Lunes, 24.
Ayer, penúltimo lunes antes de mis vacaciones, llegué al trabajo con toda mi alegría para afrontar las últimas rampas que me llevarán a la cima de la felicidad. No tenía demasiado trabajo sobre la mesa, los compañeros —algunos ya incorporándose— bostezaban aún el sueño atrasado y yo, mientras tanto, repasaba mentalmente algunas ciudades europeas que muy pronto visitaré.
Pero la tranquilidad en el medio ambiente laboral casi siempre es un espejismo. A las nueve y un minuto apareció Angie, como ya dije una de esas mujeres de quien nadie diría que es una mujer. Su voz y su pelo a lo garçon unidos a su presencia física y su forma de vestir, componen una figura tan ambigua que ya le ha propiciado situaciones disparatadas, divertidos equívocos y otros embrollos profesionales.
—¿Te cuento? —me preguntó por preguntar. Más para llamar mi atención que para pedirme permiso—. El Gran Jefe no se va de vacaciones.
—¿Ah, no?
—No. Ya no. Lo han echado. Bueno, se irá pero no volverá. Para el caso…
Abrí los ojos como un animal antediluviano y le pregunté cómo tenía ella esa información.
—Elena.
—¿Elena, la analista?
—La misma. Ella asumirá sus funciones. Me lo contó todo el viernes a última hora.
—¿Y a nuestro Gran Jefe, el que nos interesa?
—Ah, de ése no sé nada —dijo mientras se hurgaba la oreja.
Aquella información me llenó de incertidumbre. Era el signo de que la empresa comenzaba a soltar lastre y no precisamente de poco peso. Menéndez el trucha no cuenta con mi admiración, pero sé respetar a un digno rival. Además, en tales asuntos, yo misma podía encontrar el finiquito encima de la mesa o en el buzón de casa en menos de veinticuatro horas.
—¿Sigo? —volvió a preguntar por preguntar, mientras se arrascaba la otra oreja como una perra—. Beti está embarazada.
Por unos instantes me quedé sin respiración.
—¿Del cubano?
—Seguramente. Pero no se puede descartar a Jonathan, el becario. Ya sabes que están liados ¿no?
—Pues no.
—¡Ay, hija! Es que no te enteras de nada. El caso es que si está de más de dos semanas es del cubano. Eso seguro. Pero si piensa seguir con Jonathan, tendrá que decirle que fue del primer quiqui que echaron.
Beti, mi Beti cara de muñeca embarazada. Con la que está cayendo, con la crisis, la gripe A y va ella y se lo monta a pelo. ¿Realmente alguna mujer puede ser tan inconsciente en los tiempos que corren? ¿Existen todavía este tipo de errores? O ¿no será que hay mujeres tan temerarias como para hacer este tipo de locuras? Aunque a lo mejor soy yo, tan timorata, con mis prejuicios. Por eso, ¿no será que me desagrada la idea de que tenga el bombo del cubano y engañe al becario? En fin, no sé.
—Y Beti ¿cómo está?
—No lo sé. Yo nunca he estado embarazada, ni pienso.
A media mañana, después de tomar un café con Beti, mi Beti cara de muñeca, y quedarme tranquila al saber que por lo menos no piensa engañar a Jonathan, recibí la llamada de Menéndez el trucha. Fui a su despacho, me senté y se despachó a gusto con la empresa. Su desahogo me produjo ternura y regresé a mi mesa afligida, con una sensación tan ambigua como la imagen de Angie, pues ya no sabía si estaba triste o alegre. Beti embarazada, la empresa desembarazándose de Menéndez el trucha y yo pensando en mis vacaciones. Qué le voy a hacer: lo único que me motiva ya es subir la cuesta de estos últimos y empinados días de agosto. Vacaciones, por favor, por favor.
Martes, 25.
