Un agosto muy ligero (3), por Sussana Rojas. Del 17/08/2009 al 23/08/2009.

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Lunes, 17

 
Desperté nueva. Y feliz, aunque a algunos hasta les duelan las muelas con sólo ver la palabra. Pero así es la vida. Conste que no la he inventado yo, pero hago todo lo posible para que suceda lo que yo quiero y no lo que le guste al destino. Además, el descanso y el regusto de un sueño infantil, terso y sugerente, pueden hacer maravillas.
 
Mientras me duchaba, escuchaba en la radio lo mal que va este país. Lo peor, pensaba yo toda mojadita, es que nadie habla de qué es lo que vamos a hacer para dejar de estar tan mal. Ya veremos. Como todo el mundo sabe, menos los políticos, lo malo nunca es la caída, sino cómo y dónde te caes.
 
En el trabajo, más silencioso que de costumbre, afrontábamos como personajes fantasmagóricos la soledad más extrema de todo el año. Y es que entre esta repentina e inesperada canícula y los despachos y las mesas vacías abandonadas como mascotas inermes por los ausentes, aquí hasta podría rodar Amenábar una más de Scary Movie.
Todo se volvió más oscuro cuando Angie, la mujer sin razón de ser, me dirigió una sonrisa que me dejó helado el corazón. Un escalofrío recorrió mi espalda y, aún impresionada, aceleré el paso hasta mi despacho. Con la puerta abierta agudicé mis oídos: escuchaba algún murmullo lejano, risitas incómodas, cortas y frías como cuchilladas traperas. De repente, el sonido metálico de unos zapatos se acercó hasta mí. Era Beti, cara de muñeca. Por un instante respiré aliviada. Pero sólo hasta que asomó su cabeza por el quicio de la puerta y con el cuerpo fuera, como si se tratase de uno de esos monstruos del tren de la bruja, me dijo en un tono inquietante:
 
—Has sido una niña mala, ¿eh?
 
Antes de que me diera tiempo a contestar ya se había ido. Cada paso alejándose fue como un zarpazo en mi corazón que bombeaba la sangre cada vez con más rapidez. No soy ninguna aprehensiva y ante situaciones extrañas, lejos de amedrentarme, reacciono incluso con una indeterminada violencia. Además, pienso que lo peor no es el diablo y que si existe, siempre está muy cerca de nosotros.

El colmo llegó cuando pasaron por delante de mi despacho Elena la analista y el nuevo becario. Se pararon un instante y se dijeron al oído algo que no pude entender. El eco de sus risas, según se iban, se transformó en un tembleque de mis pies y mis manos, igual que si me hubiesen aplicado una descarga eléctrica. Aquello parecía irreal. Pero no. Enseguida vi al fondo del pasillo a Menéndez, el trucha. Recordé que el sábado me había visto besándome con Rocío. Venía hacía mí mostrando esa sonrisa sardónica, estúpida y babosa, tan tupida que le iba precediendo como una manta que de repente me inundó. Traté de escapar y… ¡Al fin el despertador me sacó de aquella pesadilla! ¡Uf! A veces la sensación de culpa y el miedo a que dañen nuestra reputación son nuestros peores enemigos: sin darnos cuenta se cuelan en los recodos de nuestro inconsciente y se pasean por nuestros sueños sin pedirnos permiso.

Por lo demás, la pesadilla me dio para pensar durante todo el lunes. No hablé con nadie. No vi a nadie. Por la tarde me fui sola a la Malvarrosa. Al llegar a casa me pasé por el baño y me di un buen repaso. Falta me hacía, después de ver las vueltas que da una en la vida y en los sueños…
 
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Martes, 18.
 
