Entraba yo en la sala de profesores y, acomodado ante una de las mesas, abría el periódico y buscaba presuroso la nueva colaboración de Antonio Muñoz Molina, el artículo nuevo, esas palabras suyas que me hablaban del pasado, del presente y del futuro.
Yo, por entonces, cuando aún daba clases en el instituto gijonés Padre Feijoo, no creo que estuviera mucho más pirado que mis compañeros de profesión –lo justo en un contumaz escritor de ficciones que, además, procuraba transmitir al alumnado conocimientos de química y física-, pero seguramente parecía estarlo pues cabeceaba ante el diario abierto por la página de costumbre y luego -mientras hacía mías aquellas palabras sin acritud en la acusación ni burla en lo absurdo ni complacencia excesiva en lo ejemplar; aquellas palabras cabales que también citaban obras y pensamientos de autores ilustres en los campos del arte y de la ciencia, que invitaban a beber en otras fuentes de sabio manar- extraviaba la mirada como un demente sin remedio, extasiado en realidad por la prosa impecable de Muñoz Molina, por el sentimiento y el perdón y el conocimiento que albergaban aquellos textos breves.
En aquel tiempo, ya había leído yo El invierno en Lisboa. También había leído El jinete polaco. No recuerdo si había leído alguna otra obra del autor. Desde luego, no había leído aún Beatus Ille, su primera novela. Sí recuerdo que, por entonces, a un amigo, a un docente de mi propio departamento –por entonces, antes de la reforma educativa siempre en necesaria reforma, se llamaban seminarios a los departamentos actuales- le recomendé, entusiasmado, la lectura del ya citado Jinete. Fue mi última recomendación incondicional de un libro: casi me lo tira a la cabeza semanas más tarde, incapaz de leer ni cien páginas de esa voluminosa historia. Aprendí la lección, eso creo, pues en la última Feria del Libro de Madrid vendí más libros de Xuan Bello, por ejemplo, que de mis Relatos impíos. Prudente – temerario, menos mal que mis editores no andaban por allí; resulta sorprendente que, conociéndome, sigan dispuestos a editar mis obras, o eso parece-, le preguntaba al posible comprador o compradora: Qué autor o autora te interesa. Y luego les indicaba el libro más acorde con sus preferencias, que casi nunca era el mío. La moza encargada de la caseta me miraba con asombro. No recuerdo si llegué a explicarle que, tiempo atrás, pude haber fallecido de un librazo en la cabeza, que sólo me salvó la amistad. Sirva lo anterior como anuncio de que mi elogio inmediato de Las apariencias no pretende convencer a nadie para que lea ese libro (además, le sobran lectores a Muñoz Molina, los que nos faltan a otros), sino que se trata, simplemente, de un homenaje a esos artículos de antaño, hoy recopilados, más vigorosos juntos, en el volumen que me regaló un ángel humano (dicen que no existen, pero yo conozco a varios de ambos géneros) al tiempo que me adelantaba: Te gustará porque ya te ha gustado.
Ahí, en Las apariencias, están, sí, aquellos artículos que leía un profesor no mucho más pirado que otros docentes (eso creo y sostengo). También están en Pura alegría y en La vida por delante (no sea que alguien desee saber más y se quede con las ganas). Prologados por Elvira Lindo (todo queda en casa). Pero muy bien prologados, como si el propio Muñoz Molina hubiera escrito ese prefacio nada aburrido, no prescindible, como lo son la mayoría (y recuerdo ahora los prólogos magistrales de Cela, por ejemplo, que igualmente nunca sobraban). Lindo estima que las novelas de su marido, incluso las futuras, las que aún no ha escrito, figuran en esos artículos nacidos a resultas de un recuerdo, de la lectura de una noticia en una esquina marginada de un periódico, de unas imágenes en la televisión; de una mirada. Estoy de acuerdo. Cuarenta y tres artículos en total, cuarenta y tres gérmenes, o más, de novelas, y una novela en sí mismos también (de nuevo le concedo la razón a Elvira Lindo). Dicen que no hay libros perfectos (como dicen que no existen los ángeles humanos), pero hasta perfecta es la portada de Las apariencias.
Me preguntaba el alumnado (principalmente para retrasar el comienzo de la clase sobre los ácidos hidrácidos o la fuerza centrípeta, pongamos por caso) cómo se aprendía a escribir. Yo, aunque no creo que estuviera mucho más pirado que mis colegas, les seguía la corriente y me anticipaba a esa reforma educativa que, por excesivamente teórica (es absurdo, por ejemplo, dar clases de química fuera de un laboratorio siquiera elemental, y no hay euros para emplear en laboratorios siquiera elementales; es imposible, por ejemplo, motivar a quien sólo está en el aula de cuerpo presente, por obligación, fastidiando al educador y a los futuros universitarios para mitigar el tedio), nació tan muerta como el comunismo mejor intencionado, hermoso aunque demasiado teórico igualmente. Me anticipaba a esa reforma y contestaba: Se aprende leyendo, por supuesto. Seguramente hablaba también de que pueden obtenerse y manejarse las herramientas del oficio con una lectura activa, estudiando lo leído, y de la enfermedad y la pasión, del don y la maldición, de la memoria y la sensibilidad y la imaginación de los escritores que no son meros escribidores; Las apariencias un manual práctico, no teórico, de cuanto yo comentaba a aquel alumnado mío a una hora que, oficialmente, le correspondía a los ácidos hidrácidos o a la fuerza centrípeta, y dentro de Las apariencias el inquietante artículo que Muñoz Molina tituló Ternura química. A veces, muchas veces, quiero creer y no creo porque no quiero saber y sé (no hallo mejor excusa). Por desgracia, Muñoz Molina, he de estar de acuerdo con ese científico: también la ternura es pura química, sólo química. Aunque espera, escritor, quizá pueda consolarte, consolarme: ¿Ya te conté a ti que, pese a todo, sí existen los ángeles?