Parece que anuncian lluvia y bajada de la temperatura. Falta que hace. Viene bien que el ambiente se renueve, que por las noches se pueda dormir a pierna suelta y que una pueda salir de compras sin tener que refrescarse el pescuezo y el gaznate a cada minuto. Pero ayer el calor todavía apretaba y en el trabajo tuve la sensación de que los clientes también se aplicaban con esmero y con sus dos manitas sobre mi cuello. ¡Vaya!, otros que también han anticipando la vuelta de sus vacaciones. Reclamaciones, pedidos no solicitados, pedidos sin llegar, habilitación de fondos, pagos, cobros. En fin, ola que viene y ola que va, a cada cual más intensa. Se nota que el personal ha llegado fuerte tras el ocio y que ya empieza a tomar posiciones y decisiones. Ni siquiera parece que vayan a esperar al día después del año nuevo, cuando se inician todas esas cosas que nunca se terminan: colecciones, idiomas, dietas, gimnasios y un sinfín de proyectos personales abortados con la primera tentación o en el segundo obstáculo.
No me extraña nada que en época de crisis la gente ponga más voluntad y se esfuerce y persevere para conseguir todo lo que no ha conseguido con anterioridad. Porque, paradójicamente, la crisis global se ha convertido en individual y parece como si el sistema hubiese trasladado la responsabilidad de la quiebra a cada uno de nosotros: así, cada cual, como pueda, debe aportar sus soluciones, aunque sean mínimas e irrisorias. Tengo para mí que nos va la marcha y que nos dejamos poner la soga en el cuello y en la boca el bozal, sin hacer crítica permanente a tanto tonto político, tanto tonto banquero, tanto tonto sindical y tanto tonto informador. Y cuando digo «tonto» me quedo corta porque sólo trato de ser amable.
Por fortuna todavía hay quien ve con la claridad suficiente como para, al menos en su vida personal, pararse y concederse un tiempo para contemplar y reflexionar. Por la tarde quedé con Carma en el Lisboa. Fred no pudo venir porque tenía reunión familiar: el alzheimer de su padre ha comenzado a complicarles la vida.
Carma me contó que el finde le había dado puerta definitiva a su ex, Víctor. Por mi parte, le confesé que creía que Víctor se había convertido en un amante muelle, que tan pronto está de ida como de vuelta. Y que ella no había sido capaz de dejarle por miedo y por interés: fifty, fifty.
—Porque ¿sabes? Víctor siempre está ahí y acaba volviendo. Pero siempre me reclama que tengo que cambiar, que debo ser más considerada con él, más atenta y más amorosa. Como si toda la culpa de que la relación no funcione sólo fuese mía.
—Ya.
—Y lo que más rabia me da es que él es incapaz de mirarse y decirme ni una sola cosa que haya hecho mal.
—Ya.
—Es que a veces se porta como un crío, un adolescente irresponsable que juega con las cosas de comer y le importa un rábano quemarse o que se quemen los demás.
—Ya.
—Aunque pobrecito mío. Tiene un corazón de oro y cuando está tranquilo nuestra relación fluye y se desliza como en una balsa de aceite.
Todo eso ya me sonaba. Una y otra vez tropezamos en la misma piedra porque sabemos que resulta muy incómodo cambiar. Así nos va con la crisis y con el sistema o con los novios y con las amigas. Y es que, hay que reconocerlo, estamos rodeados de tanto novio tonto y de tanta amiga tonta que a la fuerza, ya sea por simpatía o por contagio, nos convertimos en unos tontos perfectos. Menos mal que en breve estaré disfrutando de unas vacaciones y haré acopio de otras temperaturas. Definitivamente, cuando no se puede cambiar de vida, hay que tratar por todos los medios de cambiar nuestro ambiente. Ojalá que llueva café en el campo… y sentido común a raudales.
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Miércoles, 26.