Ya decía ayer que el escenario económico está teñido de grises casi negros. Y si a esto se le añade la incertidumbre en el puesto de trabajo, por muy bien remunerado que esté el puesto o por muy sólida que sea la compañía, el asunto además de oscuro, comienza a dar miedo. Porque a estas alturas de la jugada ya no vale empatar, y el tomar una decisión cuando se es un mando intermedio —cuasi en funciones de Gran Jefe—, conlleva una concentración de tanto nivel como en los momentos previos a la ejecución de un triple salto mortal con tirabuzón y sin red.
Ocurrió ayer. Menéndez el trucha me llamó a su despacho y me dijo:
 
—Te va a encantar —dijo con su sempiterna sonrisa salmónida mientras me alcanzaba lo que parecía un comunicado oficial interno—.
 
Para resumir, una nota escueta con un anexo de cuatro folios que venían a ponernos en la siguiente tesitura «O bien se hace un pedido a la competencia o nos quedamos sin materia prima para vender en el mercado». Y la situación debía resolverla mi menda. Me fui a mi despacho echando humo. Llamar a mi Gran Jefe, de safari fotográfico en Kenia, era tanto como admitir mis escasas dotes para el mando y ya podía ir despidiéndome de una carrera meteórica. Si hacía el pedido a la competencia —que abusaba de su posición predominante y privilegiada ante la Generalitat—, alguien en el futuro me señalaría como la causante de una claudicación deshonrosa para nuestra empresa. Y si, finalmente, decidía aguantar el tirón sin mercancía en las naves ya podía encomendarme al patrón de los náufragos para que los clientes no me tirasen por la borda ante el retraso en la entrega. ¡Glup, glup y más glup!
Me senté frente al ordenador, ante el teléfono, ante una mesa repleta de papeles, informes y cuentas. Jamás me había sentido más sola. Ni siquiera cuando me separé y a mi ex le dio por visitar a mis padres y a mi hermana, la lolaila de París, excusándose y solicitando mi condena ad aeternum, algo que claro está, consiguió de forma inexplicable en aquellos instantes. Valiente mamón. Pero en aquellos momentos, al me
nos tuve amigas pegadas a mi hermoso trasero para apoyarme y algún amigo con los hombros recios y kilómetros de papel para llorarles encima.
A mí, cuando lloraba, me daba por mear —perdón por la vulgaridad—, justo igual que ayer. O no. No sé. Porque me fui al servicio a orinar y me puse al mismo tiempo a llorar. Desconozco en estos casos las leyes de causa y efecto. La próxima vez tengo que preguntárselo a mi ginecóloga.
Cuando volví al despacho, alguien me llamaba al móvil. Era Fred, mi amiga pelirroja con cara de conejito azul. Muy mona, sí.
 
—Te cuento: Hugo quiere verme a toda costa. Hoy ya me ha llamado quince veces y todavía son las 12:30. Por supuesto, no le he contestado a ninguna llamada. Ramón quiere verme pero yo no tengo claro qué tengo que hacer después si nos vemos y nos vamos a la cama. Y si me voy con Ramón, luego tengo sentimientos de culpa y de pérdida, porque ya sé que no se va a quedar. Y, por otra parte, después de la última que Hugo me armó, quiero que pague y sufra para que aprenda. Pero por si acaso Ramón se queda un poco más, aunque va a ser que no, pues quiero que Hugo no se lo tome como un no rotundo. ¿QUÉ HAGO, PORFA?
 
Me quedé más blanca que el inmaculado y carísimo blanco de Calatrava. Y de repente, recordando a Bruce Lee, le dije a Fred:
 
—Be water, my friend.
 
Y luego, cuando Fred pensó que había dado con hueso y que no pensaba darle cuartel a tanto desquiciamiento, yo misma me apliqué el cuento.
Y ¿por qué no?, me dije. Yo, también puedo. Levanté el teléfono y hablé con la competencia. Les hice el pedido bajo condiciones draconianas para nuestra empresa. OK, pero eso era mejor que abandonar. Íbamos a perder mucho, yo iba a ser la culpable y los enemigos, mientras tanto, afilaban sus uñas. De acuerdo, pero que todo el mundo sepa que yo no me bajo las bragas y mucho menos ante un panorama tan negro. He dicho.
 
