El canon, o no, según Fonseca de Manuel García Rubio

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El canon, o no, según Fonseca.

Manuel García Rubio.

Publicado en La Nueva España el día 8 de junio de 2006.

Presumo de haber leído casi toda la obra de Fernando Fonseca. A propósito de su penúltima novela publicada, Palabras de cocaína, tuve ocasión de recordar a Borges, para quien todo ha sido escrito mucho antes de que nosotros hubiéramos aterrizado en este planeta y en esta conclusión. Decía entonces que cualquier idea, cualquier historia que se nos ocurra, por original, estrafalaria, absurda o perfecta que nos parezca, podría ser encontrada, bien que con paciencia, en la gigantesca biblioteca del maestro argentino. Recuerdo que propuse una gamberrada: probemos con alguna combinación absurda de palabras, en la que el sujeto esté escrito en inglés y el predicado en arameo, donde las preposiciones no existan y los adverbios se expresen con dígitos. Pues bien, el archivero mayor empleará más o menos tiempo, pero acabará localizando, en alguno de los anaqueles que custodia, esa obra que nuestra perversidad había dado por imposible. Porque en el mundo de la imaginación nada puede quedar fuera de la imaginación misma.

De aquí el principio por excelencia que ningún buen literato ignora: escribir no es sólo un acto de creación, sino fundamentalmente de selección. Cuando ponemos el punto final a una obra sabemos que no hemos hecho otra cosa que sacar de alguna de las estanterías borgianas el libro primigenio, el libro madre, ese que aguardaba desde el principio de los tiempos a que alguien reparara en él para ver la luz. En definitiva, cuando escribimos otorgamos al reino de lo posible el privilegio de lo actual, la existencia misma.

De este principio deriva, según entiendo, una obligación ineludible para todo escritor: la de estar en condiciones de explicar no por qué razón escribió lo que escribió, sino por qué razón escogió lo que escogió. O, lo que es lo mismo, el escritor ha de dar pistas a sus lectores para entender por sí mismos el mundo de esas significaciones que, a su juicio, fueron merecedoras de salir de su confinamiento, allá abajo, en las mazmorras de la gran biblioteca universal.

Obviamente, no estoy hablando de una obligación ética o social; ni siquiera de una obligación metaliteraria. Estoy hablando de un imperativo intrínseco a la propia escritura, incumplido el cual todo se vuelve caos y entropía. He aquí la razón por la que, desde mi punto de vista, buena parte de la literatura que se está haciendo en nuestro país no tiene más interés que el del producto «prêt-à -porter»: ignorantes de la fuerza compulsiva de la tradición, muchos de los escritores contemporáneos parecen monologar consigo mismos en la creencia temeraria de no necesitar nada de lo que anteriormente había sido escrito. He aquí, también, la causa de que tenga a Fernando Fonseca por uno de nuestros más sólidos literatos: sus textos no dejan de hablar con los que los precedieron y participan, de esta forma, de esa ambición de puesta al día que caracteriza a las obras que, a mí al menos, más me interesan.

Precisamente por todo esto pienso que pocos autores son capaces de hacer lo que Fernando Fonseca nos ha dado con su Pabellón de eternos, editado primorosamente, por cierto, por KRK en colaboración con Tribuna Ciudadana: un inventario de algunas de las novelas del siglo XX que al seleccionador más le influyeron, sin ánimo exhaustivo ni canónico, pero con explícita intención de dar a conocer sus principales referentes. La colecta parte de dos criterios muy acertados. El primero tiene en consideración el hecho de que la pasada centuria es, para la literatura universal, su Siglo de Oro. El segundo libera al antólogo de cánones preestablecidos, dando rienda suelta a su derecho de señalar unas obras y silenciar otras no más que por cerrar la lista en un punto que explique suficientemente lo que de admirable tiene para él cierta literatura, y su historia.

De esta manera, no encontrará el lector reseñas a propósito de Proust, Faulkner, MusilValle-Inclán; tampoco de Onetti o de Hesse. Ni falta que hace. Pabellón de eternos es una colección de las impresiones que veintinueve obras maestras del siglo XX han marcado en la visión que de la literatura y de la vida tiene su autor. En breves capítulos Fernando Fonseca repasa novelas tan populares como Cien años de soledad (García Márquez), La metamorfosis (Kafka), Auto de fe (Canetti), Lolita (Nabokov) y El extranjero (Camus), junto a otras menos conocidas pero igualmente destacables, como El maniquí de mimbre (France), Monsieur Teste (Valéry) o Una carta (Hofmannsthal). Hay en cada una de estas reseñas amor por el texto examinado, respeto, incluso admiración, pero también microscopio y bisturí. Queda, en todo caso, la textura de una prosa limpia, exacta, muy rica en lenguaje y armoniosa en cuanto a ritmo y a coherencia, extraordinariamente útil para recordar de vez en cuando (la estructura en pequeños capítulos independientes permite las catas, la consulta y la recurrencia) en qué consiste eso de escribir impecablemente.

También dije en otra ocasión que Fernando Fonseca es el dueño de una voz muy personal e inconfundible, cuyo marchamo se reconoce con sólo leerle un par de páginas. Y recordé que, según algunos, se trata del autor más joyceano de los escritores asturianos actuales. Desde luego, en Fernando Fonseca hay mucho de Joyce, pero también de Kafka, de Canetti, de Cela, de Gide y de Lezama Lima, por lo menos. Y, sobre todo, lo que hay en Fernando Fonseca es pasión por la buena literatura, por la literatura sólida, robusta, maciza, esa que nos atrapa sin el recurso a los juegos malabares y no nos deja en paz hasta no hallarse convencida de habernos sacudido con planteamientos desconcertantes, y con desarrollos sorprendentes, y con desenlaces que nos abren a mundos distintos, inimaginables, aparentemente escondidos detrás de las palabras. Ahora, con Pabellón de eternos, Fernando Fonseca nos demuestra que la literatura sirve para hablar con todo lo que somos, con todo lo que nos precedió y con todo lo que nos conforma; para descubrirnos en los otros y en lo otro, para sorprendernos de nosotros mismos, para encararnos con el pasado y para desenmascarar el futuro, cada vez más un relato que se hace cierto a fuerza de predecirlo. Gracias a la charla con las mejores voces del universo, Fernando Fonseca nos enseña que podemos inquirir, demandar, protestar, aplaudir, confirmar, rechazar o aceptar la vida que se nos ha dado y la que se nos quiere dar o imponer, y, en esa misma medida, construirnos como seres únicos que somos, o que deberíamos ser, muy lejos de esos caminos trillados que nos transforman en una mercancía más, lista para acceder al mercado y desaparecer en él y por él. Y ello, además, desde el esfuerzo intelectual, indudablemente, pero también desde el placer que provocan todos los grandes viajes de exploración y de descubrimiento.

Tan es así que me atrevo a recomendar Pabellón de eternos no solamente a los amantes de la lectura y hasta a los aficionados a las listas «top ten» (¿por qué no?), sino, muy encarecidamente, a nuestros profesores de Literatura en e
nseñanza media, no ya para que disfruten de una buena selección de autores ya clásicos, sino para que utilicen los distintos materiales que el libro ofrece en sus clases prácticas, en la seguridad de que tendrán el debate que todas las sorpresas agradables suelen deparar.

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