LUNES, 3
Mi jefa se ha ido. La muy… Es agosto y abandona el barco. A cambio, muy sospechoso, se ha quedado el Gran Jefe, lo que significa que me toca a mí el antiguo IBM a por esto y por lo otro. Conste que ha sido él quien le ha permitido irse con la que nos está cayendo. Porque hay que rebajar o estirar el presupuesto, según se vea, y preparar los pagos y las nóminas y los avances y lo que venga.
Pero la cosa, al menos ayer, no dio para mucho y lo que se anunciaba como la madre de todas las debacles todavía no ha sucedido. El Gran Jefe de reunión en reunión y cerrando la puerta porque le toca, pero al fin sin fumata. Así que mientras esperaba a que se aclarasen, me abandoné con Beti, cara de muñeca, o mejor, ella se abandonó en el confidente de mi despacho. Acaba de regresar de vacaciones y ya me ha endosado lo bien que se lo ha pasado en Cuba, porque es que allí los tíos, tía —confesó sin darme opción a abrir la boca—, te escuchan, te miman y hasta ellos mismos te dan el helado de fresa y chocolate en cucharilla, para que sólo tengas que abrir la boca y chupar hasta morirte del gusto. Y mientras describía con más detalles me pareció que Beti, cara de muñeca, restregaba su culito en el sillón con un mohín fruncido y caída de párpados incluida. Ni le pregunté a cuánto le salió el helado porque en estos casos es de mal gusto aguar esos recuerdos tan ricos con los que una se consuela durante el invierno. Ha llegado morena como un habano, con un vestido escotado hasta el ombligo de color rojo rojo rojo y una luminosa sonrisa tan larga y abierta como la playa de la Malvarrosa. Siento envidia negra como el carbón, eso sí, con mi mejor sonrisa.
Luego me comí unos espaguetis y volví. La espera se terminó cuando, casi al final de la tarde, me llamó el Gran Jefe. Puedes irte, pero no les digas nada a los de presupuestos, me dijo en tono confidencial. Pobre Gran Jefe, como si los de presupuestos o yo misma no supiéramos lo que hay. Es lo que tiene ser Gran Jefe cuando no se está todavía madurito para estos menesteres y sin saber que, aunque te cuelgues la corbata, las formas de un hombre comme il faut no se improvisan. Le pusieron el pasado invierno, a dedo, desde Madrid, y desde entonces no ha solucionado ni una. Seguro que mi jefa se lo ha hecho pagar y a cambio de su ayuda le ha dicho que ella en agosto hacia mutis por el foro. Eso es lo que pasa cuando no se es ni cabeza de ratón ni cola de león, que una gobierna a sus anchas y no como yo que sólo soy cuerpo. Eso sí, un cuerpo como Dios manda.
El resto me lo pasé en casa, delante de una ensalada muy pobre, hablando con mi hermana la loca que vive en París y viendo Cosmopolitan TV hasta que me entró un sueño de muerte. Pues eso, hasta mañana, París.
sussirojas@gmail.com
Martes, 4
Ayer fue un día horroroso. La tranquilidad del lunes fue la tormenta del martes. Porque ¿qué es lo peor que le puede pasar a una chica cuando va al trabajo? En cuanto me senté en el despacho y noté que se me había olvidado ponerme la braguita, lo primero que me subió fue la temperatura y allí solita enrojecí como una fresa de regalo. Ya sé que no todas piensan lo mismo. A Silvie, por ejemplo, le encantaba salir conmigo por las noches sin nada debajo, pero es que ella venía de París y aquí, en cuanto les da un poco el sol, se ponen muy ohlalá. Pero aquello ocurrió hace ya muchos años.
Ahora no tenía escapatoria posible y lo segundo que me subió fue la histeria. Comencé a hacer señales, gestos y bufidos para que a ningún gestor económico, y mucho menos a Elenita la analista o a Beti cara de muñeca, se les ocurriera atravesar el muro de mi vergüenza que separaba mi desnudez de la urgencia de sus expedientes e informes. A las diez ya estaba en el centro de mando del Gran Jefe, cargada hasta las cejas de carpetas, documentos y toda la inseguridad del universo bajo mi vestido de Dolce&Gabbana, que para eso una se lo gana y tiene el body que alimenta. No es por nada, pero estoy muy buena.