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Miércoles, 19.
 
De cuando en vez, las cosas no son lo que parecen. Otras, tienen una cruz y su reverso o contienen el yin y el yang. No sé. Es como si tuviéramos un prisma en el centro del cerebro que fuera moviéndose y mostrándonos sus distintas caras, con sus variadas opciones y sobre todo, con sus riquísimos matices. Siempre nos parecen contradictorios, pero una reflexión pausada nos ayuda a ver que todo es parte de la misma moneda.
Por ejemplo, ayer fue el cumpleaños de Fred, mi amiga pelirroja con cara de conejita azul despistada. 40 tacos no son nada, pero a mí, que ya paso los 38 y veo las barbas de mi vecina mojar me infunden respeto y me llenan de inseguridad.
Porque, para los tiempos que corren, estar alrededor de los treinta significa mantenerse todavía en una zona de cierta seguridad juvenil. Los jóvenes, y por supuesto los no tan jóvenes, te ven lejana como una estrella y cercana como una diosa de carne y hueso dispuestos a darlo todo por una noche inolvidable y quién sabe si para toda la vida.
Sin embargo, tengo para mí que los 40 ya son otra cosa. Es ese angosto y largo camino hacia la desaparición ya inapelable y segura de los 50. Es ese periodo en el que puedes ver cumplidos todos tus deseos o ver cómo pasa el tren de la vida sin haberse percatado de que llevabas mucho tiempo esperándole en el andén. De ahí su importancia, pues luego afrontarás los 50 con la fortaleza de quien sabe lo que tiene o con la histeria de quien sabe cuánto ha perdido para siempre.
En fin, que llamé a Fred y la felicité entre risas y alguna que otra canción y majaderías amicales. Me dijo que el jueves, mañana, haría una fiesta en el Bubble’s.
 
—¿No se te habrá ocurrido invitar a Hugo y a Ramón?
—No. No. A Hugo lo tengo en cuarentena, aunque ya me ha enviado bombones y flores.
—Qué clásico, ¿no?
—Qué quieres, cariño. A Hugo no se le puede pedir más —me explicó—. Y encima querrá que se lo agradezca como si fuera el mismísimo rey de Roma. Es lo malo de salir con uno de 54. Pero lo mejor es que Ramón se ha acordado y me ha invitado hoy a celebrar mi cumpleaños.
—No me fastidies. ¡Qué bueno!
—¡A que sí! Me voy a dar un homenaje a fondo, que luego nunca se sabe…
—Me parece perfecto. Así que mañana es sólo para nosotras —concluí.
—Pues sí. Y lo que caiga.
 
Pero lo que caiga son, se mire por donde se mire, 40 años. Ahora bien, visto el horizonte con prismáticos de precisión, lo cierto es que Fred, Carma y yo tenemos, sin ánimo de presumir a lo tonto y por fortuna, mil motivos para sentirnos más que bien. Salud, belleza y puesto de trabajo —cruzo los dedos— no nos falta. Del resto, dinero y amor ya nos encargaremos a partir de nuestros 40. Porque qué quieren que les diga. Los 40 son los mejores años de nuestra vida. Ya podemos decidir, con toda nuestra experiencia, qué queremos y con quién lo queremos. Y por supuesto, tal y como dijo Carma un día después de llorar un pantano, un río y un mar, «el sufrir se va a acabar». Allá cada quien si quiera malversar sus años usándolos como mortaja. Nosotras celebramos la fiesta de la vida todos los días del año y con especial énfasis uno de cada 365.

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Jueves, 20.
 
