Animalario de Vetusta, por Manuel Herrero Montoto. 26/10/2010.

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Animalario de Vetusta

 
¿Conocéis algún pato misántropo? Yo sí. Os lo presentaré. Tendréis que daros un paseo a eso de la media tarde por el Campo de San Francisco, id atentos por la parte alta de la calle Santa Cruz. Rastread con la vista a nivel de la yerba y atención a los pies de las gigantescas coníferas, el truhán gasta uniforme de camuflaje y de no ser por los movimientos propios de las ánades se le confundiría con una maceta de flores tropicales de invernadero. El pato Nicomedes, que así lo bauticé porque tiene cara de ello, no soporta la convivencia con sus congéneres y otras especies. Duró sólo una jornada en el barroco estanque de purpurinas y dorados junto a los engominados pavos reales que toman el vermut en la Avenida de Galicia y la torpeza gris de las tortugas de los círculos culturales de la ciudad. Se largó al día siguiente de su llegada, buscó un viento más fresco y se instaló en las verdes praderas que rodean la fuente sur del paseo del Bombé. Allí reside el pato como un monje tibetano. Feliz, dentro de lo que cabe. Libre, dentro de lo que cabe. Nadie le tose, dentro de lo que cabe. Es más, ni los paseantes nipones o catalanes de la cámara digital reparan en él. Es un tipo anónimo lo mismo que un cura sin sotana. El pato Nicomedes dedica su tiempo a la meditación y al deporte. Le vemos en la hora triste, la del desánimo crepuscular, caminando entre los pinos con las alas plegadas y pensativo, mueve armonioso la cabeza adelante y atrás, le dice sí al escepticismo más ortodoxo. Cuando la mente de Nicomedes se empacha de filosofía, va al estanque de su fuente privada y se da un baño, nada veinte largos circunferenciales alrededor de los chorritos centrales.
Nicomedes, aquí unos amigos. Amigos, el pato Nicomedes. Presentación hecha.
         El pato no es nuevo en este parque. Otros bichos de corte más salvaje le precedieron. Escarbo en la memoria y veo a los osos Petra y Perico. No sé cual de los dos se largó antes al más allá, me da que fue Perico. Enfermó el oso de aburrimiento y melancolía dentro de aquel presidio de planta circular y abovedado como gigantesca jaula de jilguero bajo la perenne nube gris. Y Petra, osa paciente, la dama salvaje de la montaña astur soportó estoica hasta el final de sus días las chirigotadas de niños y mayores. Petra y Perico eran muestra de sumisión, símbolo de la rendición al poder sin fronteras del urbanícola sobre el resto de animales.
 Otra bestia que entretuvo la imbecilidad ciudadana fue la mona Koka. Una mona fea de narices y de todo, la orangutana cayó en la trampa del impostor y se vio forzada a abandonar las lianas que compartía con Tarzán. La encerraron entre rejas y malvivía la mona en el corazón del paraíso, paradójicamente llamado de san Francisco. Condenada a vivir en un diminuto calabozo que apestaba a sopicaldo de heces y orina con cacahuetes macerados. Koka tenía un culo de antología, todo él lo ocupaba una almorrana sangrante y ulcerada. La mona se vengaba de sus vetustos y elegantes bípedos antecesores ofreciéndoles la popa como señal del mayor de los desprecios. Este gesto y otro, el de hacer que empinaba el codo cuando le mentaban al alcalde de la ciudad, puso en pie de guerra al responsable municipal de Cultura. Se tomaron cartas en el asunto y en proceso sumarísimo sentenció el señor alcalde a la mona Koka a la inyección letal, por exhibicionista y delatora. Adiós, Koka.
Y ¿os acordáis de los «cabezones» del estanque? Aquellos renacuajos que coleaban como posesos entre los nenúfares. El tiempo y el misterio metamorfoseaban aquellos espermatozoides exoftálmicos de agua dulce en ranas. El círculo anfibio del Campo de San Francisco advertía a los forasteros que en esta ciudad no había que fiarse de las apariencias.
         Volvamos a Nicomedes, al pato del siglo XXI. Cuando Nicomedes se dirigió a mí, quedé patidifuso. Primero, porque cuacuaba en mi lengua; y segundo, su discurso era más propio de Diógenes el Cínico que de un pato. Se acercó hasta mis zapatos, estiró el pescuezo como un mayordomo inglés a la hora de servir el té y me cuacuaó: «Si viene a darme la tabarra o paliza, eso me temo, le diré que este pato no confía en la amistad y menos en el amor. Y aborrece la limosna de la migaja. Váyase pues por dónde vino, olvídeme y no moleste mi pateo. Agur». No me deja un pato con la palabra en la boca, le dije que era un desagradecido y que debiera estar orgulloso, y dar gracias a Dios, también a nuestro regidor don Gabino, por haberle sacado de su primitivo hábitat e instalado en un parque de cinco estrellas, a pensión completa y que… Me interrumpió salvajemente. A medida que yo hablaba, él inflamaba su pecho, estiraba el cuello y sus alas se elevaron a media altura para un despegue inminente y de ataque. Sólo me dio tiempo a gritarle: ¡Nicomedes, no me jodas! El cabrón del pato despegó lo mismo que un sputnik con el pico en dirección hacia mis gónadas. Me atizó un mordisco de cuidado en la izquierda. Sabréis, por vuestros estudios de Historia Natural, que los mordiscos de los patos ahí son peligrosísimos. Tengo la herida con una infección rebelde a muchos antibióticos. Guardo reposo en cama, me meten antibióticos de última generación por vía endovenosa y llevo un suspensorio para la inflamación. Si embargo, lo que son las cosas, estoy deseando recuperarme para volver al Campo de San Francisco a patear y cuacuar con Nicomedes, Eso sí, me protegeré la zona con una coquilla de acero.
         Los animales de Vetusta dan juego.
 
Manuel Herrero Montoto es escritor y cirujano.
 
Foto del pato: MHM
 

 

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