Sentido y referencia en las obras literarias.
A menudo, las obviedades se convierten en algo que, con el tiempo, llega a pasar inadvertido exigiendo de nuevo ponerse en relieve. Algo obvio, por ejemplo, podría ser el afirmar que los textos que poseen la misma referencia, no tienen por qué tener el mismo sentido, y es el sentido el que determina gran parte del significado de una obra literaria, aquella que en su uso del lenguaje posee esas maravillosas ambigüedades del lenguaje natural que la jerga científica, y filosófica, pretenden desterrar para siempre de sus campos. Si hay algo que caracteriza a la literatura no es la ficción, qué sería de la poesía, ni una determinada estética, sino la búsqueda de un lenguaje lleno de sentidos, de un lenguaje que huye de referencias manidas, como en el caso de las vanguardias, o de referencias simples, como en el caso de los lenguajes que pretenden, por motivos de rigor y exactitud, delimitar al máximo los significados y evitar al máximo las ambivalencias y los malentendidos. Tanto la tragedia griega como la filosofía clásica tenían una clara intención de reflexión política, pero en el caso de filosofía, la claridad conceptual que se buscaba chocaba con la expresión literaria de las mismas ideas y conflictos. La literatura sacrifica la claridad conceptual en aras de la encarnación de las ideas. Lo que para unos es un concepto, para los literatos es una peripecia en la vida de un personaje o un sentimiento experimentado por el propio autor. A riesgo de perder en claridad conceptual, la literatura gana en cercanía a la vida más plena, a esa vida en que rara vez, salvo en contextos científicos o meramente reflexivos, podemos aislar las Ideas de los sentimientos o de las situaciones existenciales que atravesamos.
La literatura sacrifica la claridad conceptual
en aras de la encarnación de las ideas.
¿Por qué traigo a colación esta cuestión?, porque es absolutamente fundamental a la hora de hablar de la interpretación literaria, sobre todo a la hora de hablar de la tan cacareada intertextualidad y de las cuestiones de tradición clásica. Los intérpretes de la literatura han llegado a olvidar que dos textos pueden tener absolutamente la misma referencia (la intertextualidad debe restringirse a una cuestión de referencia, ya que, en el nivel de la enunciación, conviene no confundir esta labor con la del copiar y pegar, algo que han perdido de vista en los círculos literarios más actuales y posmodernos) y, sin embargo, poseer dos sentidos absolutamente opuestos e incompatibles.
Esto es algo que se ve con especial notoriedad en los clásicos griegos donde se pueden encontrar multitud de textos cuya referencia es, por citar un ejemplo, la crítica al politeísmo, sin que tengan nada que ver unos con otros en cuanto al sentido de esa crítica. Fue la pérdida del sentido de los textos lo que redujo la literatura clásica a un repertorio de citas y de mitos más o menos hermosos. La pérdida del sentido es la muerte de una obra literaria, es su reducción a un mero aparato crítico, útil pero estéril.
La pérdida del sentido en las obras literarias tiene mucho que ver también con un “no ver más allá de las narices” en los textos y con una interpretación doxográfica, antes que sistemática, de la literatura. Supone aislar a la literatura de la realidad político-social en la que surgió. Es en el sentido de una obra literaria, en el sentido de su utilización de la tradición, donde encontramos las lecturas más valiosas, porque el sentido es algo eminentemente pragmático, y la praxis requiere tener en cuenta muchas realidades aparte de las meramente textuales.
Es en el sentido de una obra literaria…
…donde encontramos las lecturas más valiosas.
Veámoslo con un ejemplo tomado de uno de nuestros clásicos más universales: Don Quijote de la Mancha. Existe en esta obra una referencia obvia y explícita al mito clásico de la Edad de Oro. Este Mito encontró una de sus formulaciones más perfectas en la obra de Hesíodo. Con el uso de este Mito estamos ante una de las cuestiones claves en la interpretación de la obra cervantina, ya que en ella se nos recalca constantemente que don Quijote es un loco con lúcidos intervalos, entre los que se cuentan sus discursos. Quienes afirman esta tesis, la de los discursos quijotescos como períodos de lucidez del personaje, están reduciendo la tradición clásica a una cuestión de referencia: un hombre loco, pero muy culto, que de vez en cuando deja de hacer locuras para enunciar un discurso de reminiscencias clásicas que supone un lúcido aprovechamiento de la tradición literaria, un residuo de la razón que el personaje está perdiendo.
