controles de carretera, donde los soldados israelíes amenazan con impedir el paso a su coche, ni a los hombres y mujeres que hay a lo largo del camino, algunos cargando enormes fardos bajo el sol. Tampoco la mujer judía parece preocupada con el posible peligro que puedan correr ella o las otras ocupantes del vehículo en el que viajan, porque lo único que le importa es cobrar el dinero que un hombre le debe a su marido. Y la mujer árabe acompaña a las otras dos por motivos poco claros, quizás porque al fin y al cabo está más alejada culturalmente del cineasta judío Amos Gitai (que al final nos la describe como una inmigrante potencial que quiere huir de la desolación y la falta de perspectivas de su entorno).

Los tres personajes femeninos de Zona Libre dan la sensación de estar por encima de las diferencias que separan a árabes, israelíes y al resto del mundo. Además de compartir un mismo automóvil, son capaces de compartir una comida o una historia personal, dando a entender que hay un territorio común, hecho de pequeños actos cotidianos, donde nada nos distingue a unos y a otros.

 Extranjeros para nosotros mismos

 Amos Gitai ya conoce la intransigencia de su propio pueblo, sobre todo cuando se trata de aceptar opiniones que pongan en entredicho su forma de actuar en los territorios ocupados en Palestina o cualquiera de sus agresiones bélicas a los demás países vecinos. En 1982, el director abandonó Israel después del escándalo que se produjo tras el estreno de Field Diary (1982) y se autoexilió en Francia, desde donde comenzó a viajar a otras partes del mundo, para hacer películas marcadas por una profunda desilusión y por la sensación de desamparo que produce sentirse lejos de casa.

Ni siquiera Zona libre se ha librado de cierto rechazo, aunque en este caso fuesen los judíos estadounidenses quienes más se ensañaron con la película, acusándola de «mostrar hostilidad hacia la existencia de Israel» y de «insultar a la paz». Desde luego, Amos Gitai es muy dado a abstraerse en lugar de expresar argumentos sólidos, lo cual propicia que uno pueda tomar sus obras de muchas maneras, aunque resulta obvio que las sobreimposiciones de imágenes que suele utilizar y las mezclas de pistas de sonido tienen como objeto crear un ambiente visual y acústico de tipo babélico, que tiene mucho que ver con la situación actual de Israel, donde hay un gran número de personas de distintas nacionalidades, y con su futuro. También tiene que ver con el futuro del mundo, cuyas fronteras se muestran cada vez menos capaces de mantener a los pobres a un lado y a los ricos al otro.

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