Vladimir Maiakovski o el testimonio de lo oferente
«Los poemas de Maiakovski tienen algo de confesional,
y en ellos se dialoga con Dios»
Por Víctor González-Quevedo
A estas alturas y en los tiempos que corren, el poeta ruso Vladimir Maiakovski no debería resultar un desconocido. Atrapado en la época de la revolución soviética y de la I Guerra Mundial, Maiakovski cantó a Lenin y dio conferencias por el ancho mundo arengando a los trabajadores del universo… Prácticamente esto es lo que sobresale de la vida y figura de este vate de la ofrenda, junto al hecho de que pusiera punto final a su vida por voluntad propia. En efecto, Vladimir pareció querer vaciarse a sí mismo hasta que (probablemente) consideró que ya no tenía nada que decirnos a nosotros o a las criaturas de su contemporaneidad.
Sin embargo, V.M. dejó unos escritos fundamentales para pulsar la cuerda que nos permite reconocer los excesos y atrocidades de su tiempo. Porque este artista vino a modificar la naturaleza de la poesía mística precedente. Efectivamente los poemas de Maiakovski tienen algo de confesional, y en ellos se dialoga con Dios. Pero no para hacerse a sí mismo mejor en un camino de perfección al estilo rilkiano, sino que viene a reconvenir a la divinidad en un frenesí dialógico de imposibilidad. Aunque se reconoce blasfemo, Vladimir le advierte a Dios de que con su propia muerte probablemente la humanidad mejorará –otra línea maestra del magisterio de nuestro poeta es su preocupación por el estado de la humanidad futura-, y ésta es otra de las características que sus obras poéticas traslucen: una elevada dosis de mesianismo unida al deseo utópico de un mundo mejor. Precisamente por lo cual, Maiakovski sabe –y personalmente creo que lo necesita- ofrecerse a sí mismo en holocausto, llegar hasta el límite, amar multitud de mujeres y descalificar a los sebosos ricachones que son una imagen constante en su producción. De este modo, el futurismo de su obra puede ser considerado algo sólido y con consistencia, y esto justifica la aparición del apocalipsis humano que traslucen sus versificaciones.
Por otra parte, pese a devenir en cantor tan oficioso como oficial de la revolución rusa –o precisamente por culpa de ello- , Maiakovski no consigue a mi juicio resolver una peligrosa dualidad: las ansias de cantar a lo colectivo no armonizan precisamente bien con la naturaleza individualista del poeta, y es conocido que en vida le afectó sobremanera esta tensión entre lo individual y lo colectivo. Porque el yo poético de estos cantos de desgarro y dolor se expresa a sí mismo en términos de primera persona del singular en la mayoría de ocasiones, y esto podría indicar que V.M. no pudo resolver ese conflicto antitético durante sus treinta y tantos años de existencia.
Unido a lo anterior, podrían y cabrían comentarse algunos puntos acerca de la forma del material poético de este escritor universal. Sus imágenes son potentísimas aunque a veces éstas parezcan írsele de las manos y se instalen un poco sobre el gran globo de lo grotesco, aunque éste es invariablemente el sello del poeta. Las visiones son a veces un tanto inconexas, y Maiakovski es capaz de autoinmolarse sin demasiado reparo o vergüenza y a la vez compararse con un inquisidor español o hablar acerca de grandes naciones europeas sin despeinarse, todo en el mismo poema. Pero lo que podría achacársele como debilidad es precisamente lo que le hace ser uno de los grandes, en mi modesta opinión.
Por último, recomendaría encarecidamente la lectura de los poemas “La flauta vertebral” –cuyo prólogo resulta paradigmático, modélico del autor y que es una especie de declaración personal de intenciones o sillar fundamental de sus obsesiones – unido a “La nube en pantalones”. Éstas son obras muy representativas y claves en la obra de V.M. y los gustadores de la buena poesía tienen aquí a un creador ya inmortal con una voz de lo más propia (y también sugestiva en su intensa descarnadura).
Víctor González-Quevedo es poeta.