Una de las estampas veraniegas más comunes es la del Tour de Francia, convertida desde hace casi tres décadas en la prueba ciclista por excelencia, superando a sus antiguas iguales, las otras dos grandes (pruebas de tres semanas de duración) Vuelta a España y Giro de Italia. Esta edición de 2009 ha estado marcada por el regreso del heptacampeón Lance Armstrong a la competición y por su duelo con la figura emergente del español Alberto Contador. El admirable esfuerzo que ha supuesto la vuelta del supercampeón estadounidense se ha visto ensombrecida, sin embargo, por todas las artimañas extradeportivas que ha tejido en su relación con su compañero de equipo Contador. Armstrong nos ha mostrado un lado oscuro que ya había dejado entrever en alguna otra ocasión puntual, como cuando se negó a asistir a la ceremonia de entrega de los Premios Príncipe de Asturias para recoger un galardón bien ganado en las carreteras francesas. De poco sirvieron de aquella las excusas de su amigo, el ciclista asturiano Chechu Rubiera, y la hosca faz del norteamericano comenzaba a empañarse con el turbio color de la soberbia. Y de poco serviría cualquier otra excusa hoy a la vista de un comportamiento que está muy lejos de ser lo que esperamos de un deportista y mucho más aún de un ídolo deportivo.
A Lance Armstrong no le ha salido en esta ocasión su juego. Según él, regresó para propagar la lucha contra el cáncer, a través de su fundación Livestrong. Según muchos, su vuelta obedeció al deseo de contrarrestar la figura de Alberto Contador, uno de los pocos que ha logrado la "triple corona" (Tour, Giro, Vuelta) y que permanece invicto en una grande desde su primera victoria en el Tour. A la vista de sus maniobras extradeportivas en el seno del mismo equipo que Contador y de sus constantes comentarios en la prensa y en Twitter (¿tendrá acciones de esta compañía el texano?), aquellos que creían en un retorno por celos pueden estar más cerca de la realidad. Lance intentó vencer en el Giro, pero ni siquiera se clasificó entre los diez primeros, atacado sin piedad por sus rivales, que ya no le profesaban ese respeto teñido de miedo con el que impuso su dictadura victoriosa de siete Tours, contratando como pretorianos a sus rivales emergentes para fundirlos trabajando para él, marcando ese ritmo brutal y constante que, en sus buenos tiempos, recibió el nombre de molinillo.
Para el Tour preparó mejor sus armas: arropado por un superequipo a su servicio, manejó el ritmo de carrera a su antojo para que apenas hubiese ataques en las primeras dos semanas -aquellas donde había flaqueado en el Giro- y llegar a los Alpes como aspirante e intentar conseguir coronarse de amarillo el mismo día que otro Armstrong pisó la Luna. Fuera de las carreteras, aisló en los hoteles a Contador y los suyos, con el beneplácito de su director deportivo -el belga residente en Madrid Johan Bruyneel- y los desaires fueron constantes. No le salió la jugarreta en la carretera donde el de Pinto mostró una superioridad que pudo haber sido mucho mayor (y quién sabe si más nociva para las debilidades mostradas por el texano en la ruta), pero persistió dedicándose a lucir en la prensa, de tal modo que "Le Monde" titulaba tras el Tour: "Lance Armstrong, vencedor mediático del Tour". Y eso que Contador suma dos Tours, un Giro y una Vuelta a sus 26 años, edad en la que el "vencedor mediático del Tour 09" ni tan siquiera había estrenado su palmarés. Este mundo en que vivimos ha olvidado cualquier rasgo de sensatez y glorifica a un tipo que ha demostrado no tener buen perder, una circunstancia que debería borrarle como ejemplo. Pero, ya sabemos, que Armstrong vive en el mundo de las estrellas, allá donde el más mínimo gesto benevolente se glorifica y donde se perdona su constante juego sucio en la trastienda.