Cuando a media mañana Menéndez el trucha lleg&oacute
; para pedirme el informe que nos habían pedido desde Madrid, su rostro salmónido se tornó en sorprendido babuino. El informe llevaba mi firma y rápidamente me hizo ver que la misma no iba a llegar hasta su destino. Es decir, el informe sí, pero con la firma de él. A mí me dio igual, la verdad. Mientras cobre por mi trabajo y mi reputación esté donde debe, no tengo el prurito de ninguna vanidad. La firma es asuntos más propio de hombres en particular, de personas fracasadas de antemano en general y el engañoso pan nuestro de cada día en los trabajos de la Universidad. A no ser, claro está, que sean genios. Pero los genios, ¡ay!, son una mínima parte de una minoría. En todo caso, me parece que vivimos en una sociedad que sobrevalora la función social y económica de muchas artes, profesiones y oficios. ¿De quién es el cuadro: de quien lo pinta o de quien lo compra? Supongo que del pintor. Pero recálese: si no hay comprador, no habrá pintor. Podemos debatir hasta el infinito, pero prefiero pararme aquí. Al fin, tratándose de humanos, en la inmensa mayoría de las ocasiones nos encontraríamos con muchas sorpresas cuando no, con humo: es decir, nada.
Por la tarde descansé y luego empecé a prepararme para la fiesta de cumpleaños de Fred. Tuve dudas: me decidí por el vaquero blanco y la camiseta escotada. Antes de ir al Bubble’s, nos habíamos citado en el Lisboa. De regalo, le llevaba a Fred El encuentro de Anne Enright y un pequeño conejito de ébano que compré en la tienda de un amigo artesano. El libro, obviamente, llevaba firma. El conejito, no. Pero los dos iban a pasar, con firma o sin firma, a manos de Fred.
Carma le regaló una camisa monísima de la firma de Amaya Arzuaga y unos poemas enmarcados del mismísimo Paco Brines —Polvos y lodos, Con quién haré el amor y Epitafio romano—, aunque no llevaban su firma porque pertenecían a un cuaderno de litografías y al artista se le olvidó poner la autoría en cada poema, según nos contó Carma.
Estábamos en estas alegrías cuando mis amigas me hicieron notar la presencia de dos bombones apoyados en la barra. Carma conocía a uno. Se lo había presentado Víctor, su ex. Y ese puente sirvió para que Carma fuese al servicio y, de vuelta, encontradiza, les saludara y se los camelara para que nos acompañaran a la mesa. Se llamaban Pep y Mateo. Pep era el que conocía Carma y resultó que Mateo me conocía a mí.
 
—Sí, creo que me suenas —dije apoyando mi dedo índice en la comisura de mis labios—, pero ¿de qué?
—Soy —dijo casi en un susurro— el guardia de seguridad de tu empresa.
—¡Anda, pero qué bueno! —dije con múltiples significados e intenciones, clavándole la mirada por todas y ninguna parte al mismo tiempo. Él se rió, tímido. Yo me reí, franca, abierta, tontita perdida. Entregada desde el minuto cero. Como si esa pequeña risa compartida fuese la clave alfanumérica que abriera nuestra epidermis. Y es que si algo es de alguien, no es cuando lo hace o lo compra o se lo regalan, sino cuando es capaz de verlo y disfrutarlo. Al fin, la felicidad radica en la grandeza de compartir las cosas más pequeñas y cotidianas, sobre todo cuando vienen sin firma. Porque la firma, ¡uf!, la firma es una cosa muy pesada, hecha para los poderosos, los soberbios, los pagados de sí mismos, los aprovechados y, por supuesto, los desconfiados.
 
Nos fuimos al Bubble’s. Fred había montado la fiesta a su entera satisfacción y Mateo y yo, seguro que nos lo íbamos a pasar de muerte. Por suerte, ni para ser ni para sentir hacen falta firmas.
 
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Tercer finde.

