Luz artificial. Por Francisco Alba. 19/02/2009.

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El joven Robert Louis Stevenson escribió una admirable apología de las farolas de gas; yo escribo, con su permiso, una diatriba contra las farolas eléctricas. La razón es muy sencilla: no nos dejan ver el cielo estrellado.
 
En esta noche fría y despejada de octubre apenas puedo intuir las constelaciones desde la ventana. Tengo que poner el brazo por encima de la luz artificial para alumbrar la oscuridad del firmamento. Apenas puedo reconocer las estrellas de mayor magnitud. Cuando tenía dieciocho años me aficioné a la astronomía, recuerdo haber visto el orto de Spica, la estrella más brillante de la constelación de Virgo, a altas horas de la madrugada, detrás de Entrepeñas, la montaña que estaba al este de mi pueblo.
 
No hay fenómeno natural más imponente que la noche estrellada. Mi amigo Felipe Romero que fue marino durante un tiempo me cuenta cómo en alta mar el cielo estrellado es un espectáculo inolvidable, “no te haces idea de lo que ilumina la luna llena, me dice, cuando la observas desde la cubierta del barco”. Felipe es un hombre valiente que ha navegado por el golfo de Guinea, ha atracado en un puerto de Angola y ha tenido la inmensa suerte de ver el hemisferio sur, esas constelaciones que no son visibles desde Europa. Ha visto la Cruz del Sur, Alfa Centauro, las nubes de Magallanes, Achernar, Canopo, Fomalhaut…
 
El cielo invernal es el más hermoso del año: Orión brilla imponente con Betelgeuse y Rigel y el cinturón que componen Alnitak, Alnilam y Mintaka. Los nombres de la mayoría de las estrellas tienen una resonancia exótica, un encanto oriental como de las Mil y una Noches; son restos de la Edad de Oro del mundo musulmán, cuando los astrónomos árabes, en la lejana Edad Media, eran los más reconocidos del mundo. Es visible casi en el cénit Aldebarán, una gigante roja, a la que Unamuno dedicó un precioso poema (Rubí encendido en la divina frente…) y las Pléyades, de las que habla Hesíodo. Sirio, más al sur, brilla con su poderosa luz, la estrella que adoraban los egipcios. En la constelación de Perseo está Algol, la estrella del demonio, que es una binaria eclipsada, un sistema de dos estrellas que giran una alrededor de la otra. ¿Quién no ha distinguido alguna vez la “w” que forma la constelación de Casiopea?
 
En verano, si la noche es oscura, puede verse a simple vista la galaxia de Andrómeda, el objeto celeste más alejado de nuestro minúsculo planeta. Sólo está a dos millones de años-luz. Con la luz artificial perdimos ese sentimiento que durante milenios encogió el alma de los hombres. Kant dijo que el día es bello, la noche es sublime. Cuántas veces levantaría la mirada al cielo, ese cielo casi nórdico de su Königsberg natal: “Dos cosas llenan el ánimo de admiración y respeto, siempre nuevos y crecientes, cuanto con más frecuencia y aplicación se ocupa de ellas la reflexión: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral en mí.” dice la conclusión de la “Crítica de la razón práctica. Esa frase es su epitafio.
 
Vivimos una época curiosa: los telescopios nos envían imágenes de los quásares más lejanos, de cúmulos de galaxias remotísimos, pero somos incapaces de distinguir a simple vista la Osa Mayor. No es diferente esta inversión de la que representa la televisión o el cine: la imagen ha suplantado a la cosa; la imagen, y no el objeto, es lo real. El telescopio penetra en el espacio como una bala en la carne, pero las farolas difunden una luz que apaga el cielo.
 
Si el mundo retornara a una edad bárbara (cosa perfectamente posible) y ya no fuera posible sostener nuestra civilización con el enorme gasto de energía que requiere lo primero que aparecería sobre la cabeza confusa de los hombres sería el cielo estrellado. El temor reverencial de la noche profunda.

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