Ayer por la mañana recordé un chiste que me contaron en la facultad. Están un químico, un ingeniero y un economista en una isla desierta y sólo cuentan con unas latas para su supervivencia. Entonces se plantea el problema de cómo abrirlas. El químico les explica que tal vez haciendo un fuego y colocándolas sobre él, podría conseguirse el punto de dilatación necesario como para abrirlas sin mayor esfuerzo. El ingeniero, por su parte, trata de demostrarles que percutiendo un canto rodado sobre otro podría obtener algo similar a un hacha con el filo suficiente para doblegar la resistencia de la lata. Y finalmente, el economista, que había seguido las explicaciones con mucha atención, dijo: «Muy bien. Supongamos que tenemos un abrelatas…»
Y es que cuando me leí las conclusiones y líneas maestras del informe, análisis y plan de nuestra empresa para 2010, que me había dejado Elena la analista sobre la mesa, pensé que alguien tendrá que decir de una vez por todas a tanto profesional advenedizo al poder que siendo como es la economía una ciencia humana, una cosa es el idealismo que rezuman sus propuestas y otra muy distinta la realidad por donde circulan los riesgos y el azar de esa jungla que es el mercado real. Porque en nuestra economía capitalista hay lógica sólo hasta ese punto en que deja de haberla.
Algo parecido me ocurrió por la tarde cuando quedé con Fred en el Lisboa. Esta vez fue Carma quien se ausentó: la celebración de su vuelta con Víctor era motivo más que suficiente. Nos hacíamos cargo. Así que estábamos a nuestras cosas, comentando lo ricas que están las presentadoras de la tele a su vuelta de las vacaciones y calentándonos la lengua con unos Absolutos, cuando de repente Fred, mi amiga pelirroja con cara de conejita azul despistada, se desató y me contó que, entre Ramón y Hugo, había decidido quedarse con éste último.
—Y entonces…
—Bueno, antes de entrar siempre hay que dejar salir.
—Y eso en tu caso, qué quiere decir.
—Que al fin me he dado cuenta de que Ramón es un encantador de serpientes, un fantástico encantador de serpientes, con una cuidada imagen forrada de ensueño y rojos maravillas. Pero Hugo es el pan de cada día. Y, además, a mis 40 ya no quiero tanto amor hard, sino más atenciones soft. Ya me entiendes.
—Pues no sabes cómo me alegro por ti. En serio, Fred. Esto hay que celebrarlo —le dije con toda mi franqueza. Apuré el Absoluto y le pedí a la camarera que nos trajera otros dos—. Y, oye, ¿qué vas a hacer cuando te llame Ramón?
—Bueno. Verás. Yo creo que cuando sus hijos ya sepan cuidarse por sí mismos, deje a su mujer, no necesite a sus amantes y tenga un trabajo con un horario como todo el mundo, pues a lo mejor…
Claro, claro, pues a lo mejor se abre la lata y os coméis las perdices y sois unos petardos muy felices, pensé pensando que en nuestras relaciones amorosas hay lógica sólo hasta ese punto en que deja de haberla.
En fin, que tanto en la economía como en el amor solemos olvidar que no siempre hay una separación entre el sujeto y el objeto de la investigación. Y también olvidamos, contumaces, que somos demasiado propensos a confundir la realidad con nuestros deseos. Por cierto, ¿alguien tiene un abrelatas a mano, por favor?
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Jueves, 27.
La perfección no existe, pero a mí me gusta acercarme a ella. Cuando trabajo quiero conseguir lo mejor para mi empresa. Cuando ayudo a alguien también. Por eso ayer me quedé hasta las tantísimas en la oficina, dejando todo listo para que el regreso de mi jefa, la muy…, sea lo menos traumático posible. Ya sé que en este mundo el agradecimiento es como un kleenex, pero la mejor satisfacción siempre es la que una obtiene de sí misma. Así soy yo.
Insisto. La perfección no existe y a mi hermana, la de París, el asunto se la trae al pairo. Me llama y me dice que se viene unos días a Valencia. Viene con su Pierre y un amigo de su Pierre. Que si le dejo una habitación. Así es mi hermana, la de París, mi hermana la loca. Anita. Hija de mi padre y de su segunda mujer, mucho más joven que él.
Suspiro y pienso que al menos no llega en el peor momento posible. Al fin y al cabo, ya sólo me queda un día para irme de vacaciones, para olvidarme de la gripe A (la de los cerdos), la subida de impuestos, el paro, la crisis y hasta de las madres que nos parieron.
