Al abrir la última novela de Margaret Atwood publicada en nuestro país, Oryx y Crake, el lector curioso encontrará una significativa información: «La traducción de esta obra ha contado con una subvención de The Canada Council for the Arts y del Canadian Department of Foreign Affairs and Internacional». Si se tiene en cuenta que Margaret Atwood es una escritora establecida, con una larga lista de premios a sus espaldas, que cuenta con un par de secretarias y que gana decenas de miles de dólares al año, podrá juzgarse que los canadienses son unos imbéciles que despilfarran su dinero apoyando a quien no lo necesita.
Ahora bien, si uno examina la posición que ocupa Canadá en el contexto internacional, su nivel de vida, industrial, tecnológico, de justicia social y de instrucción, deberá tentarse la ropa antes de hacer semejante análisis. Y si uno valora en qué medida la Atwood, una de las mejores escritoras vivas y permanente candidata al Nobel, refuerza la presencia de su país en el mundo, tanto en términos cualitativos como cuantitativos, podrá llegar acaso a la conclusión de que esos dos organismos oficiales han gastado bien el puñado de dólares canadienses con que han apoyado la traducción de su novela a la lengua de Cervantes, exponiéndola así a cientos de millones de potenciales lectores.
En este punto, algún lector suspicaz dirá: «Ya está, el intelectual pidiendo subvenciones». O más maliciosamente aún: «El intelectual pidiendo que se le subvencione a él». Juro que no voy por ahí.
La última vez que estuve en Canadá, más concretamente en Montreal, pude encontrar en las librerías alguna novela mía, traducida al francés sin el concurso de un solo céntimo de dinero público español, solo gracias a la intrepidez de mi agente y de un editor de París que se jugó en ello su dinero privado francés. Y confieso que prefiero que sea así, que mi obra se abra paso en el mercado (o deje de hacerlo) en función exclusiva de su propio valor y potencial, aunque yo gane mucho menos que la Atwood y no tenga más secretario que mi agenda Palm. Lo que me gustaría es partir de este ejemplo para ponderarpor contraste la política cultural de este país, y denunciar hasta qué punto el abandono institucional en que viven las gentes del libro (creadores y lectores), coexiste en cambio con el riego pródigo de euros del contribuyente para otros cultivos privados que en mi modesta opinión no proporcionan un valor añadido a la sociedad superior al que representan la lectura y la escritura.
En condiciones abstractas, y partiendo de los principios de una economía de mercado, uno aceptaría que las bibliotecas públicas estén infradotadas en todos los sentidos, hasta el punto de tener que militar contra el derecho de los creadores a ser remunerados por el uso que de su obra se hace en ellas, por falta de presupuesto. O que las políticas de promoción del libro se resuman en campañas anecdóticas y rutinarias cuando no en estériles fastos a mayor gloria de anunciantes, patrocinadores y fabricantes de cartelería.
Si los amantes de la literatura quieren hacerla valer, razonaría el mercader a ultranza, que se las ingenien para venderla por sus propios medios; el Estado debe limitarse a políticas de mínimos y a alentar aquellas iniciativas que tengan valor propagandístico y animen el PIB. El problema, y a la vez la incongruencia, viene cuando uno se encuentra con que esa dureza y ese despego con que ha de enfrentarse la cultura convive con otros fenómenos. Por ejemplo, el ingente trasvase de dinero público que recibe el negocio del deporte profesional. Decenas de millones de euros de publicidad gratuita, cuando no de descarado patrocinio, gastados por televisiones públicas deficitarias y financiadas con nuestros impuestos. Subvenciones directas de gobiernos autonómicos y ayuntamientos para la construcción de estadios o coberturas de desfalcos y agujeros causados por gerentes ineptos o corruptos. Transferencias de cientos de millones de euros de recursos públicos municipales a través de recalificaciones urbanísticas para que con esa munición el club de turno fiche por cifras absurdas a presuntas estrellas más rápidas en el esnifado de cocaína y el coleccionismo de top-models que en el regate en el área.
No, no soy un moralista. Que cada uno haga lo que quiera. No, no quiero dinero para cocaína ni para top-models, me apaño con un tinto en la comida y lo que pueda ligar con mis recursos. Lo que me jode (y perdón por el recio castellano) es tener que soportar el sambenito de pertenecer a un colectivo pedigüeño cuando nada recibo y nada pido, y cuando otros se inflan a la chita callando, y aun sin callarse, sin que se les afee jamás. Acepto todos los vicios ajenos, siempre y cuando no me obliguen a pagarlos, al tiempo que se desatienden las que yo considero necesidades mucho más importantes. Alguien puede argumentar que no hay que desvestir a un santo para vestir a otro, que el fútbol es más divertido e interesa más que la literatura a la gente, que proyecta internacionalmente nuestra imagen y genera riqueza y que por eso hacen bien los poderes públicos respaldándolo, no solo con dinero sino también con los policías que faltan para proteger a las mujeres maltratadas y abundan a las puertas de los estadios y de los hoteles de concentración.
Me permitiría devolverles el argumento: ¿En qué medida importa e interesa algo por el hecho de estar hablando siempre de ello? ¿Hasta qué punto nos divertimos con aquello con lo que nos enseñan a divertirnos? ¿No podríamos elegir mejor cómo y con qué nos proyectamos al exterior? (Vuelvo a Canadá, casi nulo en fútbol).
Mi conclusión es muy sencilla. Si los gobernantes quieren seguir sosteniendo su discurso de que les importa la cultura, la presencia del español en el mundo y todas esas monsergas con que desganadamente nos obsequian todos los 23 de abril, que se dejen de pamplinas y que pongan en el empeño el mismo interés que ponen en apoyar el fútbol profesional. Que inviertan los mismos recursos, no en subvencionarme a mí ni a quien ya sale adelante por sí solo (reitero que no lo quiero), sino en educar mejor a nuestros jóvenes, en crear una verdadera red de agitación y exportación cultural en el mundo (y no ese menesteroso Instituto Cervantes) y en fomentar la lectura y la creación en aquellos que lo tienen más difícil para desarrollarlas (que ninguna persona que quiera leer un libro deba abstenerse de hacerlo por no poder acceder a él, que ningún creador con talento deje de crear porque nadie le reconoce ni le estimula). Mientras eso no suceda, nuestros niños engrosarán compulsivamente los equipos infantiles de los clubes de la Liga de las Estrellas (¿a alguien le extrañará que prefieran eso antes que leer a Homero, Stevenson o Galdós, de quienes ni siquiera tienen noticia?), leeremos las novelas de Margaret Atwood, las nuestras no las leerá casi nadie y nuestra riqueza colectiva seguirá afluyendo a la cuenta suiza de un descerebrado brasileño o inglés o del listo que los intermedia y explota, en vez de contribuir a ofrecer un futuro más libre, más humano y más inteligente a quienes habitamos en este país.