Ahora bien, es completamente ilegítimo, a mi juicio, reducir la mitología clásica a una referencia bella, pero carente de sentido y, en consecuencia, de significación. El discurso de la Edad de Oro, en Hesíodo, no era otra cosa que un artificio que servía a la crítica de la mentalidad heroica y a la afirmación de una nueva ideología: la reivindicación del trabajo como nueva forma de religiosidad y de justicia. En la decadencia de las costumbres aristocráticas (recuérdese que Hesíodo añade una Edad heroica que en el uso ovidiano del Mito desaparece), el trabajador laborioso y piadoso adquiere ahora el protagonismo. Hesíodo usó el Mito de las Edades para poder así atestiguar la clausura de la mentalidad homérica, introduciendo hábilmente a su predecesor en la descripción de la constante degeneración de las distintas épocas.
Cervantes recurre al discurso de la Edad de Oro en un contexto histórico muy determinado: en una época en que la mitología se había convertido en un ejercicio acrítico de erudición superficial (sin sentido), algo que Cervantes critica en el prólogo de la primera parte (lo que nos indica, sin lugar a dudas, que era consciente de este problema y de este uso fraudulento de la literatura clásica). Sólo en una época así, podría pensarse que este discurso es el propio de una pers
ona lúcida o el intervalo cuerdo de quien se ve inmerso en un proceso de locura.
ona lúcida o el intervalo cuerdo de quien se ve inmerso en un proceso de locura.
Cervantes critica la erudición superficial
Cervantes, y don Quijote, usan la mitología con un sentido determinado, y este sentido es el que es incapaz de reconocerse por una crítica que hacía mucho que se lo había negado a los mitos. El sentido con que don Quijote usa este discurso no es otro que el de justificar su propio modus vivendi, y no es el modus vivendi de un loco, sino el de un hombre entrado en años harto de cumplir con las normas sociales que imperan en su época y que decide empezar a saltárselas usando como excusa una inexistente locura. El sentido que otorga Cervantes al uso de este Mito es demostrar cómo nuestra incapacidad para entender el sentido de las obras literarias nos hace creernos que ir por ahí recitando discursos como éste es un ejemplo de lucidez. Don Quijote se levanta violentamente contra una época, pero lo hace para su propia diversión y disfrute, desde un egoísmo que su estamento le hace poder permitirse. Dicho de otra manera, don Quijote se ríe de todos con sus discursos, y Cervantes se ríe de aquéllos que se los toman tan en serio que los consideran un ejemplo de racionalidad, sin darse cuenta de que el patrón más común en el comportamiento de don Quijote es el de actuar como un jeta, disculpen mi franqueza, y no como un loco.
El patrón más común en el comportamiento de don Quijote
es el de actuar como un jeta y no como un loco.
¿Y por qué los intérpretes pueden considerar la recitación de tales discursos como un ejemplo de lucidez? Porque en época de Cervantes seguía vigente esa tradición tan helenística y tardo-romana de considerar la mitología griega como un compendio de hermosos cuentos que agotaban su sentido en su propia formulación. Citarlos supone lucidez porque nadie se imagina que esos relatos puedan tener algún sentido más que el de demostrar que has leído a los clásicos. A nadie le extrañaría el uso retórico de los mitos, de ahí que todos acaben cayendo en la afirmación del loco con lúcidos intervalos. Pero cualquiera que conozca de veras la tradición clásica, no sólo referencial y superficialmente, y creo que Cervantes la conocía en su sentido y no solamente en sus referencias, sabrá que los mitos no eran otra cosa que política y filosofía, que se trataba de historias orientadas ideal e ideológicamente, según los autores y las versiones. Se trataba de relatos que justificaban una época o que la trataban problemáticamente. Como justificación de su vida usó el mito Hesíodo, de la misma manera que como justificación de su juego lo usará don Quijote. Y Cervantes lo usará de tal forma que delatará nuestra pérdida de la noción de sentido en las obras literarias. Esa pérdida de sentido es con la que él contó para que a todo el mundo le pasase desapercibido que su obra poseía una significación profunda, no evidente, de crítica a una nobleza venida a menos, decadente y corrupta, a la que sólo le interesaba jugar, seducir a campesinas y abandonarlas o burlarse y aprovecharse de todo el que se pusiera por delante.
Los discursos de don Quijote no constituyen períodos de lucidez, sino la justificación cínica de un juego, el juego que tan bien identificó Torrente Ballester en la obra cervantina. Sólo quien concibe la literatura como algo carente de significado y valor, aparte del puramente estético, puede afirmar, en un contexto de esteticismo pedante y estéril, como lúcido el uso de la mitología clásica por parte de don Quijote.