Cuando salí llevaba la cabeza a la altura de la cintura y con el encefalograma plano. Tanto, que creí estar viviendo en un mundo donde la tercera dimensión no existía. Y una vez en casa, tirada sobre el sofá, apurando el trago de vinito blanco después de una ración individual precocinada y calentada en el microondas, respiré hondo y recordé a mis compañeros de trabajo, a mis amigas Carma y Fred, a Nacho, el cantante, a Rocío, la fotógrafa y a Mateo, el de seguridad. Pensé en cómo nos vamos pasando los unos sobre los otros: tiernos, amables, abruptos, elegantes, sinceros, escondidos, turbios, sexuales, alegres, sensuales, invisibles, cansados, eróticos, decepcionados, pero sobre todo, corriendo y a toda prisa. Todos corriendo, siempre corriendo con la lengua fuera, buscando un no sé qué para un no sé cuándo, corriendo y corriendo para después encontrarnos a solas. O lo que es lo mismo, pensé incorporándome para abrir la puerta, tanto correr para después, casi nada.
Allí estaba mi hermana la loca junto a su Pierre, delgado como el hueso de un ala de pollo, aniñado pero sin llegar a afeminado, moreno y con una mosca ridícula bajo su labio inferior. Les dejé mi habitación y enseguida Anita y yo empezamos a contarnos todo. Traía tales pintas que ganas me dieron de preguntarle dónde tenía a su madre: toda ella muy fashion y toda ella bastante ligera aunque yo diría que algo más, pero me callo porque es mi hermana. Pierre se dio a la cerveza. Terminaba una y abría otra. Calladito el chico. Varias risas después y terminada la reserva de cerveza helada de mi nevera nos arreglamos y salimos a buscar a su otro amigo. Se había quedado en el hotel Palace, lujo de 5 estrellas. Eso no me sonaba. Le pregunté a Anita.
—¡Ah! No te preocupes por François. Il est mon argent.
—¿Cómo?
—Que François es el que financia nuestra puesta de largo en París. Y si todo va bien, después vendrá Milán, Londres y quién sabe ma chérie.
No hay nada como hablar con las generaciones futuras. La locura va por barrios y en mi familia no iba a ser menos. En el fondo me alegraba por ellos dos y lo cierto es que oyéndola me tranquilicé a tope, ejercí de hermana mayor y eso me devolvió una imagen de mujer casi perfecta.
Pero cuando entramos en el vestíbulo del hotel mi perfección desapareció de repente. En realidad, creo que se me cayeron las bragas. François era calvo. Calvo absoluto: una bola brillante de billar, como aquel del anuncio de la lotería de Navidad pero en más joven y atractivo. ¿Cómo era posible si a mí jamás me habían atraído los calvos? Es más. Creo que la última vez que se me acercó uno, lo maté con la mirada, como si se tratara de una especie inferior.
La tarde y la noche fueron un despliegue de plumas por mi parte y un derroche de simpatía y de dinero de François. Encantador, sublime, espectacular. Bueno, tal vez exagero, pero es que a François me parece que le queda muy bien un poquito de exageración. A mi hermana la vi feliz y guapísima junto a Pierre. Mientras, yo iba perdiendo más y más mi compostura, con los nervios tontos, trastabillándome cada vez que trataba de decirle decía algo o derribando la copa de Dom Pérignon sobre la mesa. François sonreía con ese rostro esférico, tranquilo y feliz, mientras me aseguraba que derramar champán traía mucha suerte y un aviso inmediato de felicidad. Seguro que sí. ¡Claro! Eso iba a ser. Pero cómo no me di cuenta antes. ¡La felicidad, ja, ja, ja, ja! Lo dicho, la perfección no existe, pero a veces… ¡uy, a veces!
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El último finde.
Creo que la noche del viernes ha sido el inicio de una gran relación. Después de que por la mañana dijera adiós al trabajo hasta finales de septiembre, volví a quedar con François. La noche del jueves me había acompañado hasta casa en un taxi. Se despidió de mí en el portal y esperó hasta verme entrar en el ascensor. Ese detalle ya fue toda una declaración de intenciones: sin prisa pero sin pausa. Quienes saben medir el tiempo de las palabras y la distancia de los cuerpos logran velocidades emocionales vertiginosas.
