Recuerdo una conferencia que dio en Oviedo para Tribuna Ciudadana —Somos cuentos de cuentos contando cuentos—, y cómo después algunos fuimos a la cena en la que, entre otros, Manuel Herrero Montoto mantuvo un bien hilado e interesante diálogo con el escritor portugués a propósito de Las tentaciones de San Antonio de Gustave Flaubert. Recuerdo también la presentación de Gustavo Bueno: insignificante, prescindible, hueca, inoportuna e insoportablemente presuntuoso. Desconozco quién se quedó con la grabación magnetofónica de esa intervención que José Saramago ofreció en Oviedo un 13 de junio de 1995. Quien la tenga tiene un tesoro en sus manos y también la posibilidad de devolvérmela. Él mismo me autorizó en su casa de Tías para realizar una transcripción de la misma con el fin de hacer un comentario y publicarla. Nunca pude hacerlo porque antes, tonto de mí, se la presté a tres escritores asturianos y por arte de birlibirloque desapareció de mi control para siempre.
Recuerdo, como si fuese ahora mismo, su hospitalidad en Lanzarote cuando le llamo por teléfono y me invita de inmediato a su casa a tomar una cerveza. Recuerdo a su mujer, Pilar del Río, morena, guapa, joven, desinhibida, interesante, trasteando tras el sofá como una niña y cómo con el rabillo de sus ojos el escritor la exonera con una sonrisa cómplice y diplomática, dejándome tranquilo, como quien dice no te preocupes, así son ellas o casi y, ya ves, esta es mi casa, esta es mi gente y no tengo mucho más que contarte. Recuerdo que me habla de sus paseos por la Montaña Blanca, sus pasos largos y esforzados, su duda y su método, su quehacer y sus proyectos y Pilar tras el sofá buscando lo que alguien tal vez perdió en algún convento. Quién sabe. Hay mujeres infatigables que buscan hasta la última estrella.
Recuerdo la conversación sobre los cuentos, sobre los sonidos de su infancia —la voz pausada, intemporal, la sonrisa permanente en la mirada—, sobre la castración de los cerdos y el miedo, el pavoroso terror de la sangre y los gañidos lancinantes.
Recuerdo al cabronazo de ese enano de perro llamado Pepe. No para de morderme los bajos. José Saramago dice:
—No, no, estate quieto. Así no te hará nada.
Y un cuerno. Yo estoy quieto y el enano sigue mordisqueándome los pantalones, arañando el suelo como si fuera el silbido rabioso de la uñas de un cadáver. Así que en un descuido le doy con la punta del pie en el hocico y desaparece, ladrando, contrariado, o eso creo. Creo que José se da cuenta. Mejor. Les pido tres favores. Uno: que acepte la invitación que le traslado de boca de Miguel Munárriz para asistir a los Encuentros de literatura de Oviedo el próximo mes de diciembre; dos, que me aconseje un restaurante para cenar y tres, que me pidan un taxi, por favor. Aprieto su mano, nos miramos cara a cara, como si eso bastase para firmar un acuerdo, a la misma altura: percibo a un hombre afortunado. Pilar me acompaña hasta la calle, alza la mano y para al primer coche que baja junto a la acera de su casa, habla en guanche con el conductor y su acompañante. No sé de qué hablan, pero Pilar me da dos besos y dice:
—José irá a Oviedo. No te preocupes. Al mejor restaurante que puedes ir ya te llevan ellos. Cuando llegues, le dices al dueño que vas de nuestra parte. Y aquí, entres nosotros, no acostumbramos a pedir un taxi. Es mejor ayudarnos unos a otros. Taxi somos todos.
En fin, recuerdo a un hombre que supo decir no a una mujer y seguramente también a otras. Recuerdo su despacho: un hombre metido en un tiempo de otro tiempo a caballo entre los tiempos contando su tiempo. Ya lo dijo él: somos cuentos de cuentos contando cuentos. Y recuerdo un 14 de diciembre de 1995 en Oviedo, en el Café Español y luego cenando y paseando con él por la ciudad antigua. La memoria me devuelve el aire limpio de un hombre exquisitamente humano. Un hombre con el que no estaba de acuerdo. Así es la vida, extraña.
Recuerdo a Saramago: ojalá que la tierra y el futuro le sean leves.
Y todavía recuerdo aquel anochecer de septiembre de 1995, en la mesa de un pequeño restaurante: unos hombres tranquilos jugando a los bolos, unas muchachas escondiéndose hacia la luz oscura, el mar y la noche de plata refulgiendo en su almíbar de luz. Ahora cae el telón. La muerte destruye al hombre. Y el olvido le gana la partida a la pena. Quién sabe a estas alturas si Dios quiere o no quiere existir (¿se lo habrá preguntado ya Saramago?). Al fin, es la misma canción de siempre: somos pequeños trozos de tiempo contando —narrando, viviendo, siendo— insignificantes estancias de nuestro tiempo.
10 propuestas de José Saramago.
Realizadas con motivo de su intervención en Oviedo el 14 de diciembre de 1995, durante
«Los encuentros: 50 propuestas para el próximo milenio».
1.- Desarrollar «para atrás».
2.- Crear un sentido nuevo de los deberes humanos.
3.- Vivir como «supervivientes».
4.- Evitar que las religiones continúen siendo factores de desunión.
5.- «Racionalizar» la razón.
6.- Resolver las contradicciones entre «cada vez estamos más cerca» y «cada vez estamos más lejos».
7. Definir éticas prácticas de producción, distribución y consumo.
8.- Hacer desaparecer el hambre del mundo.
9.- Reducir la distancia cada vez mayor entre «los que saben» y «los que no saben».
10.- Regresar a la filosofía.