Jorge Semprún, la escritura, la vida.
Hoy Semprún puede ser rescatado desde el propicio hacer literario de su vida y acción política: su obra literaria, su compromiso, su capacidad de subvertir la conciencia del individuo. Clásico ya, la figura inmensa de su personaje fue a la par de su oficio intelectual. Con él perdemos uno de los más lúcidos representantes de una generación que jamás claudicó a los perversos envites de la derecha, que resistió y desarmó intelectualmente al fascismo, al errático discurso de la izquierda cuando así lo creía, o a los devaneos de las falsas conciencias o la demagogia y el cinismo político. Un ejemplo.
Pero el compromiso de Semprún fue con la verdad y la memoria, con Europa y con la libertad. Entrar a definir esos dos conceptos es entrar a leer su obra inmensa, en modo alguno gratuita en una sola de sus páginas. Confundido o derrotado jamás negó su culpa ni su error. Es precisamente ese compromiso hoy devaluado entre la intelligentsia europea, el que arrastra a Semprún a ser un valedor de su acción y ejercicio literario.
Él fue quien marcó y definió con pulcritud los límites entre la literatura y la realidad, entre la visión mágica de la palabra y la visión dulce, horrible de la vida. Con esa herramienta de la razón como bisturí escrutó con habilidad las cuentas pendientes del europeo desencajado de su origen y de su propia razón de ser, se propuso ordenarlo. Al menos poner orden en la memoria que es la de todos, que es la suya, que será la raíz de las futuras generaciones.
Por eso su muerte de madrugada este martes 7 de junio no por anunciada nos causa menor dolor: lo conocimos a través de Ángel González, el poeta que le precedió en ese letargo de la conciencia que es la muerte, y con su lucidez también le acompañó en su alias como Federico Sánchez en la militancia comunista de la dictadura franquista: le conocíamos cuando nos guiaba por el horror humano del Holocausto y el inexcusable deber de ser narrado para las generaciones futuras; como guía en el alambicado mundo de la imaginación; en el ordenamiento de los hechos que el tiempo congelará pero quedarán revestidos de su valor para reconstruir el presente.
Fue Semprún quien nombró los testigos de su tiempo que ya es el nuestro: los nombres de quienes compartieron el horror de una Europa que con él se construye no sólo en las palabras sino en la memoria y lo que ella significaba históricamente: el fascismo está aquí; la dictadura está aquí; el intelectual debe estar en esta orilla y no en otra y los errores son estos…
Difícil empresa para quien armado con la pluma y una voz gutural emanando conciencia rápida de análisis rehuyó el quijotismo y empeñó su vida, ganada en el campo de exterminio de Buchenwald, para la lengua francesa y española, que es la causa suya y la de su tiempo, que ahora ya es la nuestra.
Con esa fuerza moral emprendió en los años cuarenta la alianza fuerte entre literatura y realidad conociendo las claves de a quién nombraba y a quién acusaba, conociendo también esa dislocación entre las palabras y sus referentes. En una entrevista desarrolló esa relación entre lo real y lo literario:
“¿Sabe usted qué es lo más importante de haber pasado por un campo? ¿Sabe usted qué es exactamente? ¿Sabe usted que eso, que es lo más importante y lo más terrible, es lo único que no se puede explicar? El olor a carne quemada. ¿Qué haces con el recuerdo del olor a carne quemada? Para esas circunstancias está, precisamente, la literatura. ¿Pero cómo hablas de eso? ¿Comparas? ¿La obscenidad de la comparación? ¿Dices, por ejemplo, que huele como a pollo quemado? ¿O intentas una reconstrucción minuciosa de las circunstancias generales del recuerdo, dando vueltas en torno al olor, vueltas y más vueltas, sin encararlo? Yo tengo dentro de mi cabeza, vivo, el olor más importante de un campo de concentración. Y no puedo explicarlo. Y ese olor se va a ir conmigo como ya se ha ido con otros”.
He aquí dónde enmarca Semprún los límites o fronteras entre la realidad y la escritura, entre la vida y su entrega al otro, al lector mediando el lenguaje. Ya no es la memoria oral la que ocupa un lugar de conveniencia en el orden social y generacional, manteniendo la memoria de los hechos. Semprún refiere aquí la memoria inserta en un orden institucional literario, donde no cabe sino hablar de inmersión literaria en la realidad (lo que no excluye evidentemente que la escritura desvela realidad, la transforma, etc.) La imposibilidad ya no de reflexionar sobre “el olor a carne quemada” por parte de quien ha vivido la experiencia; sino la imposibilidad de construir una realidad de palabras capaces de hacer la inmersión consciente en la transmisión de esa realidad-experiencia. Ese fue el reto de Semprún, el eje de su compromiso.
Y su última reflexión, subjetiva si se quiere, pero asumible por el europeo que empeñó su vida en describir ese desgarrón trágico que significó el Holocausto en la historia de Europa:
"Por última vez, pues, el 11 de abril, ni resignado a morir ni angustiado por la muerte sino furioso, extraordinariamente irritado por la idea de que pronto ya no estaré aquí, en medio de la belleza del mundo o, por el contrario, en su grisácea insipidez ¾que en este caso concreto son la misma cosa¾, por última vez, diré lo que tenga que decir".
Y habló.
En Buchenw
ald.
Hace un año.
Mariano Arias es escritor. Presidente de la Asociación de Escritores de Asturias.