Por su parte, el Gran Jefe traía la cara de diez lunes juntos y durante todo el día se dedicó a brindarme uno tras otro bostezos salvajes supurantes de halitosis. Al final terminé corrigiendo los desaguisados que el Gran Jefe junto con otros grandes jefes de otras grandes áreas habían solucionado la tarde noche anterior, pero como un sudoku mal hecho. Lamentable. Como mi obsesiva desnudez que me hacía llevar los ojos al asiento cada vez que me levantaba. Pánico por si veía alguna huella de mi desnudez. Ya, ya lo sé. Es el tópico de siempre, pero la diferencia está ahí y funciona: las mujeres sufrimos en silencio y los hombres bostezan como leones. Y es que para esto, los chicos son una fuente de franqueza: igual despiertos que recién follados.
Paramos una hora para comer y, of course, me fui como un Ferrari al Centro Comercial para vestir mi desnudez más íntima. Esta vez regresé completamente vestida y así pude terminar la jornada: agotada pero segura. Cuando me despedí del Gran Jefe, me dijo algo que no entendí. Sólo pude avistar cómo levantaba la mano al tiempo que bostezaba.
Estaba muerta, pero tuve fuerzas para llegar a casa, cenar y darme un pequeño homenaje en forma de chocolate. En esas estaba cuando me llamó Noa.
—No te lo vas a creer, tía —me dijo con voz expectante—.
—¿El qué? —pregunté mientras me chupeteaba los dedos mirando la tele.
—Esta mañana, voy en el autobús, camino del trabajo, y de repente me doy cuenta de que se me ha olvidado ponerme la braguita…
—¿Y…?
—Qué gustito, oye.
—Ya. Qué me vas a contar.
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Miércoles, 5.
Ayer a última hora, tras confirmar que lo peor del terremoto presupuestario para este año ya ha pasado, el Gran Jefe, vestido con un traje de Boss y una cara a juego, mucho mejor que el día anterior, dónde va a parar, me felicitó por tanta entrega y profesionalidad en momentos tan complicados. Yo se lo agradecí y atontada por el cumplido pensé que algo bueno iba creciendo en este anteproyecto de ejecutivo puesto a dedo.
En realidad tenía que haber aprovechado el momento para plantarme y decirle que quería negociar un aumento de mis condiciones o, de lo contrario, que supiera que mi currículum vítae estaba circulando a toda pastilla para ponerme en venta desde ese mismo instante, que esto es el mercado y que lo toma o lo deja y que ya tendría noticias de mi representante.
Porque el mercado es mercado, igual que fútbol es fútbol. Y como en los fichajes de verano, yo también me exponía en la pasarela canicular y a ver qué pasaba. Así que si me quería como hincha incondicional de la empresa, ya estaba proporcionándome un nuevo contrato, sustancioso, con mejora en sueldo, objetivos, plan de pensiones y acciones de la compañía. Yo, como los futbolistas, también soy una mercenaria. Y, además, de las mejores en mi posición. A ver si no quién les hubiera solucionado la papeleta.
Estaba yo en estas felices elucubraciones cuando una voz queda y melosa, aflautada y pastoril para más señas, me dijo:
—Por cierto, a finales de la próxima semana me voy de vacaciones. Te quedas al cargo de todo, ¿vale? Gracias, lo has hecho muy bien.
El Gran Jefe volvía por sus fueros adolescentes y de paso ahogaba mis ínfulas mentales. Pero hay que ser tonta: las mujeres nos conformamos con un poco de atención, dos palabras de reconocimiento y una de gratitud. Sólo le faltó añadir que mi utilidad marginal como hincha de la empresa era igual a cero. Pero no. No lo dijo. Eso lo dije yo. Así que, bonita, mejor te quedas como estás. Que para llegar a CR o KK mejor te vas a trabajar a Londres, París o Madrid.
