¿Cómo filmar el trabajo? ¿Y a los trabajadores? ¿Existe una manera que colme las expectativas de los cineastas, de sus modelos, de los productores, de los exhibidores o del público, sin fomentar conflictos entre todos ellos? Ninguna de estas preguntas admite una respuesta tajante, de ahí que continúen estando vigentes después de haber sido formuladas por primera vez, desde que los hermanos Lumière tuvieron que obligar a los operarios de su fábrica a que ensayaran tres veces su salida de la misma, hasta quedar inmortalizados en la película que abre la historia del cine. Hay quienes, por sistema, desconfían de las imágenes del mundo laboral que ofrecen las películas o las fotografías, el arte en general. A Sebastião Salgao, sin ir más lejos, le han acusado de hacer cosmética del trabajo; a Milton Rogovin, de ser demasiado indolente por conformarse con retratar a los trabajadores en sus casas, al lado de sus familias; y a Richard Avedon, de ser demasiado distante y cruel con la clase obrera, a la que siempre presentaba cubierta por la mugre, recién acabados sus turnos en minas de carbón o ranchos. Cualquiera que haya presentado una imagen del trabajo o de los trabajadores en seguida ha levantado sospechas. Incluso la obra de directores como Robert Flaherty, King Vidor, Alexander Dovzhenko, John Grierson, Joris Ivens, o Humphrey Jennings ha sufrido ataques, unas veces por resultar propagandística a ojos de ciertos espectadores y otras por no ajustarse a la realidad por completo. En ese sentido, quizás valdría la pena recordar que, aunque toda imagen sea exacta, ninguna contiene la verdad, al menos no la contiene de forma total y absoluta, a la medida del mundo entero.
Michael Glawogger tuvo lo anterior en cuenta antes de lanzarse a rodar Workingman’s Death (2005), recorriendo diferentes geografías, en busca de formas de trabajo manual poco o nada conocidas. Su película comienza con imágenes de archivo sobre las proezas llevadas a cabo por Aleksei Stakhanov en las minas de carbón de Donbass (Ucrania) durante el Primer Plan Quinquenal de Lenin; y acaba en una antigua zona industrial de Duisburg (Alemania), convertida en la actualidad en una especie de parque temático. Ambas propuestas nos recuerdan que el trabajo también puede acabar transformado en un espectáculo, en un modo de entretenimiento que antaño tenía fines aleccionadores y que hoy se conforma con proporcionar pingues beneficios. Por un lado, se muestra a un minero capaz de extraer cinco toneladas de carbón en una sola peonada, para que sirva de ejemplo a la clase obrera; y por otro, la cámara registra un paisaje con antiguas fábricas y almacenes, adornado con la misma parafernalia que se utiliza en Disneylandia para asombrar a los niños antes de entrar en cada una de las atracciones. Algo así puede hacernos pensar que a veces, en lugar de ante trabajadores, estamos ante estrellas mediáticas o que, en lugar de viejas fábricas, visitamos castillos encantados. En uno de los episodios de la película, que tiene lugar en una zona volcánica del Este de Java (Indonesia), se muestra a unos porteadores que se dejan fotografiar junto a varios turistas; de algún modo, parece como si cierto tipo de trabajos estuviesen cada vez más lejos de nuestra sociedad o que hubiesen sido convenientemente ocultados y que sólo pudiésemos acercarnos a ellos de manera turística, en calidad de extranjeros que van a ver algo que no les pertenece.
Cualquier imagen del trabajo en bruto, sin embellecimientos, y en tiempo real puede acabar siendo rutinaria a no ser que le apliquemos un mecanismo de análisis que proyecte en ella una historia. Sin embargo, muchos directores, más que proponer simples narraciones como en su día hicieron novelistas de la talla de Emile Zola o George Gissing, prefirieron hacer himnos a la clase obrera, que reflejasen a la vez los movimientos sensuales que implican ciertos oficios y las mejores cualidades de quienes cavan zanjas, cuya perseverancia, resistencia y fortaleza han contribuido a dar forma al mundo, a menudo sin que nadie reparase en su profunda entrega ni en sus enormes sacrificios. En ese sentido, bastantes cineastas se han dejado llevar por el ritmo del trabajo. Michael Glawogger, por ejemplo, en Workingman’s Death no siempre trabajó con una idea clara de lo que iba a capturar con la cámara. Para hacer una filmación en un matadero de Port Harcourt (Nigeria) tuvo que ajustarse al ritmo de los matarifes, utilizando una steadycam sin establecer cortes y sin tampoco buscar encuadres concretos, porque no había tiempo para nada. Muy a menudo tuvo que improvisar. Algo así le acercó en ocasiones a lo inesperado. Durante el rodaje de los seis episodios de la película fue descubriendo extrañas conexiones en el universo del trabajo manual. Se encontró con métodos muy rudimentarios, más propios de la Edad Media que del siglo XXI; pudo reflejar una constante cercanía con la muerte en trabajos bastante distintos unos de otros; fue testigo de rituales que se realizan antes de cada jornada laboral, relacionados con los mitos y las supersticiones; notó en un grupo de trabajadores chinos del acero su resistencia ante las demandas de su profesión y la indiferencia que mostraban hacia el incierto horizonte que se les presentaba si su fábrica acababa cerrando…