Esa noche supe de François lo que tenía que saber: hijo de madre española y padre francés. Empresario de publicidad y hombre 3D: dinámico, divertido y divorciado. Sin hijos. Una inmejorable carta de presentación, al menos para mí. Porque cuántos hombres alrededor de los 40 tienen lo que tiene François.
El caso es que acostumbrado a tomar decisiones en muy poco tiempo, el viernes no esperó demasiado para hacerme varias propuestas. Y yo, acostumbrada a decidir sobre la marcha, contesté a todas que sí. Eso significa que tendré que anular mi ya postergado, por tres veces, viaje a la Biennale di Venezi
a. No importa. Espero que para cuando vaya todavía no se haya hundido.
a. No importa. Espero que para cuando vaya todavía no se haya hundido.
Lo primero es que el martes me reuniré con François en París y luego nos iremos a Londres para volver de nuevo e irnos a un lugar que no ha querido desvelarme. Nadie despliega tanto mimo, sorpresa y aventura sin alguna intención y si a ello le unía todo lo que teníamos por delante para contarnos, François proponía sutilmente una inversión a largo plazo. Por supuesto, no me hice la tonta, pero abrumada por tanta propuesta, a cada cual más apetecible, me pregunté si no estaría volando demasiado alto. La carrera hacia la felicidad significa vivir en un estado continuo de esfuerzo y celebración difícil de asumir tanto para el cuerpo como para la mente. ¿Se pueden aceptar proposiciones tan locas a estos años? En mi caso sí y mil veces sí. O de lo contrario ya me veo criando malvas. Al pasar de los años, atreverse es una acción cada vez al alcance de menos almas. Porque ya hemos aceptado meternos como reclusos en una ciudad, en una casa, en un trabajo, en un coche, en una pareja, en una familia, en una hipoteca, en unos amantes, en unos amigos, en un ocio y definitivamente en un destino sin opciones ni salidas. Supongo que por eso vivo con lo justo, rodeada de muy pocas cosas y ligera como el viento: mientras pueda, siempre quiero tener la posibilidad de raparme la cabeza y marcharme a Australia o confiar en alguien y largarnos con todo aún por delante.
Lo mejor es que, junto a los demonios y los infiernos acostumbrados, la vida a los treinta y tantos e incluso a los cuarenta —por el momento más allá no llego— también tiene el inmenso poder de sorprenderte, conserva un arsenal de ases bajo la manga para llevarte a cielos insospechados y guarda bajo sus aguas los puentes que tantas veces no nos atrevimos a cruzar. Porque para hacer lo de siempre ya habrá tiempo. El propio cuerpo nos irá poniendo en nuestro sitio y entonces ya no nos quedará otro remedio que aceptar lo que nos rodee. Pero mientras, nada hay como ensanchar los pulmones y dejar que a una le exploten en la cabeza los versos recitados de memoria por François, dejar que se vuelva loco y me saque a bailar en medio de cualquier lugar o me cante canciones al oído que me hacen salivar y me llena de mariposas el estómago. Y todo con ese toque de hombre incorrecto y sin demasiada vergüenza, con esa forma de exponerse sin miedo y con esa seguridad que consiste en saber cómo tratar a una chica y, sobre todo, en dejarse tratar. Porque en los tiempos que corren, si alguien te ayuda a sentirte mujer, princesa y niña mala, así, las tres cosas al mismo tiempo, sin permitir que te sientas culpable en ningún instante, es que tienes delante a alguien parecido a Dios.
Pero, ¿por qué caí definitivamente arrobada en sus brazos? Es muy sencillo. Cuando el sábado Anita y Pierre nos dejaron a solas, frente a frente, lo primero que me dijo, con esa boca que no voy a parar de comer en cuanto el martes lo vuelva a ver, fue:
—Eva, tonterías ni una.
Y no supe si echarme a reír, ponerme a saltar como una loca o abalanzarme sobre él y comérmelo allí mismo. Luego dicen que las palabras no sirven para nada. Lo dicho, el martes en cuanto lo vea, me lo como entero. Ya saben, a la parrilla, vuelta y vuelta. En fin, si agosto ha sido un mes muy ligero, de septiembre mejor ya ni les cuento. Bye, bye, au revoir, ciao y más que nunca, cuídense.
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