 
Este finde ha sido asfixiante. Sí, pero me ha elevado al séptimo cielo. Con este calor que nos ha sometido implacable y feroz como un emperador extranjero, mi casa ha sido el único oasis posible para el refugio
 
Mateo el segurata y yo lo hemos pasado juntos y encerrados, alejados del mundo, firmando nuestros cuerpos una vez y otra, concediéndonos apenas algunos menesterosos y ardientes platos que él ha preparado con el mismo gusto y pericia que tiene para el resto de cosas. Tan sólo bien entrada la noche del viernes y del sábado pudimos instalarnos en la terraza, dejando que una mínima película de sudor bruñera nuestra epidermis y oyendo, casi melancólicos, cómo las entrañas de la ciudad se desperezaban y crujían, como si tratase de exudar todos los grados centígrados ingeridos durante el día. Pero alguna insania había en ese calor poderoso que nos llevaba de continuo a libarnos la piel para volver de nuevo a una derrota anunciada, a una indolencia física intolerable después y, finalmente, a una pereza y un desarme moral en donde la única ley han sido nuestros instintos. ¿Cómo puede ocurrir que seamos seres tan endebles, tan inermes y expuestos al peligro de nuestros propios placeres más inmediatos? ¿Por qué no somos capaces de parar esa hemorragia y de improviso abandonamos todo y escondemos bajo tierra los principios que creíamos tan sólidos? ¿Acaso el furioso gusto por la vida y por poseerla, por tenerla absolutamente libre, justifica la dejación y muerte de nuestros valores?
 
En algún momento de laxitud, emparedada entre la borrachera que me proporcionaba Mateo y la canícula sobre la ciudad ahogada, recordé a William Hurt y Kathleen Turner en Fuego en el cuerpo. Estoy convencida de que no hubiese matado por Mateo, pero sin duda habría llegado a cometer varias locuras si él me lo hubiera pedido.
 
El domingo me quedé sola y comprobé una vez más que el instinto natural se aleja de la perfección. Porque al fin, Mateo había dejado la bolsa con la bomba de relojería debajo de mi cama. Y el temporizador había llegado a su punto cero justo cuando me desperté por la mañana. «Estoy casado», me dijo con el tono de quien te informa del tiempo o de lo que va a hacer de inmediato: «Mira, llueve». O bien, «Oye, me voy a dar una vuelta». Vi en sus ojos el alma de un pobre diablo a la espera de mi comprensión y mi absolución. Pero no lo hice.  No me tomé demasiadas molestias. Un hombre casado ante una mujer verdaderamente independiente es como un payaso desvencijado y sin público: ridículo. Me dio un beso y se marchó. De repente, todo el finde se había convertido en una zona cero.
 
Algo en mí interior se había roto, dejándome un espacio abierto y lancinante, pero sin ningún remordimiento. Volvería a hacer lo mismo. Ocurre que yo no voy de la mano con quien no es mi igual. Que trabaje como guardia de seguridad no es ningún problema. Es más, sería una bendición. Pero que estuviera casado, sí. No le culpo de nada. Cuando empiezo una relación no pregunto. Sólo la empiezo. Y es que para mí, la confianza es una de las bases fundamentales para nuestras relaciones, al menos en nuestra civilización.
Sin embargo, no sé bien por qué, cuando ahora veo en la TV las imágenes de Atenas en llamas, rodeada por el humo que no deja ver ni respirar, creo que esa cualidad se está perdiendo o ya está perdida para siempre. Creo que amparados bajo esa confianza todo a nuestro alrededor ha ido fundiéndose, resquebrajándose, hasta convertir el sistema y el sistema de valores en una ruina abandonada. Puede que en el futuro algunos vuelvan su vista atrás y la retomen. No creo. Será el momento para que algún bardo con la mirada certera componga los versos de aquellas que una vez fuimos confiadas, justas y leales con nuestros semejantes.
 
Sí, Mateo es una hermosísima escultura de bronce, pero por dentro está vacío: una nada del tamaño infernal de un desierto a solas. Y es que la mentira se soporta bien cuando forma parte de un error, pero cuando una tiene que tener en cuenta que todo ser humano la trae incorporada, entonces nadie está seguro en ninguna parte.
 
Y mientras Atenas arde en esta tarde de domingo y el Mediterráneo duerme los sueños de su propia historia, a mí ya sólo me queda renacer de mis propias cenizas. ¡Uf, qué calor!
 
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