Es fundamental y obligatorio el preguntarnos
por el sentido del Mito de la Edad de Oro
en la obra cervantina.
Insisto, si aceptamos que los mitos clásicos y las obras literarias, además de meros referentes estéticos y literarios poseen un sentido, se vuelve absolutamente fundamental y obligatorio el preguntarnos por el sentido del Mito de la Edad de Oro en la obra cervantina. Si don Quijote hablara realmente en serio de este mito, si su sentido fuera justificar su labor caballeresca en un mundo en decadencia que se ha alejado ya muchísimo de los ideales originarios, entonces, evidentemente, estaríamos ante un loco sin lúcidos intervalos, sin más, ya que el uso del Mito como relator de una historia real no era algo que fácilmente pudieran tragar ya ni siquiera los griegos, que no dudaron en verlo y utilizarlo como un arma de discusión y de expresión de ideales políticos. Si, por el contrario, y en consonancia con el resto de la obra, vemos en El Quijote un juego cínico por parte de su protagonista, parecerá lo más adecuado pensar que este discurso, así como el de las Armas y las Letras, no son más que artificios lúdicos que Alonso Quijano elabora para sustentar teóricamente su juego quijotesco, en pocas palabras, sendas tomaduras de pelo en la época en que Alonso Quijano se movía.
Desde este punto de vista, no resultaría raro pensar que Cervantes sospechaba que la pedantería imperante invalidaría este tipo de interpretaciones. Visto así, el prólogo de la primera parte se carga de ironía, aún más, ya que él mismo parecería adelantarse a las interpretaciones superficiales que se harían de su obra. Sólo a un pedante que crea que la literatura clásica es un mero aparato de citas podía parecerle totalmente normal el citado discurso quijotesco, ¿por qué iba a significar algo si nadie cree ya que la mitología clásica significara nada? A la errada tesis del loco con lúcidos intervalos, se añadiría ahora una caracterización muy culta del personaje, pero igualmente errada: sería un loco, muy erudito, con lúcidos intervalos. Cervantes contaba, por así decirlo, con esa pedantería tan arraigada en su época que gustaba de citar a los griegos y latinos como lugares comunes y obligados de quien pretendiese ser brillante.
De la lectura atenta de El Quijote y de otras obras maestras cervantinas lo que realmente se desprende es que estamos ante un literato que comprendió y asimiló la literatura clásica, que no se limitó a citarla y a referenciarla, de ahí su prólogo a la primera parte y de ahí también su concepción de lo trágico en
términos absolutamente políticos en la línea más clásica y genuina del género.
términos absolutamente políticos en la línea más clásica y genuina del género.
Ya es hora, pues, de reivindicar para la literatura el sentido que tantos esteticistas le niegan. Ya es hora, por fin, de concebirla como un poderoso vehículo de expresión de Ideas, algunas de ellas muy valiosas, que no puede verse reducido a referencias textuales más o menos hermosas. Raro es el autor que no pretende expresar nada en sus obras, sea esto más o menos profundo, y hasta el más apolítico de los autores, el que más se evade, no deja de estar defendiendo una concepción del hombre y de la sociedad. Tal vez al autor no se le pueda exigir una militancia ni la expresión de unos ideales, como señalaba Goethe, pero más raro es aún que en sus obras no acabe cayendo en estas cuestiones, porque en la escritura, como en la vida, al final, es imposible ser neutral siempre. Afortunadamente, diría yo, porque he ahí el interés de los clásicos, que su sentido no deja nunca de actualizarse y es irreductible a una tradición de citas, referencias e intertextualidades varias mejor o peor entendidas. El prólogo a la primera parte de Don Quijote de la Mancha supone toda una lección cervantina, a través de la característica ironía de su autor, que tan bien han señalado autores como Güntert o Zimic, de cómo no se debe leer a los clásicos latinos y griegos, una auténtica denuncia de la reducción de la literatura a una mera referencia que no posee sentido alguno. Cervantes sabía muy bien que la literatura poseía un sentido y, aunque la crítica lo reduzca a un mero ejercicio de erudición, él no dejó de otorgar un sentido a su aprovechamiento de la tradición clásica, un sentido que nos ayuda a descubrir algo tan fundamental como que las acciones y discursos de don Quijote bien pueden no ser los delirios o intervalos lúcidos de un loco, sino la práctica y teoría de un juego muy cínico en el que el principal engañado, Sancho, acabará transformando radicalmente, con su generosidad, al desencantado caballero.
Violeta Álvarez es filósofa y escritora