La conciencia lúcida de Sabato
Tengo a Ernesto Sabato como paradigma del escritor puro del siglo pasado. El hombre triste, humanamente trágico, aúna lucidez y melancolía cuando la escritura es elegida como oficio libre y expresión de su ser en el mundo. En el verbo que expulsa los demonios de su generación argentina, Sabato pide libertad sin complacencia, compromiso sin excusas, nunca servilismo y sí conciencia de su estado en el mundo.
En la Argentina de su larga y tortuosa época se erigió como la conciencia luminosa y ejemplar, ni vanidosa ni orgullosa de quienes asumían su mundo de ideas y confiaban en su voz, esa ventana abierta a la realidad convulsa que atenazaba las conciencias. Y sin rehuir la crítica a la deshumanización del siglo XX y a los límites de la ciencia; él, físico competente en mecánica cuántica, elige el abismo de la estética, del arte, para construir otro lenguaje en ese mundo llamado, a falta de un término más preciso, Literatura.
Independiente —asumiendo sus equivocaciones y errores—, melancólico permanente, triste hasta la náusea, existencialista en su tiempo, abrumado por un cuerpo que se le escapaba a la conciencia, a su lucidez, escribió sobre él. Otro modo de hablar sobre la historia, que era escribir sobre su situación en el colapso agónico del mundo argentino. Confundido, solitario consciente, virgen constante cuando debía asumir nuevas ideas, Sabato nos deja el ejemplo exacto de la definición de clásico: merecedor de pertenecer a la conciencia de los contemporáneos del tiempo presente y futuro.
Se nos fue al límite del centenario, y es insuficiente cualquier razón de ello, por más que esté en la naturaleza de las cosas. Consagrado con el Premio Cervantes, rehuyó la institucionalización del escritor. Inhábil en un cuerpo que ya es odioso cuando emite señales de cansancio, ya intransigente, ya enfermo, ya transmisor del dolor de la existencia, Sabato no se rindió ni ante la palabra ni ante el arte. Imposible precisar hasta qué punto pudo conciliar esa «separación» entre el cuerpo y el alma, tal vez nunca, y acaso no tenga importancia. Pues quien en El túnel logró describirnos las sombras y tinieblas del cuerpo siendo ser, dejó en el lector el universo que cada uno construye y exige hallar una explicación; en Sobre héroes y tumbas nos entregó con esa libertad sólo permitida a quienes han cosido con estoico dolor las palabras al cuerpo, el relato angosto, poético como él quiso describirlo, de una generación para hacer justicia a la memoria de la Literatura.
Se nos fue. Quizás en silencio, ya ciego, después de dejarnos ese hermoso y trágico texto Nunca más, modelo del compromiso con la libertad y contra la dictadura militar; quizás para no interrumpir su legado inmenso, que inscribió en la literatura su nombre sin el vértigo del éxito, de la vanidad… el de la lúcida visión que las palabras procuran a quien se hace merecedor de ellas.
Siempre Sabato nos dejó esta imagen de sí mismo: «De alguna manera, nunca dejé de ser el niño solitario que se sintió abandonado, por lo que he vivido bajo una angustia semejante a la de Pessoa: “Seré siempre el que esperó a que le abrieran la puerta, junto a un muro sin puerta”. Y así, de una u otra forma, necesité compasión y cariño».
Mariano Arias es escritor y Presidente de la Asociación de Escritores de Asturias.
Fragmento de Sobre héroes y tumbas
de Ernesto Sabato
III.- Informe sobre ciegos.
Parte I
¿Cuándo empezó esto que ahora va a terminar con mi asesinato? Esta feroz lucidez que ahora tengo es como un faro y puedo aprovechar un intensísimo haz hacia vastas regiones de mi memoria: veo caras, ratas en un granero, calles de Buenos Aires o Argel, prostitutas y marineros; muevo el haz y veo cosas más lejanas: una fuente en la estancia, una bochornosa siesta, pájaros y ojos que pincho con un clavo. Tal vez ahí, pero quién sabe: puede ser mucho más atrás, en épocas que ahora no recuerdo, en períodos remotísimos de mi primera infancia. No sé. ¿Qué importa, además?
Recuerdo perfectamente, en cambio, los comienzos de mi investigación sistemática (la otra, la inconsciente, acaso la más profunda, ¿cómo puedo saberlo?). Fue un día de verano del año 1947, al pasar frente a la Plaza Mayo, por la calle San Martín, en la vereda de la Municipalidad. Yo venía abstraído, cuando de pronto oí una campanilla, una campanilla como de alguien que quisiera despertarme de un sueño milenario. Yo caminaba, mientras oía la campanilla que intentaba penetrar en los estratos más profundos de mi conciencia: la oía pero no la escuchaba. Hasta que de pronto aquel sonido tenue pero penetrante y obsesivo pareció tocar alguna zona sensible de mi yo, algunos de esos lugares en que la piel del yo es finísima y de sensibilidad anormal: y desperté sobresaltado, como ante un peligro repentino y perverso, como si en la oscuridad hubiese tocado con mis manos la piel helada de un reptil. Delante de mí, enigmática y dura, observándome con toda su cara, vi a la ciega que allí vende baratijas. Había cesado de tocar su campanilla; como si sólo la hubiese movido para mí, para despertarme de mi insensato sueño, para advertir que mi existencia anterior había terminado como una estúpida etapa preparatoria, y que ahora debía enfrentarme con la realidad. Inmóvil, con su rostro abstracto dirigido hacia raí, y yo paralizado como por una aparici&oac
ute;n infernal pero frígida, quedamos así durante esos instantes que no forman parte del tiempo sino que dan acceso a la eternidad. Y luego, cuando mi conciencia volvió a entrar en el torrente del tiempo, salí huyendo.
