Mujer en la guerra: Sobre Penal de Ocaña, de María Josefa Canellada. Por Manuel Prendes Guardiola (03/03/2010).

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Cuando Carmen Martín Gaite se alzó con el premio “Café Gijón” gracias a su primera novela El balneario, dejaba en puertas del premio María Josefa Canellada (1912-1995), asturiana de Infiesto y prestigiosa filóloga desde su tesis pionera sobre El bable de Cabranes (1944) y sus clases en Madrid y Salamanca. A lo largo su vida, la profesora Canellada acumularía más y más clases en diferentes centros, ediciones de autores clásicos y trabajos sobre fonética castellana y lengua asturiana (de cuya Academia pasó a ser miembro en 1981, al igual que su esposo Alonso Zamora Vicente lo fue de la Española): una brillante acreditación como superviviente de la irrepetible Facultad de Letras de la Universidad Central (hoy Complutense) anterior a la guerra civil, donde había sido colaboradora de Pedro Salinas y Tomás Navarro Tomás. 

Aquella novela de 1954, Penal de Ocaña, estaba precisamente ambientada en la contienda e incluía algún detalle autobiográfico. Adoptaba la forma del diario de una ficticia compañera de universidad, María Eloína Carrandena, también humanista y de familia asturiana, movilizada como enfermera en la retaguardia del frente de Madrid. Ese mismo “Madrid rojo” y esa misma guerra civil sobre los que por aquellos años sólo se publicaban en España panegíricos de los vencedores o bien vagas y angustiadas reminiscencias. Penal de Ocaña era un relato distinto: el propio título, que podría augurar un relato más del subgénero “de cautiverio”, designa el edificio que la protagonista-narradora ayuda a transformar en hospital de campaña. Ya muchas páginas antes de llegar al penal, ha ido registrando sus impresiones de la capital sitiada en notas donde las fechas no tardan en desvanecerse.

“No tengo calendario, y no sé en qué día vivimos”: la eternidad –atributo divino – no significa tanto una duración incesante como el que la misma noción de tiempo deja de existir. A medida que ésta se va difuminando en el diario, también se desprende la protagonista de las ataduras del reino de este mundo. El sabor de autenticidad de la historia se encuentra no en su carácter de documento o testimonio, sino en el repliegue sobre una realidad menos espectacular, fuera de los frentes de batalla, en el espacio de un hospital al que afluyen los heridos, los enfermos, los desvalidos y los desesperados. Un panorama en el que no hay morbosidad, donde más bien resplandecen detalles de poca importancia desde la perspectiva de la violencia, pero que generan pequeños espacios de sentido en medio del absurdo.

La razón que define el comportamiento de María Eloína es la entrega absoluta a una misión libremente aceptada. Podría haberse puesto a salvo en el extranjero como sus padres o su amiga, pero desde la primera página (“Yo no espero nada. No es hora de esperar sino de hacer”) se cuidará de repetirse su voluntad y su deber, quizá para no darse la oportunidad de olvidarlo: “No puedo cruzarme de brazos ante todo esto que pasa. Tengo que ayudar a alguien, a quien pueda a mis hermanos y a estos que no lo son”. Esta donación conlleva más queuna renuncia a sí misma, a todo cuanto posee. Aquello que no puede dar a los demás es un lastre del que irá deshaciéndose, como ese reloj que desde el comienzo lleva en su “muñeca huesosa”, y que pierde en un día de “todos los desastres juntos”. Cuando yacreía no poder entregar más, es feliz de descubrir que puede donar su sangre a los enfermos. Todo su mundo lo lleva consigo, y desde él logra hacer que nada falte a sus enfermos, o volcarse en secretos detalles de generosidad con sus compañeras, como cuando solicita compartir su turno con la que más antipatía inspira a todos. 

La joven enfermera abandona el antiguo penal cuando en éste irrumpe la mortífera realidad de fuera, no en forma de heridos a los que aliviar antes de que regresen al horror de los frentes, sino de purgas políticas con las que se niega a colaborar. Por otra parte, el lector es consciente a esas alturas de que a la heroína no le queda ya nadade lo que puedadesprenderse: es el momento de desaparecer del mundo y poner fin a su relato.

