La dantesca estética de la violencia
Lo acabamos de ver en las últimas imágenes de Muamar el Gadafi agonizante. Esa muestra del final ensangrentado donde la realidad se confunde con la ficción, y donde el miedo se vislumbra en las miradas convulsas de los últimos instantes. Y lo vimos hace unos años con el ahorcamiento de Sadam Husein, el derrocado presidente de Irak, otro gesto barbado ante el lazo impronunciable de la muerte colgando ante sus ojos vidriosos por el terror irresuelto. Lo venimos viendo desde hace muchos años con los muertos provocados por ETA. Esa variada presentación maligna de las víctimas en diferentes posturas, lugares, momentos y circunstancias que nos ofrecía la televisión cada cierto tiempo, siempre sin aviso para prepararnos ante el colapso emocional que nos provocaba ese instante de muerte asaltando los telediarios de cada día a cualquier hora.
Los vimos desde hace mucho, cuando todavía éramos adolescentes, el asesinato de John Fitzgerald Kennedy, con la sangre saltando de su cabeza malherida, luego el asesinato del asesino loco, Lee Harvey Oswald, en aquella escena ante los policías medio vaqueros todavía, con sombrero tejano, absortos de incredulidad e incompetencia, en el año 1963, tiroteado por un pistolero al estilo años veinte en la guerra de las bandas comandadas por Al Capone. Poco después vimos la estética abatida de Robert Kennedy, enlazado sobre el suelo a un reguero de sangre en el hall de un hotel. Porque la estética de la muerte violenta no entiende de hombres justos ni de dictadores.
Todo ese resultado de muertes sociales provocadas por emociones encontradas, debidas a pensamientos diferentes, a locuras imprevistas, a desmanes mentales incontrolables, fabrican luego esas estéticas que la televisión nos trae a los postres. Y no está todavía aquí el final de este mundo de sangre televisada, porque la realidad de hoy se encuentra incubando más imágenes parecidas. Porque hay, especialmente, en los políticos absolutistas un aferramiento a los poderes usurpados a la libertad, que acaban llevándolos hacia las pantallas de las televisiones mundiales a lomos de su propia sangre en revoltijo. Tal vez sin darse cuenta, o tal vez sí, porque la mente es obcecada y esquizofrénica, algunos dictadores del momento están asfaltando el camino hacia su agonía pública. Hubo algunos otros que por prudencia, miedo o por las secuelas propias de la edad se han ido sin colaborar en su fin precipitado y lleno de tormento.
Mientras se produzcan dictadores a expensas de su entorno interesado y comercial, estos finales acaban llegando más tarde o más temprano. Pero nunca llegan solos. Llegan luego de un largo tránsito sobre alfombras urdidas con cadáveres de sus propios conciudadanos, de aquellos que no han querido beber del mismo vaso de la intransigencia, de aquellos que no han querido compartir mantel para ingerir los mismos abusos, para degustar la amarguraza, disimulada con el paternalismo, de la injusticia; con la opresión y el terror arracimado alrededor de policías que concitan en su uniforme toda la reprensión por mandato, calle a calle, puerta a puerta.
No se han terminado los abusos ni se han acabado los desmanes en nuestro entorno de la patria global, pero se irán extinguiendo poco a poco. Lástima que muchos de ellos, que se habían forjado en el salvamento de todos nosotros por mandato divino, —casi nada— o se erigieron en directores generales ciudadanos, rompiendo la batuta de la libertad ante los ojos atónitos de sus pueblos, se han quedado en sus camas alegremente, es un decir, agonizando. Y otros que todavía pueden disfrutar, —¿es posible?— de su vejez entre agasajos interesados fuera de los sillones del poder. Con el final de ETA, y la caída de algunos dictadores se está allanando el camino para que las pantallas sean más livianas cada tarde.
José María Ruilópez es escritor