Una vez, con su impecable estilo, Jorge Luis Borges comentó un soneto de Góngora, aquel que empieza: “Raya, dorado Sol, orna y colora…”.
El objetivo del comentario se declara en el último párrafo en el que Borges, que confiesa no creer “demasiado en las obras maestras”, afirma que cuanto más exigente se sea en materia de gusto literario tanto más posible será que se lleguen a escribir en su país estimables páginas. El propósito, por tanto, era didáctico y didácticamente se aplicó a señalar con ironía la imprecisión de los verbos en el renglón inicial, lo innecesario o enfático de los adjetivos en el primer cuarteto, el contrasentido en el verso tercero, la incongruencia de calificación en el cuarto (“el rojo paso de la blanca Aurora”), la excelencia metafórica del séptimo (“su generoso oficio y real costumbre”) y la finta de renuncia con que terminan los tercetos.
Y, puesto que se trata de degustar la poesía gongorina, Borges exalta el buen gusto de contraste de colores en el aludido cuarto verso, a un tiempo que censura la predilección por los lilas y violetas que manifestaba Juan Ramón Jiménez en sus propios poemas.
En el recorrido de este “examen”, pues así se titula: “Examen de un soneto de Góngora” (publicado en El tamaño de mi esperanza, Buenos Aires, 1926), asombra lo voluntarioso de este último juicio. Borges no se aviene a aceptar la inestabilidad y relatividad de los gustos. Él mismo indica el uso contrastante del rojo y el blanco como algo característico de los poetas renacentistas. Pero no advierte que lilas y violetas venían a ser colores en boga desde que el impresionismo en su paleta los favoreciera por el juego de sombras y descomposición de la luz. Son evocadoramente las flores de Ofelia que los prerrafaelistas y simbolistas habían puesto en imágenes; las ninfeas, las atmósferas del postrer Monet. Pero, junto a ese descuido de las vigencias, asombra aún más que Borges haya corregido la puntuación del original, rompiendo la unidad del poema de modo que, conforme a los puntos, de cada cuarteto hace una oración y de los tercetos otra, sin reparar que quizá allí se halle la clave de la composición gongorina. Al restituir comas y puntos y coma, según las ediciones autorizadas de Foulché-Delbosc y de Millé y Jiménez, queda así:
Raya, dorado Sol, orna y colora
del alto monte la lozana cumbre;
sigue con agradable mansedumbre
el rojo paso de la blanca Aurora;
suelta las riendas a Favonio y Flora,
y usando, al esparcir tu nueva lumbre,
tu generoso oficio y real costumbre,
el mar argenta, las campañas dora,
para que de esta vega el campo raso
borde saliendo Flérida de flores;
mas si no hubiere de salir acaso,
ni el monte rayes, ornes ni colores,
ni sigas de la Aurora el rojo paso,
ni el mar argentes, ni los campos dores.
Resalta, en el orden de la frase, que es una sola oración: desde los imperativos (Raya…, sigue…, suelta…) a las conjunciones y nexos conjuntivos (y…, para que…, mas si no…, ni…, ni…, ni…) que la modulan, repartiéndola en cuatro estrofas, cuyos límites desborda. Este proceder difiere de la tradición del soneto, tal como habría de transmigrar de Italia a España de las manos de Boscán y Garcilaso, en la que la tendencia general consistía en hacer que a cada una de las estrofas correspondiera oraciones completas, aunque por el sentido fuesen independientes entre sí. Ello muestra al genio constructor del idioma que era Góngora. Y si hay que resignarse al dictamen de Borges: el de la “medianía de los versos” y “los aciertos posibles y equivocaciones seguras” del soneto -todo lo cual bien puede atribuirse a la juventud del poeta cordobés (es uno de
los trece que escribió a los veintiún años de edad)-, ya despunta en él lo que le caracterizaría sintácticamente: la rítmica continuidad en espiral de la expresión, como se comprueba en los sonetos de su madurez.