John Steinbeck, la voz insobornable
“Me gusta la verdad –dijo Doc-. Incluso cuando duele.
¿No es mejor conocer la verdad acerca de uno mismo?”
-John Steinbeck, Dulce jueves–
El mejor retrato que conozco de John Steinbeck es un autorretrato. Se trata de un breve cuento, apenas página y media, incluído en El largo valle y titulado “Desayuno”. En él, un caminante se encuentra al amanecer con el campamento de una familia de jornaleros nómadas: una pareja joven con un bebé y el abuelo. Es una mañana fría. El sol empieza a salir, el fuego está encendido y en la sartén chisporrotea el tocino mientras hierve el café. El caminante es invitado a unirse al desayuno. En cuclillas, alrededor de una caja de embalar, los cuatro dan cuenta del pan recién hecho, del tocino y del café, mientras el bebé mama de los pechos de su madre. Apenas se habla, no ocurre nada más. El caminante rehusa unirse a ellos para recoger algodón en una plantación cercana, les da las gracias y se marcha. Eso es todo.
“No sé por qué”, escribe Steinbek, “pero aún puedo recordarlo hasta en sus más mínimos detalles. Me sorprendo rememorándolo una y otra vez, rescatando cada vez más detalles de mi lejano recuerdo, obteniendo un cálido placer al recordar”. Sin embargo, todo el que haya leído Las uvas de la ira o De ratones y hombres o tal vez Tortilla Flat sabe por qué.
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¿Prototipo del escritor comprometido? Sin duda. Pero debemos ver en Steinbeck algo más: un poeta. El lirismo de su prosa, sus matices y hallazgos, hacen de él uno
de los grandes estilistas de la narrativa norteamericana. Las páginas que describen el arrabal conservero de Cannery Row, en la novela del mismo título, alcanzan cotas metafísicas; un sobrecogedor poema plagado de imágenes expresionistas que beben de la Biblia, Lao Tsé y la filosofía socrática para establecer una premisa fundamental: la perfección del mundo reside en la naturaleza dual de todas las cosas: “La palabra es un símbolo y una delicia que absorve a hombres y paisajes, árboles, plantas, fábricas y pekineses. Luego la Cosa se convierte en la Palabra y luego de nuevo en la Cosa, pero transformada en una urdimbre fantástica…”. Así comienza un auténtico poema. Y en La perla, ¿qué es lo que encuentra Kino en el fondo del mar sino una metáfora, un pequeño regalo simbólico del demonio de la poesía? En Dulce jueves, esa presencia de la poesía se encarna en un personaje misterioso: el vidente. No otra es la condición del poeta, el esclavo de la verdad, o de una cierta forma noble de la verdad.
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eso vuelvo a menudo a la escasa página y media de “Desayuno”. Tengo envidia de esa vivencia. Creo que las palabras y los libros de John Steinbeck son en nuestros días tan necesarios como entonces: hacen la vida más vivible. ¿Habrá algo de lo que estemos más necesitados?