Para detener lo fugaz recomendaba Julio Llamazares en Escenas de cine mudo fijar la vista en las cosas efímeras: esas nubes que pasan, por ejemplo, o las bolsas de plástico que arrastra el viento y un personaje de American Beauty se entretenía en filmar con cámara digital. Retener ese tipo de detalles es un acto inconsciente. Sucede, sin más. Por alguna razón esos detalles se alojan en la memoria y acaban por producirnos mucho tiempo después algún brote de esa enfermedad que tiñe el alma de sepia y atiende al nombre de melancolía.
Para detener lo fugaz, dice también Llamazares, hay que tener claro que el azar es lo único que permanece. Cierto. Bien cierto, y como constante que es en nuestras vidas, será el caprichoso azar el que se encargue de rescatar esos momentos que alojamos en la memoria y a los que damos un tratamiento especial a pesar de que nos producen cierta… no sé, como tristura. La melancolía, ese recuerdo de una emoción que quizá nunca sentimos, esa apropiación azarosa de alguna instantánea que en su momento creímos ver pasar sin darle mayor importancia para recuperarla después medio ahogados por un vuelco del corazón, se parece unas veces a los cuadros de Hopper, a algunas películas de Win Wenders, al cine de Jim Jarmusch, de Wong Kar-Wai, de Isabel Coixet, o a las novelas de Julio Llamazares y la prosa de Xuan Bello, pero otras veces se parece a las cosas más extrañas, se parece a los árboles en flor, cualquier primavera, o a las motas de polvo que flotan en una habitación y se dejan ver debido a los rayos de sol que pasan tamizados por los agujeros de una contraventana en una vieja casa de pueblo; se parece a los cuentos de Poe, a Las ratas, de Miguel Delibes, a Mazurca para dos muertos, de Cela; a una canción de Antonio Molina, a otra de Tino Casal o a una rumba de Melendi; se parece a las manos de Audrey Hepburn o al puro que fumaba George Peppard en la furgoneta, con todo el Equipo A. Se parece a las cosas más raras.
La melancolía es siempre una película vivida, es la primera colaboración entre cine y literatura porque, producida por los sentidos –el olor de un desván, el sabor de las cerezas o la tersura de una mesa de madera pueden desatarla- acude siempre a nosotros en imágenes; en imágenes que tratamos de explicarnos con palabras –supongo que bastante a menudo sin conseguirlo-. Nuestros momentos melancólicos son cortometrajes con guión y realización propios. Son nuestros, los producimos y, sin embargo, en buena medida se nos escapan porque también pertenecen al azar. La melancolía somos nosotros y el mundo como representación, como anhelo disfuncional entre lo vivido y lo por vivir; somos nosotros en un punto equidistante entre los que fuimos y los que seremos, y también entre los que nunca fuimos y los que nunca seremos. La melancolía es una cosa muy rara que se produce porque somos capaces de retener inconscientemente lo fugaz y proyectarlo hacia delante para darle algún día alcance; un día que ya no somos los que éramos, ese día en que llega una imagen no sabemos de dónde y nos hace ponernos tontorrones, quizá significando algo completamente distinto a lo que significó para nosotros aquel otro día del pasado en que siendo otros logramos retenerla.