John Steinbeck, la voz insobornable
“Me gusta la verdad –dijo Doc-. Incluso cuando duele.
¿No es mejor conocer la verdad acerca de uno mismo?”
-John Steinbeck, Dulce jueves–
El mejor retrato que conozco de John Steinbeck es un autorretrato. Se trata de un breve cuento, apenas página y media, incluído en El largo valle y titulado “Desayuno”. En él, un caminante se encuentra al amanecer con el campamento de una familia de jornaleros nómadas: una pareja joven con un bebé y el abuelo. Es una mañana fría. El sol empieza a salir, el fuego está encendido y en la sartén chisporrotea el tocino mientras hierve el café. El caminante es invitado a unirse al desayuno. En cuclillas, alrededor de una caja de embalar, los cuatro dan cuenta del pan recién hecho, del tocino y del café, mientras el bebé mama de los pechos de su madre. Apenas se habla, no ocurre nada más. El caminante rehusa unirse a ellos para recoger algodón en una plantación cercana, les da las gracias y se marcha. Eso es todo.
“No sé por qué”, escribe Steinbek, “pero aún puedo recordarlo hasta en sus más mínimos detalles. Me sorprendo rememorándolo una y otra vez, rescatando cada vez más detalles de mi lejano recuerdo, obteniendo un cálido placer al recordar”. Sin embargo, todo el que haya leído Las uvas de la ira o De ratones y hombres o tal vez Tortilla Flat sabe por qué.
Acaso lo que nos sigue conmoviendo en la obra del autor californiano sea la sensación de profunda verdad que destila cada uno de sus libros. Esos personajes son reales, podemos sentirlos, a pesar de la lejanía temporal y geográfica, a pesar de que sólo sepamos de su mundo lo que nos han contado. Y son reales porque Steinbeck los ha conocido, ha vivido con ellos. En los ranchos de la baja California, en las grandes plantaciones, en los pueblos pequeños donde los probos ciudadanos se unen en piquetes de linchamiento, en los profundos valles rodeados de montañas todas iguales, representaciones del ancho mundo amenazador, cálido y salvaje. Steinbeck estuvo allí, recorrió esos caminos, habló con esos hombres, se sintió a gusto con ellos. Y a través de ellos conoció el topetazo de la absoluta injusticia y habló en voz alta y clara para denunciarla. Por eso sus personajes son verdad. Por eso nos siguen sobrecogiendo.
Una voz como esa siempre es incómoda. Hostigado por el FBI, rechazado por los comunistas, que desconfiaban de su “tibieza ideológica”, vilipendiado por los dueños del poder político y económico, a los que fustigaba sin piedad, Steinbeck no tuvo otra causa que la del hombre corriente, enfrentado a un mundo hostil y abandonado a su suerte. Como George y Lennie en De ratones y hombres, ese conmovedor retrato de la inocencia y la maldad; como la familia Joad, protagonista de Las uvas de la ira, en su desdichado periplo de miseria; como Jodie Tiflin, el niño de El pony colorado, asombrado espectador del hermoso y despiadado ciclo de la vida y de la muerte.
¿Prototipo del escritor comprometido? Sin duda. Pero debemos ver en Steinbeck algo más: un poeta. El lirismo de su prosa, sus matices y hallazgos, hacen de él uno de los grandes estilistas de la narrativa norteamericana. Las páginas que describen el arrabal conservero de Cannery Row, en la novela del mismo título, alcanzan cotas metafísicas; un sobrecogedor poema plagado de imágenes expresionistas que beben de la Biblia, Lao Tsé y la filosofía socrática para establecer una premisa fundamental: la perfección del mundo reside en la naturaleza dual de todas las cosas: “La palabra es un símbolo y una delicia que absorve a hombres y paisajes, árboles, plantas, fábricas y pekineses. Luego la Cosa se convierte en la Palabra y luego de nuevo en la Cosa, pero transformada en una urdimbre fantástica…”. Así comienza un auténtico poema. Y en La perla, ¿qué es lo que encuentra Kino en el fondo del mar sino una metáfora, un pequeño regalo simbólico del demonio de la poesía? En Dulce jueves, esa presencia de la poesía se encarna en un personaje misterioso: el vidente. No otra es la condición del poeta, el esclavo de la verdad, o de una cierta forma noble de la verdad.
¿Pero hay más? Por supuesto. Señalemos por último algo que no se ha subrayado suficientemente: Steinbeck también es un maestro del humor. Las andanzas etílicas de los protagonistas de Tortilla Flat, personal recreación de la literatura picaresca universal, o las conspiraciones grotescas de los cortesanos de El breve reinado de Pipino IV, esa despiadada sátira de la ambición política, nos han proporcionado a los amantes de la literatura steinbeckiana no pocos momentos de felicidad: “En los días de mis antecesores –dijo el Señor de Saone-, estos asuntos de sucesión se manejaban de manera más noble: con veneno, con puñal o con las rápidas y piadosas manos del estrangulador. Hoy nos hemos rendido ante el sufragio”. Y es que el humor también es subversivo: un grano en el enorme culo del poder. Qué gamberro, ese Steinbeck.
Todas las palabras escritas en estos libros conservan hoy su vigencia. Hablan de un mundo muy parecido al nuestro, lleno de injusticias, de dolor y de belleza: de mortífera poesía. En ellos, junto a lo peor de nosotros mismos, se encuentra lo mejor. Por
eso vuelvo a menudo a la escasa página y media de “Desayuno”. Tengo envidia de esa vivencia. Creo que las palabras y los libros de John Steinbeck son en nuestros días tan necesarios como entonces: hacen la vida más vivible. ¿Habrá algo de lo que estemos más necesitados?
eso vuelvo a menudo a la escasa página y media de “Desayuno”. Tengo envidia de esa vivencia. Creo que las palabras y los libros de John Steinbeck son en nuestros días tan necesarios como entonces: hacen la vida más vivible. ¿Habrá algo de lo que estemos más necesitados?