Parece que fue ayer, pero han pasado noventa y cuatro años desde que el maestro David Wark Griffith estrenó Intolerancia, una de las películas más famosas de la historia del cine. Tan sólo un año antes, en 1915, el cineasta norteamericano había realizado un bellísimo filme, El nacimiento de una nación, que es todo lo contrario de una lección de tolerancia, pues defiende el racismo paranoico que era y es la bandera del Ku Klux Klan. El fascismo afilaba sus garras en el cinematógrafo, poco antes de que Lenin obtuviera el poder en Rusia y de que el Káiser fuera derrotado.
La intolerancia es, siempre,
una horrible descortesía.
La intolerancia es vieja como el hombre. Pero en el siglo XX, con dictaduras atroces como las comunistas, adquirió perfiles particularmente repugnantes. La cosa es muy sencilla: si ni siquiera nos queremos a nosotros mismos, ¿cómo vamos a digerir la historia del amor fraterno sin que nos parezca una broma? Me viene ahora a la memoria un viejo y noble poema de Celso Emilio Ferreiro; hablaba de un cartero antirracista de Alabama a quien todo el mundo decía: «Todo eso de la igualdad de razas está muy bien en el plano teórico, pero ¿le gustaría a usted que su hija se casase con un negro?» Si me lo preguntaran a mí, les diría que me da exactamente igual el color de la piel del tipo que se case con mi hija, a condición de que sea alguien a quien también le traigan sin cuidado esas menudencias. La tolerancia es aceptar que el otro, que lo otro, que los otros existan, aunque tengan costumbres sexuales diferentes, o modos de entender la religión y la política que no coincidan con los nuestros.
Puede y debe leerse al mismo tiempo
a Whitman, Pound, Céline y Brecht.
Al ejercicio de esa tolerancia ayuda decisivamente una buena dosis de relativismo cada mañana, antes del desayuno. Si luce uno de esos soles radiantes que hacen las delicias de los pirómanos, valdrá la pena plantearse lo hermosa que estará la calle bajo el agobio de sus rayos. Si el cielo es un fantasma gris y la bruma se agolpa en la ventana, convendrá recordar cómo la niebla es también el perfil de la mujer soñada, no sólo el mensajero de la melancolía. Todo —la máscara de Benin, la oración del almuédano, hasta el buey desollado de Rembrandt y de Bacon— debe ser respetado, mientras no dañe a nadie o trate de imponer por la fuerza una visión del mundo restrictiva o totalitaria. Puede uno ser vegetariano y tener un amigo íntimo a quien sólo le guste la carne cruda. Puede y debe leerse al mismo tiempo a Whitman, Pound, Céline y Brecht. La intolerancia es, siempre, una horrible descortesía.
Foto de Luis Alberto de Cuenca: Luis de la Hoz
Cartel de la película Intolerance de D. W. Griffith
Fotografías de Walt Whitman, Ezra Pound, L.F. Céline y Bertolt Brecht: wikipedia