LAS PALABRAS DE CARACOLA
-Presentación del autor de Francisca Aguirre en las XII jornadas “Mar adentro” de Candás
Lauren García
“Este mar no lo conoce nadie/ salvo el propio corazón y su incierto destino”. Así, la poesía de Francisca Aguirre conversa con una lengua viva, de los piélagos conocidos y lejanos en los que se reconoce el alma, el sentimiento ignoto que nos lleva a lugares remotos para aprobar el sentimiento. Allí late una voz interior que suena y resuena para una poeta que dona su escritura irrevocablemente. La artesanía moldeada a lo largo de varias décadas de convertir la sencillez en hondura, de que el poema dialogue con su interlocutor como un amigo entrañable en la familiaridad de las letras. También, por supuesto, la labor de reescribir la historia, de exigir la puntualidad de los vagones de cola, el cese de los cruentos bombardeos, la damnificación de los perdedores; la exigencia de que el olvido sea nada más que una enfermedad pasajera.
Posee Francisca Aguirre la agraciada y agradecida varita mágica de convertir lo que toca en lírica pausada, bello polvo enamorado. Un hermoso oficio como el mar labrado en una tarde de Madrid mientras la ciudad escucha agazapada lo que ella escribe.
Poemas que conocen el dolor, y después lo desarman como una herida borrosa donde no planea el alma, por la vida no se pagan peajes para estacionar la palabra. Una música que nos convierte en hielo y fuego, que viene “del oscuro atropello de las arterias del planeta”. Nostalgia de un tiempo gris en el que la amistad entroncaba las relaciones humanas con la literatura; versos como un halo salvador y un eco que se alarga en el futuro. Siempre estará el amor tendiendo puentes indestructibles con su consabida sonrisa generosa hacia los desheredados.
La edad del cobijo donde arde el recuerdo de “una niña que espera en un muelle lejano/ y una mujer que sabe que los muertos no mueren”. Fotografías que enhebran la nostalgia, una nana meciendo el tiempo con un fragor de cadencia templada y suave sobre la realidad y esa tristeza, animal herido e hiriente, cuyas “lágrimas nos lavan con modestia”. Una voz conciliadora al tratar sobre la anatomía y poderosamente recordar que “los ojos miran hacia adentro/ y allí resuena el viento sobre la cosecha”. Una canción trasnochadora recordándonos el destino de la carne, el tango de la herida absurda en “el sortilegio errante de las noches”. Una letra, un estribillo, justificando el día a día. El deber de pedir una tregua que se prolonga en el horizonte, tiempo acurrucado “de una luz que suspende la tristeza”. La literatura que requiere un encuentro ansiado con la niñez sin tintes exultantes: “Nadie regresa nunca a la niñez/ aunque su corazón siempre lo intente”. El tránsito en galope literario para asubyugar el desánimo.
La obra de Francisca Aguirre posee fe en la vida, en el palpable asombro de latir: “Rozar la sombra de una hoja/ me parece la confirmación del Paraíso/ acariciar un animal me resulta tan familiar como la certidumbre del fuego. / Lo vivo quema”. También un humor ensamblado de ternura, que asiente que “la tímida sonrisa sea tal vez una prueba de la existencia de Dios”.
El oficio del poeta no es baladí, ni de exclusivo patrimonio de las musas exquisitas y fulgurantes; la tinta preciada del talento ha de regar las entrañas con la dignidad de un mensaje meridiano: “Detrás de una estafa que ensucie a una palabra/ debería asomar una guadaña”. De nuevo, la memoria, que es “un manantial que riega la inocencia”. La poeta entre guitarras, alegrías y llantos se enfrenta al “silencio como un musgo veloz”. El náufrago, que conoce las veleidades y sinsabores del mar, y pese a todo se sabe libre porque tiene “toda la tierra esperándome”.
La extrañeza de la reincidencia en la aventura, el regreso cíclico y, quizás más sosegado, Ìtaca desnortando el ala del sombrero:“regresaré, y como en los buenos tiempos/ haré la peligrosa travesía de tomar una taza de café”. Una carga de filosofía vital revestida y henchida de fraternidad que apunta “dibújate el futuro en la frente”.
Francisca Aguirre abre la casa de la poesía del yo al nosotros porque “La inocencia nos obliga a creer en los milagros”. Y hoy este Candás de milagros marítimos y literarios repite aquellos versos suyos: “Cae sobre mí la túnica del aire/ y una música pálida y remota/ suena en mi corazón convaleciente/ como resuena el mar en una caracola”. Quedan ustedes con Francisca Aguirre y las preguntas azules de la poesía. Nada más que ella conoce la espuma de las respuestas.