Desde hace ya algunos años, todos los actores implicados en el mundo de la literatura —especialmente en la novela y algo menos en la poesía— vienen asomando sus voces y sus plumas al debate sobre la saturación de nuevos títulos en las librerías.
No cabe duda de que ha sido un debate interesante y enriquecedor, aunque hoy por hoy se continúe sin conocer su verdadero propósito, a no ser que los criterios estrictamente comerciales hayan contaminado, cuando no domesticado, a los criterios literarios; y más todavía, a no ser que los intereses individuales disfrazados por cualquier aporte ideológico anden sueltos argumentando a diestra y siniestra con fines advenedizos. Sea como fuere, parece que ese debate, para algunos ya muerto antes de empezar, está llamando a las puertas del cementerio en busca del sueño eterno. Aunque también en el más allá pueda existir el debate: casi siempre hay gente para todo.
Como en otros debates, aquí se han mezclado otros temas que aunque distintos tienen relación entre sí: el fin de la novela y la repercusión de Internet en la literatura y el libro.
Entre tantas y tan variadas opiniones han destacado las de quienes, hastiados por las escasas aportaciones de estos últimos años, apelan a la renovación o a la muerte de la novela. Otros, mayoritariamente escritores, viendo cómo sus gustos —lejos de imponerse—, se disuelven en esa saturación o apreciando cómo menguan sus ventas o sus contratos y ante la avalancha de títulos y autores en las mesas de novedades sugieren medidas drásticas tanto contra los malos y mediocres escritores como contra los autores noveles, los editores desprevenidos y las grandes superficies: cualquier cosa con el fin de parar la sangría. Sin embargo, los datos no confirman nada de ese tenor, ni sobre la muerte de la novela de sofá ni sobre el fin de la novela de salón ni sobre el fin del libro. Tampoco sobre el derrumbe de la poesía, ya sea silenciosa, estridente o barrio bajera. Al fin, cada día se lee más.
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Como en la base de todo arte que depende del comercio para llegar a su destinatario, parece que en este asunto faltara algo de esa materia a veces no tan intangible y sustancial que es la confianza en los lectores. Por eso, no estará de más recordar que estos son inteligentes per se y no solamente cuando lo dice el autor, el editor, el crítico o el librero de turno con el único fin de adular a determinados lectores y/o sectores para obtener así un interés crematístico o, más allá, otro de carácter vergonzante e inconfesable. Pero añádase que, además de inteligentes, los lectores son, a día de hoy, más libres y soberanos que nunca para elegir aquellas lecturas que consideren propicias tanto para dar placer a su conocimiento como gusto a su entretenimiento. Desde esta perspectiva, ningún escritor ni título sobran. Por supuesto, quien lo desee puede ejercer el saludable derecho a tachar títulos o nombres de la pizarra, aunque mejor para todos si lo hace por cuestiones temáticas, estilísticas, argumentales o meramente de gusto personal. Allá cada cual con sus intenciones de curvar la realidad y con el crecimiento de su nariz.
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Otro asunto es cómo los críticos —y también los medios de comunicación en los que escriben— van a encarar esta abundancia en las mesas de las librerías y, dentro de muy poco, en las pantallas de las librerías y editoriales electrónicas. Sirva como aviso para navegantes que el gigante Barnes & Noble, la mayor cadena de librerías del mundo, ha adquirido recientemente la editorial electrónica Fictionwise.
Porque se diría que los que están desbordados son ellos, los propios medios y los críticos, que todavía no han conectado eficazmente con sus lectores y a quienes se deben a través de sus revistas y suplementos con el fin de proporcionarles esas críticas y reseñas tan necesarias para sugerir y propiciar un acercamiento creíble a la lectura y a la compra de cada libro comentado. Nadie les pide —¿o sí?— que sepan de todo ni que señalen con el dedo acusador lo que sobre: ya va siendo hora de que sepan mucho de algo y lo demuestren fehacientemente con coherencia, rigor y una ponderada generosidad.
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Y más acá, el propio escritor enfrentado con honestidad a su propio éxito y a su propio fracaso, conocedor de que cada vez que escribe una palabra tiene tras de sí una tradición que pesa sobre sus hombros con la misma levedad y densidad que el primer átomo del Universo. También le espera implacable e inapelable la sentencia justa de cada lector anónimo y siempre se encontrará ante sí mismo con la aventura de su propia existencia. En esta tesitura, es condición sine qua non para todo escritor el conocer y reconocer no sólo qué puede aportar y con qué talento cuenta, sino si tiene la valentía, la vanidad y el vuelo necesarios como para templar y arrostrar lo que venga en el envite. No todos los escritores tienen la fortaleza física y psíquica suficiente para sortear con un sano egoísmo ni las tribulaciones del mercado ni las desventuras editoriales. Esto no impide ninguna incursión en el territorio de la república de las letras, siemp
re y cuando, sepa uno entrar y salir como si de una razzia se tratara. Al fin, cada uno debe tener siempre en cuenta, como anunció Witgenstein, que “lo difícil es detenerse”. Cuatro cabales palabras equiparables a las que nos recuerda el personaje amnésico de Patrick Süskind: “¡Debes cambiar tu vida!”. Con tres palabras ya es más difícil, pero tal vez se podría pensar en Herman Melville y su “Preferiría no hacerlo” de Bartleby, el escribiente. Con dos palabras basta aplicarse la última frase del cuento y con una sírvase cada cual un humilde pero contundente no.
re y cuando, sepa uno entrar y salir como si de una razzia se tratara. Al fin, cada uno debe tener siempre en cuenta, como anunció Witgenstein, que “lo difícil es detenerse”. Cuatro cabales palabras equiparables a las que nos recuerda el personaje amnésico de Patrick Süskind: “¡Debes cambiar tu vida!”. Con tres palabras ya es más difícil, pero tal vez se podría pensar en Herman Melville y su “Preferiría no hacerlo” de Bartleby, el escribiente. Con dos palabras basta aplicarse la última frase del cuento y con una sírvase cada cual un humilde pero contundente no.
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Por otro lado, pero al hilo de todo esto, hace pocos días Antoine Compagnon, catedrático de Historia de la Literatura, acertaba al mostrarse cauto ante la actual encrucijada entre la revolución digital y la cultura impresa, “porque está claro que las nuevas tecnologías resultan muy útiles a la hora de una búsqueda concreta o de una lectura fragmentada (…) ahora bien, está por demostrar que sea más cómoda la pantalla que el papel impreso cuando se trata de un libro de gran volumen”. Y añade: “En realidad, un libro implica de algún modo un paisaje, un territorio a explorar. En ese sentido, una pantalla no permite una representación espacial del texto”. Sin embargo, cabría apostillar al profesor que la adaptación, la evolución del cerebro humano se revela sorprendente cuando no prodigiosa ante este tipo de retos tecnológicos.
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Tal vez la solución pase, como escuchamos ya hace algunos años al muy kafkiano —dicho sea en el mejor sentido del término— Juan José Millás, por dar subvenciones para desescribir novelas. Ergo, también subvenciones por descriticar los libros desescritos y finalmente, subvenciones por no publicar y desmontar este invento de varios siglos de antigüedad. El mundo seguiría existiendo, pero sin duda alguna, sería completamente distinto al que hoy conocemos.