Relatos casi verdaderos, de Rafael Cortina

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1969

Hoy tenemos con nosotros a nuestro compañero de la Asociación Rafael Cortina Canal (Gijón, 1952). En su juventud luchó contra la dictadura desde la extrema izquierda. Médico en aldeas de Caso y Valdés, trabajó con diferentes oenegés en Nicaragua y Marruecos durante 25 años. Desde 2010 se dedica a la literatura. Residente en Marruecos, ha publicado dos libros de narrativa con la Editorial Trabe: Según nos escribe el tiempo y Visionarios.

Recogemos aquí el capítulo I de RELATOS CASI VERDADEROS:

Aït Ouglif, a 16 de marzo 2020

Ya sabemos lo que es la muerte, pero lo hemos olvidado. Antes de nacer estábamos muertos.
Volver al oscuro valle. Santiago Gamboa

Desde hacía más de una década, Jacques había instalado su vida en un oasis entre montañas desérticas, un paisaje seco y pleno de color, de libertad. Había nacido por casualidad en Madrid, donde su padre ocupaba un cargo diplomático, pero a los pocos años lo llevaron a París. Pintor de profesión, viajaba a menudo a su país de origen, allí visitaba las pinacotecas para impregnarse de los clásicos del Renacimiento y del Barroco. En su juventud había sido lo que en Francia llaman un soisentehuitard, pertenecía a aquella generación que en 1968 había saltado a las calles de París pregonando la utopía. Durante varias décadas se había mantenido fiel a la doctrina y moda de entonces, que lo transformaba en un ser anacrónico. Aquel ensueño quedaba bien en los jóvenes, pero mostraba su faceta incómoda, antiestética y tendente al alcoholismo, en envejecidos de vestimenta descuidada que portan largas greñas blanquecinas. A finales de siglo, había hecho cierta fortuna al vender sus cuadros en su estudio de la rue de la Seine. Por eso, superada aquella etapa, había podido emigrar en búsqueda de la hermosa luz sahariana; allí su ideología había derivado hacia el librepensamiento, a un escepticismo que lo inclinaba a la tolerancia y a la desconfianza en el ser humano.

El último año había atravesado una indefinida crisis que lo incomodaba, pero aún se sentía feliz y al atardecer era capaz, en su terraza, de estremecerse ante la luz que difundían las rocas de un ocre rojizo festoneado por sombras laberínticas. A menudo ascendía a la montaña y relajaba su mente cuando su mirada observaba el paisaje y veía lejos. A la orilla de río, los pajarillos le contagiaban la alegría recuperada tras la tormenta, bulliciosos entre el ramaje de dos álamos que enlazan sus troncos de plata como si se amasen, unidos en su destino.

Con el otoño llegaba el declive del ciclo anual, el curso lento del tiempo, esa calma que incita a la reflexión, reacomoda el pensamiento y la visión del mundo, que hace balance y renueva el talante frente al invierno. El frío y los días cortos habían apagado la agitación veraniega que adormece la reflexión, se habían calmado sus pasiones y disfrutaba nuevamente del sosiego. Había intuido la causa de su crisis un día en que cierto aire helado llegaba desde la montaña, ya nevada, mientras el suelo tapizado de hojas crujía contra el silencio de sus pasos. Ahora ya tenía la certeza de que el declive de su vida demandaba cambios, modificar sus coordenadas y su actitud. Durante los meses previos, había soportado un seísmo moral intermitente. Sus pilares temblaron, se ponían en cuestión sus rutinas y argumentos, sus proyectos y ansias. Intentó apuntalar muros y reparar fisuras, mantener aquel edificio construido con tesón: debía afrontar la incógnita de una vejez que hasta entonces había asociado a otros, nunca imaginado en sí mismo.

