A mí me gusta mirar mujeres. Encuentro un goce en ello, me da felicidad. A Sándor Márai también le gustaba mirar mujeres. En especial a la suya. En su diario dice que a pesar de que su mujer cada día oye menos, y entra con tristeza en la senilidad, y ya no ve la comida, y cada vez aprecia menos los alimentos, y a veces pierde la orientación, ella sigue siendo tan guapa a sus ochenta y siete años como lo fue de joven, de otro modo, pero sigue siendo guapa. Márai también dice que no sabe cuánto aguantará su cuerpo, pero quiere estar junto a ella hasta el último momento, ayudarla y cuidarla. Pero, sobre todo, mirarla.
A mí también me gusta mirar mujeres. En cualquier ocasión, pero sobre todo cuando se prueban zapatos. Porque para ellas los zapatos no son accesorios, sino un atributo de su femineidad, de su anatomía. Y cuando ellas se los ponen es como si se desvistieran, son un elemento más de su desnudez. Hagan la prueba. Que sus chicas se desnuden y se coloquen en la cama con un bolso o un sombrero y verán que son mujeres desnudas con bolsos y sombreros. Ahora que se acuesten con unos zapatos de aguja y sólo verán a una mujer desnuda. Y qué me dicen de mirar mujeres cuando ellas se miran a sí mismas mientras se prueban los zapatos. Eso ya es algo litúrgico, amigos. Tienen que darse cuenta de que ellas, cuando analizan su figura frente a un espejo, no empiezan nunca en los pies, sino que hacen un recorrido visual que empieza en la cabeza y acaba en los zapatos. Porque primero comprueban el efecto que causa la elevación de los tacones en su anatomía, y después miran los tacones. Resulta maravilloso su interés por ver cómo han cambiado los puntos de gravedad de su figura, cómo se han espigado. No me digan que no es sublime.
No, nunca me cansaré de mirar mujeres, se lo aseguro, de admirar su sentido de la observación, su intuición. De ver cómo se ponen y quitan sus zapatos de tacón con esa forma de comunicarse que nunca entenderemos, como si nos recitasen poemas en un cadencioso y dulce idioma extranjero. Y cuando las pilas se nos agoten y nuestras linternas parpadeen, y sintamos la muerte como algo ya no meramente intelectual y nos rodeen los medicamentos y los desmayos y los mareos, yo mismo ayudaré a mi chica y la cuidaré hasta el último momento, pero sobre todo le probaré los zapatos cuando ella no pueda y miraré su desnudez de ochenta y tantos como si fueran veinte, porque seguirá siendo guapa, de otro modo, pero lo seguirá siendo. Quién podría dejar de hacerlo.