Pan con aceite: acerca de Libro de familia,de Félix Grande. Por Javier Lasheras. 18/01/2012

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 Pan con aceite: acerca de Libro de familia, de Félix Grande

 

Javier Lasheras.

No es fácil escribir muy bien y al mismo tiempo decir algo que realmente no sobre, ni acertar siempre con las lecturas y personas, con los amigos y artistas que sugieran y empapen el cortex prefrontal del autor con la debida excelencia y el talento apropiado que lo dispongan a la escritura, a la belleza y, en definitiva, a la literatura. No. No es fácil. Menos aún acercarse al idioma con finura y elegancia en el porte y hasta en las yemas y las canas o en las cicatrices y los callos. No, no es fácil. Y sobremanera cuando resulta imposible encontrarle atajos a menos que delaten una urgencia precoz o una presbicia incómoda.

Pero cuando a la tectónica del silencio y su rumia le sigue la lúbrica y fecunda fortuna del álgebra del lenguaje, en ese instante sucede —y que suceda sólo es una sospecha apenas vislumbrada por quien esto suscribe y opina— que uno desboca el bolígrafo y quema los folios, quizá desde la arrogancia de la edad, toda vez que uno ya ha comprendido los arcanos mayores de la literatura; y entonces, con una felicidad a contracorriente de la corrección estúpida y reaccionaria, con la alegría en el cuello de la camisa y la chaqueta del estilo, burla burlando la moda de la inconsistencia y sus acólitos, con las manos llenas de terrones gigantes de ritmo y léxico o como si contara lentejas brillantes una a una y sobre la mesa a la que se han convocado los sacramentos de los años y su magmatismo, resulta, entonces, que uno le pierde el respeto al idioma: observa, triangula, calcula y obtiene los resultados de un lenguaje que responde y explica verso por verso la cosmogonía necesaria y eucarística del Universo: por la vida, el amor y la conciencia. Esto es, grosso modo, Libro de familia, de Félix Grande. ¡Qué alegría da leer cómo en él se convoca a los planetas todos y a las galaxias enteras y hasta a los agujeros negros para hablarles y nombrarlos de nuevo y pedirles disculpas y perdonarles y así quedarse uno a gusto con la vida, el amor y la conciencia! ¡Qué zumo tan feroz y bendito nos brinda este menesteroso con sus innumerables trilces, su alborozo de mujer llena de amparo y felicidad y vejez y pastillitas, su herencia de carne ya iluminada, la taza de aceite, el dolor, el pozo, la culpa, la calumnia, el perdón, la lágrima, la nana, y el que no canta las prosas / y el que no relata el verso / además de mal poeta / resulta mal pregonero,… y hasta el qué sé yo de una palabra alemana almosenfrau: mujer que vive de la caridad, mujer que vive de la limosna!

Y en esta familia, en esta narración, los abuelos, suegros, padres, hermanos, hijos, tíos, sobrinos y cuñados cuentan tanto como toda la tribu, interminablemente con la tribu. Y cuentan también —hay que hacer cuentas para armarse y no convertirse en quejicas secuestrados por la jactancia fatal de don dinero— los aspavientos de la historia, el légamo oneroso de una guerra, la jeta hosca de un político y todos los desplantes de esa cofradía y sus secuaces más aventajados, y suma la música, la de las criaturas del dolor, los entregados en las herrerías, las corralas y las tabernas, en las cárceles y en los lenocinios, los entregados a los borrachos que beben para olvidar / y para recordarlo todo o para esas mujeres / arremangadas e infelices / que se la chupan a los hombres / por lo que les quieran pagar. Y trae a ese festín feliz, tras ese concierto prodigioso, libertario e irreverente para órgano y guitarra, a toda la prole que cita con sus dedos alados un tal Paco de Lucía,germinal y futuro, y a la prole horizontal y cóncava en su reposo, nota contra nota, que habita dentro de la cuchara convexa y proteica de Johann Sebastian Bach. Y suma y sigue caminando por las calles y avenidas cuyas aceras están repletas de manriques y vallejos, aguirres y machados, sánchez y ruices, kafkas y vitieres, hierros y rosales, juntos y testarudos, en lo junto, claro. Un junto que con honradez extrema apunta en el debe, ese préstamo que devuelve de largo a cada uno de sus deudores, con el interés justo y jugoso del recuerdo debido en la luz de los versos o las palabras insertadas en cursiva, tumbadas —echaditas diría él— para su mejor acomodo. Y encima les muestra a todos ellos, nos muestra, el fruto de su inversión y de su frente: once poemas escultóricos, puro músculo del sustantivo, gimnasia del adjetivo, felices aportaciones, filigrana y engarce de sílabas y rimas, versos y estrofas. Y así va transcurriendo la vida por estos once poemas, once cuerdas del universo para transitar por los mundos de los cielos y los infiernos, el sacrificio y el dolor, la alegría y la felicidad, el miedo y la culpa, la humildad y la arrogancia (¿no son acaso ya lo mismo?), el arte de la vida, de la música y de la poesía, once poemas de pan untados en el aceite de una taza derramada durante la infancia que provoca un seísmo de enfermedad y otro de belleza, once cuerdas como once cabos para recoger cuando cerremos el libro y así partir con ellos de vuelta hacia el origen del mundo.
 
En fin, dicen los entendidos que la literatura es consuelo y reconocimiento. Será. Pero bendita sea esta terapia de la música y el espejo. No me extraña nada que las mariposas de la portada suelten lágrimas de alegría por la felicidad y el idioma del autor de este libro y no me extraña en absoluto que los delfines remonten una y otra vez los ríos de cualquier tierra para saludar a sus hermanos. Señoras todas, sean ustedes bienvenidas. Salud, señores. Siéntense donde más gusten. Están en su casa. Tomen lo que quieran. Aquí tienen el pan de esta mañana y aceite en abundancia. Mojen, mojen. También tenemos tortilla de patatas y luego un brandy Peinado y unos polvorones que es pura orgía. En fin, ojalá sepan ustedes escuchar. Libro de familia no esconde secretos. Los atesora. ¿O qué otra cosa esperan después de 155 páginas y más de 4000 versos?

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