Geografías: Marcel Hanoun, un cineasta periférico. Por Hilario J. Rodríguez (23/06/2009).

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Si ahora mismo tuviese que reivindicar diez películas olvidadas en casi todas las listas e historias del cine, Une simple histoire (1957) sería una de ellas. La dirigió Marcel Hanoun, un realizador todavía hoy en activo después de casi cincuenta años de carrera. Pero nada de lo dicho hasta el momento parece importarle gran cosa a nadie más, porque para encontrar información sobre él o sobre la película uno ha de convertirse en un auténtico explorador y consultar en la frondosidad de diccionarios como los de Georges Sadoul o en publicaciones como la que apareció el año pasado con motivo de la retrospectiva que dedicó el Festival de Gijón a la Nouvelle Vague si quiere encontrar alguna escueta nota biográfica suya. Marcel Hanoun es el hombre sin atributos del que hablaba Robert Musil en su libro homónimo. La mayoría de los críticos le ignoran o consideran su cine demasiado demodé; y quienes no caen en uno de los abismos anteriores, se olvidan de los adjetivos cuando le describen. “Yo siempre me he sentido más cerca de Robert Bresson que de Jean-Luc Godard o de François Truffaut. Nunca pertenecí a ningún movimiento, no habría sido capaz de adecuarme, de asumir un tipo concreto de ideas acerca del cine; he preferido hacer solo mi travesía vital y cinematográfica”. Quizás por ese motivo el nombre de Marcel Hanoun es un enigma, aunque también es una clave para entender el desarraigo que viven ciertos cineastas franceses, como Phillipe Garrel, Jean Eustache o Maurice Pialat. “Hay quienes inventan cine y hay quienes se inventan a través del cine; yo soy de los últimos”. Las películas de Marcel Hanoun son, de hecho, tan desnudas que le desnudan a él mismo con extrema facilidad; la pobreza de sus imágenes es también la pobreza de su director, la pobreza de alguien que sólo confía en las cosas esenciales para hablar sobre las verdades esenciales.

“Nací en Túnez en 1929. Mi infancia allí estuvo marcada por el cine. Cada sábado mi padre me llevaba a ver una película y cada sábado mis ojos entraban en un mundo maravilloso que más tarde quise explorar marchándome a París”. Allí se convirtió en un extranjero recién salido de ninguna parte, sin amigos ni amantes, sin dinero, poseído únicamente por un medio donde se proyectaban las partes del mundo que jamás llegan a ver los espectadores en el paisaje de la vida, las partes de sus existencias que jamás llegan a mostrar a los demás. “En los pliegues de la vida diaria, de la rutina y de la lentitud, había una película aguardándome, mi película, una película que sólo me esperaba a mí, como una amante fiel a la que no le importa el paso del tiempo”. Durante unos años, Marcel Hanoun se orientó en París -entre un grupo de jóvenes impetuosos que pronto sacudirían la historia del cine- sin más contactos que su enorme intuición. Sin demasiados conocimientos técnicos, dirigió un par de cortometrajes y Une simple histoire vino después, como consecuencia lógica. En su libro Praxis del cine, Noel Burch hace un elogio merecido de la película, una obra sin estridencias formales y aun así de una extraña plenitud. Una madre y una hija bastan para desplegar un minucioso microcosmos, otorgándole a los actos más banales el protagonismo de las tragedias. A medida que una insignificante cantidad de dinero va desapareciendo, una historia cobra forma siguiendo los pasos de una mujer que busca desesperadamente un trabajo y un lugar donde dormir, seguida en todo momento por su hija. En los 68 minutos que dura el metraje, la cámara hace su propio descubrimiento del cine, desvelando, por si nadie se había enterado hasta entonces, el enorme valor de los silencios, de las elipsis, de la fragmentación y de la reiteración…

Une simple histoire y Le Huitième Jour (1959) podrían haber convertido a Marcel Hanoun en un cineasta asimilado, uno más. King of the world. Fueron dos películas que le ganaron una tan merecida como fugaz fama, que él no supo ni quiso aprovechar. “Podría haber seguido haciendo cine psicológico, pero por aquel entonces yo ya intuía que si probaba otros registros me iba a sentir mejor conmigo mismo. Así que decidí experimentar”. Octubre à Madrid (1965) fue uno de esos experimentos. Con el material rodado en varios viajes a España, añadiendo luego un prólogo y un epílogo, Marcel Hanoun puso de relieve cómo en realidad las imágenes pueden adecuarse a cualquier narración, a menudo sin hacer demasiado hincapié en ellas, sin siquiera tender puentes que les den sentido, continuidad. Aquello le sirvió para adentrarse en una etapa experimental que prolongó mucho tiempo, hasta distanciarse tanto del cine comercial que ya no pudo volver a encontrar un sitio en él. Eso explica que ninguna película suya haya sido estrenada en España y que tampoco en Francia le sea fácil conseguir pases televisivos de una buena parte de su obra.

Maestro de sí mismo y de muchos otros, Marcel Hanoun le abrió y aún le sigue abriendo las puertas de su casa a una enorme cantidad de cineastas jóvenes que quieren aprender a su lado. Marc Recha, Javier Rebollo… Los nombres son lo de menos. Lo importante es lo que todos buscan: el ejemplo de alguien que ha creado una industria, una infraestructura, un sistema de rodaje, los elementos necesarios para no dejar de hacer cine y poder hacerlo sin hipotecar su intimidad, su alma. “De pronto me di cuenta de una cosa esencial: el cine está al lado, en el pálpito de nuestras ideas, de nuestro corazón. Eso me llevó a convertir el garaje de mi casa en un estudio donde he rodado casi todas mis películas desde hace casi dos décadas. La verosimilitud del espacio no me importa, porque la añade siempre la verosimilitud de la mirada y de la historia. Gracias a algo tan obvio he podido rodar en el mismo lugar, entre las mismas cuatro paredes, películas que suceden en tiempos bastante lejanos entre sí. Apenas cambio las cosas. Dos o tres objetos son suficientes para sugerir una época o un tipo concreto de psicología&rdq
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Je meurs de vivre, Jeanne, aujourd’hui, Lêtre à l’autre o Cri son algunas de esas películas que nacieron en el garaje de la casa de Marcel Hanoun. De Juana de Arco a los trágicos sucesos del 11 de septiembre, el mundo entero cabe donde cabe un coche. “Detenemos la mirada ante un jarrón, ante una ventana, ante el vacío, y en seguida surgen preguntas”.

Una película como Une simple histoire llegaría para hacer necesario el rescate de su director. La parte de su obra que yo he visto es, creo, lo bastante imprescindible como para empujarme a escribir estas líneas y para considerarle un cineasta esencial. Todo lo que vosotros, queridos lectores, desconocéis sobre Marcel Hanoun ha de bastaros para que dejéis siempre un capítulo en blanco cuando queráis narrar una historia del cine a partir de vuestra memoria si en ella no encontráis un hueco para él.

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