Por la tarde me entregué con toda el alma a restañar mi cuerpo. Mientras decoraba mis uñas hablaba con Carma y luego, mientras dejaba que los potingues obraran el milagro en piernas, cuerpo y cara—para eso me gasto la pasta en ellos— charlaba con Fred. Las tres somos amigas, el fin de semana se acerca, mañana es jueves y la sangre por la noche corre a toda velocidad. Comparada con mi empresa, la noche es una jungla peligrosísima y hay que sacar todo el arsenal si una no quiere quedarse para vestir santos. No hay más que ver la cara a algunas jefas. ¡Uf!, sólo de pensarlo me dan escalofríos.
Y para compensar los sinsabores de los días anteriores, estuve probándome la ropa que iba a ponerme durante todo el fin de semana. La verdad es que estoy desbocada como un caballo salvaje. Mm, esto se pone interesante, pensé, y ¡flop!, de improviso me quedé dormida.
Jueves, 6.
Me las prometía yo muy felices. El Gran Jefe, amén de joven anteproyecto de ejecutivo, también es un calzonazos y un pusilánime del tamaño de un par de huevos de avestruz. Porque, claro, otros grandes jefes le han tomado la medida y ahora resulta que le han comido tan bien el terreno que me lo han dejado de puntillas mirando a la pared. Menéndez, el otro gran jefe, tiene los ojos pequeños y muy juntos, con una nariz finísima y larga que nace ya desde su frente despejada. Parece una trucha o un salmón, espasmódico y escurridizo, como si acabaran de pescarlo. El caso es que ahora tengo a otro mameluco encima y sólo espero que cuando el Gran Jefe se vaya de vacaciones, Menéndez el trucha no me toque demasiado las narices con sus opiniones tan cargantes. En fin, es bien sabido que la presuntuosidad de un hombre siempre tiene una parte de necesidad y otra de mediocridad. Pero la mediocridad de un hombre no tiene fondo.
Al mediodía salí a tomar café con mi Beti cara de muñeca, feliz de conocerse a sí misma después de su trip por el Caribe —está planeando muy seriamente su próximo desembarco en La Habana— y con Angie, una de esas mujeres de las que nadie diría que es una mujer, básicamente porque como tal es invisible. A ella parece no preocuparle su fealdad y tal vez será por eso que su lengua es demasiado larga y viperina. De lo poco inocente que dijo, fue que el sábado visitó en El corte inglés de la Avenida de Francia una exposición sobre la evolución de la ropa interior masculina. La idea me gustó como para ir por la tarde con Fred y Carma. El slip customizado de Warhol basta para eliminar al rubito de la historia del arte. Menuda imbecilidad. Como casi todo lo que hizo él y tantos otros, sigue sobrevalorado. Como arte, yo no pagaría ni un céntimo por ese brief decorado por Andy. Menudo camelo. Y dicen que está valorado en 300.000 euros. A mí el que más gracia me hizo fue uno azul con caracteres chinos y una apertura horizontal, muy útil para ellos y muy atractivo para mí. Bueno, el caso es que nos hicimos unas risas a cuenta de los calzoncillos. La verdad es que con lo que son para sus cosas, qué pocos hombres ponen atención en sus cositas. Tal vez por eso les gusta tan poco contemplar nuestra ropa interior. Carma nos confesó que ya sólo se desnudaba con sus conquistas a oscuras, pero Fred, a veces tan francamente bocazas le dijo que a ella no se la pegaba, que eso no lo hacía por la desidia de ellos sino por la inseguridad de su cuerpo. Carma casi se la come.
Nos fuimos a tomar una copa al Bubble’s. Había un grupo tocando. El cantante era guapo y mientras entonaba Every Little thing she does is magic yo me fui imaginando qué tipo de calzoncillo llevaba. Luego se acercó. Me pareció menos guapo de cerca, pero me resultó divertido y, sobre todo, muy tierno cuando me contó sus éxitos. ¡Cuánto nos necesitan los hombres para contarnos sus batallas! El caso es que mañana hemos quedado para cenar. Ya veremos qué es lo
que hay que ver. Y ya luego, frente al espejo, mientras me desmaquillaba, no sé por qué, me pregunté cómo serían los calzoncillos de mis Grandes Jefes. Sonreí. Me sienta muy bien sonreír. Dormí como una reina egipcia.
que hay que ver. Y ya luego, frente al espejo, mientras me desmaquillaba, no sé por qué, me pregunté cómo serían los calzoncillos de mis Grandes Jefes. Sonreí. Me sienta muy bien sonreír. Dormí como una reina egipcia.
