LUIS ARIAS ARGÜELLES-MERES
Puede darse el caso de que en todo lo que va de año la mejor novela publicada sea la de un amigo, conocido y admirado? ¿Puede en los tiempos que corren ser creíble esto para un público lector que sufre de continuo juicios arbitrarios y atrabiliarios por parte de una crítica rastrera y de pesebre en muchos casos, venenosa y mezquina en algún otro sucedido y publicado, y siempre desconsiderada con su verdadero destinatario, al que seguimos llamando lector? Pues bien, les aseguro que «Matómelo Dumas» es, con diferencia, la mejor novela que he leído en el presente año.
Entre las muchas cosas relevantes de esta novela se encuentra ésta que sigue: a poco que se conozca la cultura francesa, se sabe que cada escritor de altura, en algún momento de su vida, entrega su versión y su visión de algún clásico de ese país. Pondré sólo dos ejemplos que, bien mirado, serían uno. Sartre nos entrega «su» Flaubert, mientras que Beauvoir le hace decir a su narradora, en uno de sus libros más conocidos, que el libro de su vida es «su» Rousseau. Sin embargo, sobre el héroe que protagoniza la novela de Monteserín la literatura gala es muy escasa. Así, nuestro novelista se adentra con tiento y talento en una de las épocas más apasionantes de la historia de Francia, y, de este periplo rescata al matemático Galois, matemático de obligada referencia en la historia de esa ciencia y -lo que nos trae al caso- héroe literario gracias al escritor praviano.
Frente a Galois, Dumas, tal como reza el título, tal como se va desarrollando la trama de la novela. El literato triunfante, que vendía libros como rosquillas, que era la impostura de principio a fin hasta el extremo de considerarse que tenía plumas a su servicio para escribir las historias, frente al matemático al que no le daban cabida en el ámbito de su disciplina, que investigaba al margen de las instituciones académicas y que, con tan sólo 21 años, terminó sus días, no sin antes haber aportado a la humanidad descubrimientos en la matemática trascendentales y revolucionarios.
El éxito fácil, es decir, Dumas, frente a la abnegación condenada al ostracismo, esto es, Galois. ¡En qué importante medida nos recuerda el referido contraste al que formaron y conformaron Lope y Cervantes! Laureles para el autor que reconocía darle gusto al vulgo, frente a la cárcel y las persecuciones que sufrió el mejor novelista que dio nuestro idioma en todos los tiempos.
Galois, personaje maldito y -también- mefistofélico en tanto pasó a la historia no sólo como un matemático genial, sino también como el protagonista de una vida arrancada de cuajo a los 21 años. Joven genio. Eminencia maldita y maldecida por el destino que, como no podía ser de otra forma, forjó una leyenda, que tuvo lugar durante una noche, la que se supone que fue la última de su vida, antes de batirse en el duelo que pondría fin a sus días. La leyenda de haber recibido los chispazos y los fogonazos de la lucidez más resplandeciente hasta el extremo de haber dejado el camino abierto a eso que los estudiosos del asunto llaman la matemática moderna. Cuenta la leyenda forjada que en esa noche el avance en sus descubrimientos científicos fue espectacular.
Tratándose de una biografía novelada, me atrevo a preguntar al lector que, si una vez que termine el libro de Monteserín, siente deseos de acudir a los diccionarios enciclopédicos más completos para conocer más a fondo la vida del personaje. Confieso que yo lo hice, resultándome muy provechoso ese tránsito.
Pero vayamos a lo que a mi juicio es el meollo de la novela. El honor, con minúsculas, como una falacia que llevaba a los hombres jugarse su vida y a perderla. Dumas, en este libro, es el epítome del honor así entendido. Un honor que lleva a batirse en duelo sin altura de miras, sin vértigo de heroísmo, sólo para cumplir un guión que se espera, para ser fieles a una de las añagazas que el código moral de una época impone.
La vida, como una comedia de capa y espada a la francesa. La vida, así, desvirtuada, hecha prosaísmo. La mugre que atrapa y alcanza a todos, también a Galois.
Si el padre del héroe de esta novela sintió ante la figura de Napoleón una fascinación no menor que la que vivió el protagonista de «La Cartuja de Parma», de Stendhal, la vida de la Francia de entonces oscilaba entre la altura de este personaje histórico que, según se cuenta en la novela, tuteaba a Dios, y el vuelo bajo, tan bajo de unos duelos de honor que se producían en muchos casos por los chascarrillos más ramplones.
En semejante desequilibrio se encuentra la vida del personaje que Monteserín convierte en héroe novelesco. Cambiando la ciencia matemática, haciendo descubrimientos asombrosos en la soledad más admirable y estremecedora. Pero también asomándose al mundo en que le toca vivir. Con sus historias de amor y desamor, con sus miserias, con sus envidias. La covacha donde trabaja es lo contrario a la caverna platónica. Allí ve, de verdad, la luz. La caverna está más arriba, en el mundo oficial, en las instituciones académicas, en el cruce de Dumas dentro de su entorno familiar.
Y dejo para el final a la narradora, la madre del matemático, que, exangüe ya su existencia, pide luz y tinta, que se van extinguiendo como su vida, para dar cuenta de la peripecia de su hijo. Reparen ustedes en la maestría de Monteserín al ofrecernos esta narradora como testigo de la vida que se novela. Empapada del espíritu de la Francia revolucionaria que le transmitió su marido, admirada por el talento de su hijo, dolida por el destino de su héroe, nos da cuenta de cuanto forma la narración de esta novela.
No puedo evitar el recuerdo de la narradora de la novela más conocida de Unamuno, de «San Manuel Bueno, Mártir». Como ella, sabe que nos entrega una vida que es un perpetuo dolor, una existencia inadaptada a lo que fue su tiempo.
Y no perdamos de vista un aspecto que es algo más que una mera cuestión de estilo. El pronombre enclítico, que, según mi experiencia lectora, le da sabor a la novela. No es un asturianismo. Es la historia universal de la narrativa. Es, nada menos, por mucho que algunos hagan con frecuencia cursilería de ese recurso, el «érase una vez».
En unos tiempos como éstos en los que resulta tan difícil encontrar la excelencia en la novela, «Matómelo Dumas» es un lujo al alcance de todos. Por favor, no lo desperdicien.
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