Geografías: Los otros. Por Hilario J. Rodríguez. 03/03/2009

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Viendo Frozen River (ídem, 2008, Courtney Hunt) reconocemos cómo vive un enorme porcentaje de la población de casi cualquier país occidental. Ni siquiera dudamos de la sinceridad de las imágenes, entre otras cosas porque no juegan con nosotros. Su protagonista (Melissa Leo) no es ni una santa caída en desgracia, ni una criminal sin escrúpulos; es sólo una mujer poco agraciada, con un par de problemas que cualquiera puede entender. Su marido desapareció con el sueldo del mes, las pequeñas facturas de pronto se han convertido en amenazas y sus dos hijos (Charlie McDermott y James Reilly) esperan las Navidades sin entusiasmo. Las dimensiones de su tragedia no son demasiado grandes, pero a ella le resultan difíciles de sobrellevar. A su alrededor no hay nadie dispuesto a ayudarla. No tiene familiares, tampoco amigos. Y en el trabajo su jefe ha decidido dar el puesto de cajera a otra. Uno podría pensar que la vida no está siendo justa con ella, pero al mismo tiempo sabe que el film no intenta ganar nuestra conmiseración, sólo intenta sacarnos de las fantasías en que habíamos caído en los últimos años. Si Quentin Tarantino era hasta hace poco el modelo a seguir tanto por el cine comercial como por el cine independiente, me parece que ahora estamos a punto de entrar en una nueva fase o etapa.
 
Cuando vemos a la protagonista al comienzo, su rostro ante el espejo se hace varias preguntas. La primera seguramente está relacionada con su futuro inmediato, con lo que puede suceder hoy o mañana si el repartidor de electrodomésticos no recibe el cuota mensual por el televisor de pantalla plana, con la nevera casi vacía, con la gasolina del coche y con el tráiler donde vive su familia porque ya está viejo para aguantar un invierno frío. Y la segunda está relacionada con su apariencia, pues tiene cuarenta años y parece que en realidad tenga muchos más, algo que contribuye a marginarla y a que no quieran contratarla para un puesto de cara al público. Por eso compra cremas pese a su elevado coste, por si de ese modo puede recuperar una buena apariencia. No piensa, sin embargo, que también debería cambiar su estado de ánimo. Está atrapada en un círculo vicioso. Quizás haya entristecido poco a poco por culpa del lugar donde vive, y algo así haya afectado a su matrimonio. Quizás la tristeza la haya hecho más pasiva, hasta impedirle conseguir un puesto mejor. Quizás se abandonó, y ahora es tarde para eliminar sus arrugas y sus ojeras. Todas esas cosas que, en parte, ella comenzó a cincelar han acabado de dar forma a una imagen poco agradable de sí misma.
 
Es lógico que, al ver la mayor parte del cine comercial, mostremos cierto grado de pasividad. Nos cuesta tanto creer que podamos llegar a ser algún día Tom Cruise o Julia Roberts como que nos pueda suceder algo parecido a lo que cuenta El extraño caso de Benjamin Buttom (The Curious Case of Benjamin Button, 2008, David Fincher). Lo raro es que incluso el cine independiente nos mantenga en una situación parecida. Gracias a Dios, Frozen River obliga a replantearnos un par de cuestiones. Tiene un mecanismo narrativo de lo más endeble, en el que apenas suceden cosas ajenas a la realidad cotidiana. Su protagonista podría ser una mujer cualquiera que hace la compra y apenas gasta diez euros aunque su familia tenga varios miembros; podría ser la limpiadora que en unos años ha envejecido a causa del trabajo, los embarazos y las responsabilidades domésticas; podría ser una amistad deprimida por la mala suerte o porque le cuesta sentirse feliz… No es una persona excepcional en ningún sentido. Para matizar al respecto, la cineasta Courtney Hunt decidió no rodarla con cámara al hombro todo el rato siguiéndola de espaldas mientras camina sin rumbo, con esos planos interminables que han acabado estandarizándose después de haber sido utilizados hasta la saciedad en el cine comprometido de los últimos años.
 
Al film se le pueden poner pegas si uno quiere cuestionar la estructura de thriller que adopta en determinados momentos, también si la secuencia final se entiende como una solución fácil (porque no es demoledora). Lo mejor, no obstante, va más allá del argumento, del paisaje social que insinúa o del suspense. Está en otra parte. Ni siquiera está en las contradicciones del personaje principal, desesperado e irresponsable. Lo mejor lo aporta la actriz Melissa Leo, que —como Mickey Rourke en El luchador (The Wrestler, 2008, Darren Aronofsky), sólo que de manera diferente— ha conseguido que el cine la recicle después de haberla abocado durante mucho tiempo a intervenir en series de televisión, dejando claro que su apariencia no tenía cabida en la gran pantalla. Fue ella quien dijo que «nadie que viva pobremente puede narrar su historia, y ningún actor que no haya atravesado una larga temporada de penurias, aceptando los peores papeles y los sueldos más bajos, es capaz de entender lo que necesita un personaje como el que yo he interpretado en este film». Acerca de un asunto tan peliagudo podrían hablarnos muchos de los actores y actrices que comenzaron sus carreras durante los años ochenta, para estrellarse poco después con la triste realidad de que vivían en un mundo donde hoy eres estrella y mañana un paria.
 
Frozen River no propone una estética refinada o novedosa, se conforma con reutilizar y reubicar elementos que antes fueron desechados. Es comprensible, su historia tiene un cierre, no quiere ser maniquea aunque a veces cae en lo arquetípico, y no contiene grandes teorías. Cierra un periodo, recogiendo de él todo aquello que fue desaprovechado. Sabe que ya no es posible comenzar de cero porque necesitaremos cuanto esté a nuestro alcance si de verdad queremos avanzar. La modernidad y el clasicismo pueden dormir durante un rato.

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