Primer finde.
El viernes quedé para cenar con Nacho, el cantante que conocí el jueves en el Bubble’s. La cena la pagué yo, las copas las pagué yo y los porritos los puso él. El sexo fue paritario: yo el 50 y él el 30. El 20 por ciento restante fue materia oscura. Sobre todo porque si a los cuarenta un hombre no tiene una casa propia a la que llevarte es que todavía no ha pasado la fase anal y así hay cosas que son muy difíciles de aprender si no se aprenden por uno mismo. Pero esto a las mujeres ya no nos extraña: cada día hay más hombres niños, incapaces de abandonar el calor del útero materno. En fin, que la cama también la puse yo. Un placer que te susurren canciones al oído, pero qué quieren que les diga, prefiero el silencio antes que saberlo todo sobre una virtual protosuegra después de un par de metesacas insustanciales.
Lo mejor fue que Nacho no tenía pretensión alguna que no fuera el éxito musical y por eso ni siquiera fue necesario echar mano de las humillaciones selectivas que tanto joden a los machitos. En apenas un par de horas me presentó a una buena cantidad de amigos y otros seres de la noche, nos divertimos y tuvimos un poco de sexo muy higiénico. Suficiente. Lo peor fue el despertar, cuando se puso gallito y creyó que iba a poder tratarme como a una de sus fans veinteañeras. Y es que a ciertas mujeres nos encanta que nos traten como a princesas o como a hembras, pero sólo cuando hemos encontrado a nuestro príncipe o a nuestro iaculator.
Nacho se fue el sábado por la tarde, tras dejarme la nevera como el primer día que la compré. Que me llamaba, dijo. No, no te preocupes. Si yo estoy bien, hombre. No me extraña que me dijese que su madre ya le había advertido que no había mujer que le mereciera. No sabes qué razón tiene tu madre, pensé cuando cerré la puerta y solté un largo y hondo ¡uuuff!
El domingo por la tarde quedé con Carma en el Lisboa. Luego llegó Fred, muy excitada, con su melena pelirroja y su cara de conejito azul despistado. Que Ramón, su ex, había vuelto a aparecer y ahora qué hacía con Hugo. Que ella a quien quería era a Ramón, pero sabía que no servía para tener una relación estable. Que Hugo, sí, pero que le resultaba aburrido y como del siglo pasado. Aunque reconocía que tenía sus ventajas. Le ayudaba con su hija, le llevaba a la compra, le hacía los recados, organizaba los viajes y le daba todos los caprichos que quisiera.
Carma, de sobrada, lo tenía claro. Pero cuál es el problema. Hugo para comer y Ramón para picar.
—¡Ag! Cómo eres Carma. No te enteras de nada. Es que Ramón es el hombre de mi vida y a lo mejor cambia.
—Pues por eso, alma cándida. El hombre de nuestras vidas dura uno o dos años como mucho y nunca cambia, pero nuestros caprichos, querida, duran toda la vida y siempre son distintos—sentenció muy afectada, en plan Oscar Wilde.
Lo malo es que la historia con Ramón, casado, tres hijos, amante conocida y a saber qué otras sorpresas guardaba en el fondo del armario, ya duraba doce años. O sea, que o bien Ramón se había convertido en otro capricho de Fred, el único que Hugo no iba a proporcionarle, o sencillamente nuestra amiga padecía el síndrome de Estocolmo.
Acabamos dando vueltas sobre Hugo y Ramón, les conté mi aventura con Nacho y al fin Carma nos confesó que se había pasado todo el finde leyendo, enganchada al primer libro de Stieg Larsson. Una delicia, dijo.
Y es que a veces una buena lectura vale más que la tontería de tantos hombres.