ute;n infernal pero frígida, quedamos así durante esos instantes que no forman parte del tiempo sino que dan acceso a la eternidad. Y luego, cuando mi conciencia volvió a entrar en el torrente del tiempo, salí huyendo.
De ese modo empezó la etapa final de mi existencia. Comprendí a partir de aquel día que no era posible dejar transcurrir un solo instante más y que debía iniciar ya mismo la exploración de aquel universo tenebroso.
Pasaron varios meses, hasta que en un día de aquel otoño se produjo el segundo encuentro decisivo. Yo estaba en plena investigación, pero mi trabajo estaba retrasado por una inexplicable abulia, que ahora pienso era seguramente una forma falaz del pavor a lo desconocido.
Vigilaba y estudiaba los ciegos, sin embargo. Me había preocupado siempre y en varias ocasiones tuve discusiones sobre su origen, jerarquía, manera de vivir y condición zoológica. Apenas comenzaba por aquel entonces a esbozar mi hipótesis de la piel fría y ya había sido insultado por carta y de viva voz por miembros de las sociedades vinculadas con el mundo de los ciegos. Y con esa eficacia, rapidez y misteriosa información que siempre tienen las logias y sectas secretas; esas logias y sectas que están invisiblemente difundidas entre los hombres y que, sin que uno lo sepa y ni siquiera llegue a sospecharlo, nos vigilan permanentemente, nos persiguen, deciden nuestro destino, nuestro fracaso y hasta nuestra muerte. Cosa que en grado sumo pasa con la secta de los ciegos, que, para mayor desgracia de los inadvertidos tienen a su servicio hombres y mujeres normales: en parte engañados por la Organización; en parte, como consecuencia de una propaganda sensiblera y demagógica; y, en fin, en buena medida, por temor a los castigos físicos y metafísicos que se murmura reciben los que se atreven a indagar en sus secretos. Castigos que, dicho sea de paso, tuve por aquel entonces la impresión de haber recibido ya parcialmente y la convicción de que los seguiría recibiendo, en forma cada vez más espantosa y sutil; lo que, sin duda a causa de mi orgullo, no tuvo otro resultado que acentuar mi indignación y mi propósito de llevar mis investigaciones hasta las últimas instancias. Si fuera un poco más necio podría acaso jactarme de haber confirmado con esas investigaciones la hipótesis que desde muchacho imaginé sobre el mundo de los ciegos, ya que fueron las pesadillas y alucinaciones de mi infancia las que me trajeron la primera revelación. Luego, a medida que fui creciendo, fue acentuándose mi prevención contra esos usurpadores, especie de chantajistas morales que, cosa natural, abundan en los subterráneos, por esa condición que los emparentó con los animales de sangre fría y piel resbaladiza que habitan en cuevas, cavernas, sótanos, viejos pasadizos, caños de desagües, alcantarillas, pozos ciegos, grietas profundas, minas abandonadas con silenciosas filtraciones de agua; y algunos, los más poderosos, en enormes cuevas subterráneas, a veces a centenares de metros de profundidad, como se puede deducir de informes equívocos y reticentes de espeleólogos y buscadores de tesoros, lo suficiente claros, sin embargo, para quienes conocen las amenazas que pesan sobre los que intentan violar el gran secreto.
Antes, cuando era más joven y menos desconfiado, aunque estaba convencido de mi teoría, me resistía a verificarla y hasta a enunciarla, porque esos prejuicios sentimentales que son la demagogia de las emociones me impedían atravesar las defensas levantadas por la secta, tanto más impenetrables como más sutiles e invisibles, hechas de consignas aprendidas en las escuelas y los periódicos, respetadas por el gobierno y la policía, propagadas por las instituciones de beneficencia, las señoras y los maestros. Defensas que impiden llegar hasta esos tenebrosos suburbios donde los lugares comunes empiezan a ralear más y más, y en los que empieza a sospecharse la verdad.
Muchos años tuvieron que transcurrir para que pudiera sobrepasar las defensas exteriores. Y así, paulatinamente, con una fuerza tan grande y paradojal como la que en las pesadillas nos hacen marchar hacia el horror, fui penetrando en las regiones prohibidas donde empieza a reinar la oscuridad metafísica, vislumbrando aquí y allá, al comienzo indistintamente, como fugitivos y equívocos fantasmas, luego con mayor y aterradora precisión, todo un mundo de seres abominables.
Ya contaré cómo alcancé ese pavoroso privilegio y cómo después de años de búsqueda y de amenazas pude entrar en el recinto donde se agita una multitud de seres, de los cuales los ciegos comunes son apenas su manifestación menos impresionante.