El musical vuelve a estar de moda gracias a Los productores (The Producers, 2005, Susan Stroman) y Rent (2005, Chris Columbus). Hasta hace poco había quienes creían que se trataba de un género muerto, pero en realidad nunca ha sido así. Quizás lo que estaba y sigue muerto sea el musical al estilo hollywoodiense, al que Alain Resnais rinde un majestuoso homenaje en su película En la boca no (Pas sur la buche, 2003), que es al mismo tiempo una parodia de la cultura entendida siguiendo los modelos estadounidenses. Yo, no obstante, creo que el problema no es si el cine musical está más muerto que vivo, si quienes hoy cantan y bailan son Fred Astaire, Ginger Rodgers, Gene Kelly, Cyd Charisse o un grupo de fantasmas; el problema es que nunca hemos tenido muy claro a qué llamar cine musical. Recientemente, dejamos pasar 2046 (2004, Wong Kar-Wai), Nuestra música (Notre musique, 2004, Jean-Luc Godard), La vida secreta de las palabras (2005, Isabel Coixet) y Sarabanda (Saraband, 2003, Ingmar Bergman) sin hacernos demasiadas preguntas sobre sus relaciones con la música o sobre la posibilidad de que pudiesen ser nuevas modalidades de cine musical. Tampoco nos hemos puesto a pensar si Charlie y la fábrica de chocolate (Charlie and the Chocolate Factory, 2005) y La novia cadáver (Corpse Bride, 2005) son cine infantil, cine de animación u otra cosa relacionada con sus canciones y con sus números de baile. Cuando vemos películas como El milagro de Candeal (2004, Fernando Trueba) o Escenario móvil (2004, Montxo Armendáriz), en seguida hablamos de documentales. Algo muy similar nos sucede con Ray (Taylor Hackford) o En la cuerda floja (Walk the Line, 2005, James Mangold), que definimos como biopics sin pararnos a pensar que en realidad describen la vida de dos importantes músicos. Ni siquiera nos llaman la atención las bandas sonoras de El Calentito (2005, Chus Gutiérrez), Vida y color (2006, Santiago Tabernero) y Volando voy (2006, Miguel Albaladejo).
Hoy en día, el cine musical se ha vuelto bastante multiforme en parte debido a que ya no existe un público homogéneo que acepte el mismo tipo de música. Cada persona tiene sus prioridades. Por eso Los dos lados de la cama (2005, Emilio Martínez-Lázaro) y El sabor de la sandía (Tian bian yi duo yun, 2005, Tsai Ming-liang), dos películas con un modelo parecido al de los antiguos musicales, pueden provocar opiniones muy contrastadas en una misma persona. Aunque todavía hay quienes pueden disfrutar por igual de una ópera de Wolfgang Amadeus Mozart y de un álbum de Radiohead, lo normal es que la gente se decida por uno u otro y no por los dos. La cultura cada vez es más coyuntural y sectaria, padece una peligrosa amnesia que está provocando serias limitaciones en los gustos que podemos llegar a abarcar. Una cosa así ha repercutido en los musicales, que han dejado de acaparar el interés masivo, para centrar su radio de acción en un público más concreto y reducido. Nani Moretti hace un magnífico chiste al respecto en Abril (Aprile, 1998), donde dice que su máxima ambición es rodar un musical trotskista. Jem Cohen, por su parte, propone una sinfonía antiglobalización en Chain (2004) que, lógicamente, no ha llegado a distribuirse de forma comercial en casi ningún sitio. Lo cierto es que ya nadie apela a los espectadores en general ni utiliza la música de una sola manera. Muchos cineastas aceptan realizar videoclips para discográficas o para cadenas de televisión; otros trabajan codo con codo con artistas multimedia que luego exhiben sus obras en museos; y no faltan quienes realizan musicales destinados al mercado de los DVDs, como sucedió hace poco con la historia del blues propuesta por Martin Scorsese y dirigida, entre otros, por este último, Clint Eastwood, Charles Burnett, Wim Wenders o Mike Figgis.
El personaje que interpretaba Woody Allen en Delitos y faltas (Crimes and Misdemeanors, 1989), un documentalista sin talento, aseguraba que veía Cantando bajo la lluvia (Singing in the Rain, 1952, Stanley Donen) cuando estaba triste. Como él, mucha gente asume que el verdadero sentido de los musicales es que nos hacen sentir bien porque nos ayudan a olvidar nuestras responsabilidades sociales y las dificultades con las que tropezamos; son entretenimiento puro. A mí, no obstante, me resulta imposible aceptar que el entretenimiento y la inteligencia hayan de estar reñidos, de ahí que cuando veo un musical tenga el mismo nivel de expectativas que cuando veo un western, un thriller, un melodrama o una comedia. A cualquier película le pido que me divierta pero también que me ilumine. Conformarse con el goce sensorial cuando se ven musicales trae malas consecuencias, pues uno al final se vuelve demasiado perezoso y rechaza las obras más innovadoras e interesantes del género sólo porque hacen pensar. Y eso resulta trágico. Un conocimiento amplio del cine musical pasa por cineastas como Jacques Demmy, Chantal Akerman o Terence Davies; y por películas como Berlín, sinfonía de una gran ciudad (Berlin, Die Sinfonie der Groβstadt, 1927, Walter Ruttmann), Hallelujah, I’m a Bum (1933, Lewis Milestone), At Land (1944, Maya Deren), Chronik der Anna Magdalena Bach (1967, Jean-Marie Straub y Danièle Huillet) o Decasia (2002, Bill Morrison).
Una de las peculiaridades que tienen Los productores y Rent con respecto a otros musicales clásicos es que parecen contarnos algo, iluminarnos, no se conforman con ser un mero entretenimiento realizado con un generoso derroche de luz y sonido. El primero nos habla sobre los caprichos del universo entre bambalinas, donde quienes aspiran a montar éxitos fracasan, de ahí que ahora se conformen con montar fracasos para triunfar. Y el segundo describe la energía y la diversidad del barrio de East Village en Manhattan, y por extensión de toda la ciudad de Nueva York, durante los peores años de la epidemia del sida, una enfermedad que no tuvo consecuencias tan dramáticas como la limpieza que realizó el alcalde Rudolph W. Giuliani en la década de los noventa y los trágicos atentados del 11 de septiembre de 2001.
El poeta Charles Simic recuerda en su libro The Unemployed Fortune-Teller cómo en su juventud, cuando aún vivía en Belgrado, tenía que escuchar canciones de rock & roll con el sonido muy bajito porque era música prohibida, que a él, sin embargo, le parecía muy liberadora e imaginativa. Quienes hemos atravesado alguna vez un desierto en automóvil, con la radio encendida, sabemos que una simple canción es a menudo más valiosa que todo un libro de filosofía porque, además de ser como un tren que une ciudades, nos sirve para conectarnos emocional e intelectualmente con las cosas sin necesidad de utilizar el lenguaje. Gracias a algo tan sencillo entendemos con facilidad lo que quieren decirnos Autopista asfaltada en dos direcciones (Two-Lane Blacktop, 1971, Monte Hellman), algunas películas de Cameron Crowe o The Brown Bunny (2003, Vincent Gallo).