Gusanos y mariposas. Por Armando Murias Ibias (18/06/2011).

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 Clase de Medicina en Londres, 1925. MacGregor/Topical Press Agency/Getty Images
 

Nadie parece dudar que la Literatura empieza a andar con los primeros pasos bípedos del ser humano. Pocos cuestionarán que le sirvió de escudo o de lanza en sus aventuras cuando el homo sapiens se dispone a arrebatar a otros iguales un pedazo de tierra (o de agua). O cuando quiere mantener (o idealizar) la memoria de los hechos. La Ilíada, la Eneida, Os Lusíadas o El corazón de las tinieblas no son más que la punta de un iceberg que flota en el océano de la narrativa universal. 

Así, a lo largo de la historia la Literatura va estableciendo fuertes lazos de hermanamiento con todas las actividades humanas porque, como ya escribió Terencio, “nada humano me es ajeno”. Se funde en un solo cuerpo con la Filosofía (Utopía de Tomas Moro), con la Teología (La Divina Comedia o la mística española), con la Justicia (las Partidas de Alfonso X), con la Geografía (El Don apacible de Sólojov), con el Turismo (Vida de Santo Domingo de Silos de Gonzalo de Berceo), con la Economía (Introducción a un discurso sobre el estudio de la Economía civil de Jovellanos), y un largo etcétera. 

Quizá una de las relaciones más tardías de la Literatura sea con la Medicina. Es verdad que hubo escarceos, pero casi siempre con más recelos que encuentros.

En 1615 publica Cervantes la segunda parte del Quijote, y allí cuenta la aventura de Sancho Panza como gobernador de la ínsula Barataria. Por fin el escudero era dueño de algo, pero va a ser un médico el que le amargue su mayor placer: el de la mesa. El primer día que le sirven el almuerzo como gobernador, se encontró acompañado de un caballero que, a cada plato que le servían, le decía latinajos incomprensibles con alguna cita de Hipócrates, a continuación le tocaba el plato con una varilla y poco después se lo retiraba. Y así hasta que Sancho –encendido en cólera- le pide explicaciones y el caballero le responde que en su calidad de médico debe atender a su salud y que por eso impide que coma lo que podría hacerle mal.  

Más corrosivo es Quevedo con la Medicina en nuestro Siglo de Oro. A los médicos los llama “calavera”, “Herodes”, “licenciado Venenos”, “oficio de difuntos”, “la peste” o “verdugos”. En el romance “Quejas del abuso del dar a las mujeres”, el autor parodia la mirada de las mujeres con la sátira de los médicos como matadores:  

Los médicos con que miras, 

los dos ojos con que matas, 

bachilleres por Toledo, 

doctores por Salamanca. 

O cuando se refiere a los dentistas en “Sacamuelas que quería concluir con la herramienta de una boca”:

¡Oh tú, que comes con ajenas muelas!

En otro lugar, en la corte francesa, Molière también critica la pedantería y las mentiras de los médicos ignorantes en dos de las comedias más conocidas, El médico a palos (1666) y El enfermo imaginario (1673). En ellas los galenos se refugian en el misterio de sus palabras ininteligibles y en sus gestos presuntuosos.  

Habrá que esperar al siglo XIX para que el Realismo cambie esa situación tan distante entre Literatura y Medicina. Es en el momento de las grandes revoluciones (la industrial, la burguesa) cuando la influencia de los científicos (Darwin, Mendel) va a configurar un nuevo mundo. Un mundo en el que el escritor comienza a observar la sociedad (y la trama literaria, por tanto) como si fuera un cuerpo que se rige por las inexorables leyes del determinismo biológico y ambiental. 

Es el caso de Flubert (hijo y nieto de médicos) con su obra Madame Bovary (padre de la novela moderna, según mantiene Mario Vargas Llosa). Al final de la novela el autor hace que sintamos en nuestras carnes la terrible agonía y posterior muerte por envenenamiento a causa del arsénico que ingiere la protagonista, esposa de un médico.  

A partir de la obra de Flaubert, se puede decir que el maridaje entre Literatura y Medicina llega hasta nuestros días con la ilusión del primer día. No es necesario recordar los casos del médico y excelente escritor Antón Chéjov o de nuestro Pío Baroja con El árbol de la ciencia, o del malogrado Luis Martín Santos, autor de la que es para muchos la mejor novela española del siglo XX, Tiempo de silencio, protagonizadas ambas por un médico. 

La prueba de que esa relación nombrada más arriba está viva y coleando la tenemos en estos días aquí, en Asturias. Dos médicos acaban de sacar al mercado obra literaria. Y no es la primera vez que lo hacen.  

El psiquiatra ovetense Ángel García Prieto tiene en su haber numerosos libros de la especialidad médica, pero quizá sea más conocido por su devoción por el fado y por Portugal (Viajes de novela, 2006; El fado, desde Lisboa a la vida, 2007; Una mirada entrañable. Lecturas y viajes del Portugal vecino, 2007; Viajes con letra y música, 2008, 2009 y 2010; Fado y psiquiatría, psicopatología de la “saudade, 2010), donde quedan patentes los caminos que recorre y la música que le acompaña por el país vecino. Con el último libro (Portugal, país, posada y paraíso. DG ediçoes, Portugal, 2011), Prieto nos propone un recorrido por las diez regiones portuguesas, con paradas en las ciudades más representativas, por los ríos que atraviesan sus campos dándoles vida, por los rincones donde se detuvo la eternidad, en definitiva, por las tierras de la melancolía y de los conquistadores, de los poetas y de los vinos, de las leyendas y de los monasterios. Un país para detenerse, como indica el título. 

El escritor alemán Goethe puso en labios de Wagner, el asistente de Fausto, el aforismo hipocrático «Vita brevis, ars longa» (Breve es la vida, largo el arte). Esta máxima nos la viene a recordar Jesús Rodríguez Asensio con su libro Borrón de tinta en la segunda hoja, Colegio Oficial de Médicos de Asturias, 2011. Este ovetense ejerce la especialidad de Otorrinolaringología, y eso queda patente en uno de los cuentos que componen el libro, en el que también aparecen otros que fueron premiados en diversos certámenes (Villa de Navia, 95; Asociación Nacional de Médicos Escritores y Artistas, Asemeya, 96; Valentín Andrés de Grado, 98 y 99; Cuentos para olvidar el dolor, 2000). Como el arte es más largo que la vida, el autor nos recuerda los eternos enigmas con los que nos atosiga la vida y que permanecen en el arte de todos los tiempos: la incertidumbre del ser humano, la fuerza de lo mágico, el dolor y el humor, el silencioso paso del tiempo, casi siempre en un paisaje difuminado, casi espectral. En definitiva, arte y vida, Literatura y Medicina de la mano.

Un día, el premio Nobel de Literatura Bernard Shaw estaba en su casa inglesa y el jardinero le dijo: «Señor, el jardín está lleno de larvas», a lo que el dramaturgo le respondió: «¡Qué bien! Entonces tendremos mariposas». Sirva esta anécdota para entender mejor que donde los médicos diagnostican muerte y gusanos, la Literatura recrea el vuelo de unas hermosas mariposas.  

 

 

Armando Murias Ibias es profesor de Literatura. 

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