Ese objeto pequeño y llevadero, por Luis Díez Tejón. 2/08/2011

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Ese objeto pequeño y llevadero
 
 
Pues ahora sabemos que por mucho que viajemos y veamos y nos deslumbren brillos novedosos, no saldremos de aquellos primeros libros que leímos. Tampoco de los segundos, ni del último, el de anoche mismo, pero acaso todos sean consecuencia de aquéllos. Ay, amigo, qué seres más extraños y poderosos estos, porque seres son, por más que ni respiren ni suden ni exijan ni alboroten. En una buena medida somos como somos por lo que sabemos, y sabemos lo que leímos. O sea, por los libros. Ya dijo alguien que el destino de muchos hombres depende de que haya habido una biblioteca en su casa paterna.
Este objeto pequeño y llevadero como un pensamiento es compañía, placer, consuelo, incitador de fantasías y creador de realidades gozosamente metafísicas. Una reunión de don Quijote, Hamlet, don Juan y Ana Karenina en torno a una mesa nos parece mucho más real que la de bastantes políticos, pongo por caso. Y mucho más interesante. A ver quién tiene tal poder sobre el delicado mecanismo que dibuja y desdibuja la realidad.
– ¡Ah de la vida!… ¿Nadie me responde?
Le responden un millón de ojos agradecidos por cosas como esos dos tercetos suyos de aquel soneto inolvidable, don Francisco. Gracias a ellos uno siempre se ha atrevido a afirmar públicamente y cuantas veces hiciera falta, que una palabra vale más que mil imágenes. Y le aseguro que nadie me ha replicado todavía.
El libro es la posibilidad de un diálogo a solas con quienes han sabido y saben bastante más que nosotros. Con él se entra en conversación con los difuntos y se lee con los ojos a los muertos, es cierto, don Francisco. Y además, es silencioso y permanente como ningún otro amigo puede serlo. Y encima puede ser increíblemente bello. Y tremendamente poderoso. ¿Alguien ha visto que el contenido de alguna obra de arte cambiara el curso de la Historia, modificando el pensamiento de la humanidad? Pues hubo libros que sí. Quizá no exista arma de mayor alcance, y sin embargo, cómo no preferir el libro de palabra sencilla, humilde, casi intranscendente, no importa, pero acariciadora y mansa.
– ¿Qué leéis, mi señor?… Palabras, palabras, palabras.
Sí, sir William, palabras donde aprendemos que somos de la misma materia de que están hechos los sueños. A veces parece que hay que recordárnoslo para sentirnos sublimes y que el mal aire de la desesperanza no se asiente en nuestros escondrijos. Sólo por eso, amigos, sólo por eso, valdría más una línea de ese cariz que el centón de solemnes vaciedades que tenemos que escuchar cada día desde tantos púlpitos como nos hablan. La felicidad es tener una biblioteca que dé a un jardín, fue dicho. Que cada uno se siente y piense qué quedaría de él si le quitaran todo lo que aprendió en los libros.
El libro incita, excita, suscita, mueve y conmueve, hace reír y llorar, cambia amarguras por licor suave, ilumina, enseña, muestra y demuestra, da alas a la imaginación más gris, suaviza soledades y abre ventanas con vistas de lejanos horizontes. En el libro, los escenarios y las caras de los personajes son como uno quiere que sean, y no como quiera un señor de Hollywood.
– Yo he dado en Don Quijote pasatiempo al pecho melancólico y mohíno.
Ya lo creo, don Miguel, y en qué medida. El espectro lapón o japonés de su hidalgo está más vivo que todas las figuras bien definidas de tantos pretenciosos, y no digamos que esos cuerpos clónicos y millonarios de ahora, esculpidos por la publicidad. Y algo más que pasatiempo fue, no me diga, que en pocos sitios tenemos los hombres una palabra dirigida particularmente a cada uno como en su historia de locos y cuerdos. Esa inmensa suerte de tener un idioma universal que nos permite leer a grandes autores en su idioma original, qué poco valorada. Qué ganas de traducir a veces sin motivo.
Luego está el cuerpo, papel, sólo papel. Y tinta, claro; puede que algún material pretendidamente noble en las cubiertas, pero en definitiva sólo papel. Y sin embargo, pocos objetos cotidianos arrastran tanto la necesidad de un acercamiento sensorial. Al libro hay que verlo, tocarlo, olerlo, sentir en la yema de los dedos el cortante filo de sus páginas. Que nadie tema por su querida figura, porque ni internet, ni
los ebooks ni todas las macanas digitalizadas van a poder con él; les falta carácter sensual.
– No soy nada, no lo seré nunca. Esto aparte, tengo en mí todos los sueños.
Y yo, don Fernando. Los sueños que me brindáis cada vez que os abro una tarde de lluvia, melancólico el corazón y un algo abatido por cualquier mal aire de la vida. Las sombras que a veces se nos cuelan por dentro tienden a esfumarse cuando se las llama por su nombre exacto, y ese nombre puede que nos lo dé un libro. El lector, que suele ser alma cabal y bien nacida, sabrá siempre agradecerlo, porque no se le escapa que pocas cosas hay más fáciles de soñar y más difíciles de hacer que un libro.
Y al fin, de todos los libros que hay en el mundo sólo habré leído unos pocos. La vida es pequeño recipiente para mar tan grande de sensaciones, pero quién sabe. Yo también imagino el paraíso bajo la especie de una biblioteca.
 
Luis Díez Tejón es escritor

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