Comenzó a esbozar planes que prometían estímulos inéditos y otro equilibrio a su existencia. Se encontraba en el mismo lugar haciendo lo que nunca se le había ocurrido, descubría nuevos placeres en lo mismo, exploraba espacios por donde había pasado sin saborearlos, y una vez más sentía el milagro del alma satisfecha con ese diálogo entre permanencia y mutación. Ya había asumido que lo inmóvil no existe, él mismo cambiaba lentamente sin cesar, y se propuso seguir a otro ritmo las ondulaciones de la vida. Estaba acostumbrado a placeres que exigían superar obstáculos o exigían desplazarse, pero también allí, al alcance de la mano, podía agarrar la dicha que estaba escondida en su interior, solo tenía que dejarla brotar, estimularla y seguir su impulso.

Imaginaba lo que le esperaba a partir de lo que había observado, de cómo había sido el final de sus padres y de algunos compañeros o conocidos; sentía el absurdo de las desapariciones y el sinsentido de no haber existido antes de nacer. Esa consciencia le hacía relativizar sus metas, era una cura de humildad, lo hacía más tolerante y generoso e incrementaba su escepticismo. Sabía que para disfrutar tenía que aceptar su propia evolución y lo que le acontecía, estaba acostumbrado a adaptarse a situaciones diversas, a divertirse con los recursos disponibles.

Sus amistades se burlaban cuando les decía que estaba de nuevo en crisis, pues lo veían disfrutar plenamente y había quien lo envidiaba por «haber encontrado su lugar en el mundo». Quizá ese lugar no fuera más que su actitud ante la vida, su clave personalizada. Lo cierto es que practicaba una especie de nomadismo, físico pero sobre todo espiritual, un continuo cambio de lo que le rodea y de sí mismo; no un cambio aleatorio, anárquico, sino una corrección de rumbo para adaptarse a sus necesidades y su situación. Lo había guiado la intuición, que quizá fuese su mayor riqueza. No había tomado su crisis demasiado a pecho, seguía feliz en su existencia, pero los apuntes en su diario manifiestan que cavilaba sobre las paradojas de la vida:

«Puedo entender que haya diversos individuos autónomos, personas o animales que piensen, actúen, interaccionen; al fin y al cabo son otros. Pero siento una especie de vértigo cuando me hago consciente de que «yo» soy uno de ellos. Uno más, completamente contingente, que existe por azar durante un tiempo limitado. No me explico mi propia conciencia, encontrarme como encerrado aquí, ser esto que está sujeto a cualquier eventualidad que le ocurra a mi cuerpo, que «yo» sea precisamente ese cuerpo.

»No puedo comprender mi propia existencia. Se han dado todo tipo de explicaciones razonables y comprensibles, que si la fecundación, que si el cerebro, el aprendizaje, la cultura, etc., pero no llegan a la raíz del absurdo. Es difícil explicar esta sensación, las palabras no aciertan a trasmitirla salvo a quien haya sentido lo mismo. Lo que no concibo es que yo sea eso; soy consciente de mi propio despropósito, que me sienta tan real (poseo esa certeza de mí, soy testigo de cómo me he transformado con el tiempo, con las circunstancias, con mi programación genética), que por instinto de supervivencia me considere crucial, y que no sea más que algo fugaz —como todo lo demás— en el devenir de los tiempos.

»Seguro que muchos sintieron lo mismo antes que yo (de ahí esas explicaciones metafísicas, que si los espíritus, la vida eterna, las diversas disquisiciones religiosas…). Se resistieron a aceptar que todo era absurdo, y por una especie de horror al vacío, a lo inexplicado, inventaron unos mitos, también absurdos, que calmaban momentáneamente su incomodidad.

»Son ideas de viejo que me asaltan, no como una preocupación, más bien son una náusea, el vértigo de asomarse al tiempo, un abismo sin fondo».

De ahí partía, a lo largo de los años siguientes aparcaría también esa crisis existencial, una serie de acontecimientos le ayudarían a esclarecer su confusión o a al menos a no darle importancia.

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