Late en todo el libro un sentimiento religioso en pugna con el pesimismo existencial que se propagaba por la novela española y europea de la posguerra. Canellada residió en Buenos Aires de 1948 a 1952, y es posible que allí trabara conocimiento con la filosofía existencialista, cuyo núcleo en lengua castellana era por entonces la capital del Plata Sin embargo, la narradora de Penal de Ocaña expresa una vivencia espiritual íntima en la línea de una literatura católica que en la narrativa española, al contrario que en lengua inglesa o francesa, ha tenido poco arraigo. El secular catolicismo social español no parece haber beneficiado precisamente el catolicismo literario, del que no obstante siempre se pueden acabar encontrando ejemplos meritorios, no puramente dogmáticos y formales. Como el caso de cierta poesía española de posguerra, al estilo de la de Leopoldo Panero o Luis Felipe Vivanco, en la que no es difícil encontrar, como en Penal de Ocaña, páramos simbólicos, desnudos y serenos, estancias vacías o corazones que buscan y hasta encuentran la paz en medio de un mundo derruido.

Casi a la manera de Georges Bernanos, un médico heterodoxo manifiesta a la heroína que “El milagro rodea por todas partes”. Ella misma aprende a reconocer lo maravilloso en medio de la angustia cotidiana. Los caramelos que regala a sus enfermos, o con que atiborra el macuto de su hermano “me nacen espontáneamente aquí; yo no los compro ni los busco”. Rescata todos los rasgos de simpatía, nobleza o ternura que encuentra en quienes la rodean. Trata, en definitiva, de poner “cadenas de luz” a “la negra tristeza de sus fondos” que en cualquier momento vuelve
a querer levantarse. De los milagros diarios, no es el menor la belleza
insospechada y repentina, desde lo más toscamente material (el paciente de “rostro tostado como una corteza de pino casi”, que cuando anda sin muletas “anda a saltitos como un gorrión entre cama y cama, como un gorrión que fumara mucho”) hasta rozar el misticismo (“Allá arriba hay calandrias de esas que cantan sin cesar, que se hacen transparentes y azules de tanto cantar, y que ya luego no se ven”). Todo siempre en apuntes veloces, fragmentarios, con vocabulario sencillo hasta casi el desaliño pero que logra imágenes y ritmos internos cercanos al poema en prosa.

El elemento ideológico, esperable en cualquier novela “de la Guerra Civil”, está presente en momentos puntuales. Secretamente, la protagonista se reconoce partidaria del triunfo de los “nacionales”, lo cual ignoro si procede de una honda convicción personal –escasean los argumentos sobre ello– o bien se trata de una concesión de la autora con el fin de facilitar la publicación de la novela. De haber sido por esto último, no bastó: los censores debieron de considerar intolerable esa plácida evocación de la retaguardia enemiga y el retrato amable de tantos jóvenes milicianos (entre ellos, el propio hermano de María Eloína), y hasta 1964, diez años después de su redacción, no abrieron la mano para publicarla, aún con alguna mezquina supresión “documental” sobre el apoyo alemán a Franco.

Sin embargo, el documento de Penal de Ocaña no era –ni es, para quienes aún lo puedan encontrar en alguna librería de viejo o biblioteca– ideológico, sino puramente espiritual, sentimental, intelectual, que todo se confunde. Por encima de colores y banderas, sufrimiento y amor son universales; por encima de otras valoraciones generales priman el dolor y la protesta por la tragedia personal y colectiva (“La única y evidente verdad es que a nosotras solas se nos hace pagar la guerra. Con carne y sangre nuestra, con pedazos de vida nuestra, se pagan todas la guerras del mundo”). Quizá por ello María Eloína no debía sobrevivir a la guerra: con el vengativo mundo de la posguerra habría sido incompatible el alma que declara “Los míos son todos, los vencidos, estos pobres campesinos y pastores que dan su vida –¡la maravilla sin nombre de una vida humana!”. En parecidos escenarios, un joven irlandés compuso unos versos tan desoladores que debieron modificarse para servir como himno a sus compañeros de las Brigadas Internacionales: “Hay un valle en España llamado Jarama:/ es un lugar que todos conocemos muy bien / porque en él arruinamos nuestra juventud / y nuestra edad madura en gran parte también”. Por esas vidas, por todas, pierde también su juventud y vida entera la protagonista de Penal de Ocaña.

 

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