Lo recordaba estos días atrás viendo deslizarse con pacífica y musical armonía a los esquiadores de Vancouver 2010. Hace ahora dos décadas se celebraron en Sarajevo esos mismos Juegos Olímpicos de invierno. Todos los países, todas las razas, todas las lenguas del mundo bajo la bandera blanca de la nieve en una ciudad moderna, próspera, donde seres humanos de tres religiones diferentes convivían desde hacía tiempo en perfecta armonía. Una fiesta en todos los sentidos.
Pero tan sólo ocho años después Sarajevo se convirtió de la noche a la mañana en la ciudad más cruel. Supersónica hazaña tan sólo al alcance de la raza humana. Porque en Sarajevo además no había un malo repentino a quien echarle la culpa, un invasor o ejército extranjero movido por el mesiánico mandato de ampliar sus fronteras. En Sarajevo se mataban simplemente y por de pronto los que unos días antes se casaban entre sí, se amaban entre sí, se repartían entre sí la emoción y los aplausos dedicados a quienes ganaban cada prueba en aquellos Juegos de Invierno.
Y ahora se exterminaban unos a otros sin clemencia, sin piedad, sin medalla al alcance, sin ver ni saber siquiera a quién o a quiénes mataban aquellos francotiradores que disparaban a los transeúntes que cruzaban con el pan bajo el brazo al otro lado de la Avenida más amplia y ancha de la ciudad.
De todo ello quedó como memoria una película y una música que he visto cien veces y escuchado más de un millón de horas, años enteros, he perdido la cuenta. Quizá por eso dejé de escribir sobre aquel agujero negro. Ya estaba todo dicho, pronunciado, descerrajado a voces en La Mirada de Ulises y la banda sonora de Eleni Karaindrou. Bella, fría, triste, estremecedora, implacable. No entiendo de música, pero sí de las cuerdas del latido y puedo arriesgarme a pedir que os apresuréis de inmediato a escuchar esa inmensa sinfonía de la humana extinción, este indestructible afán por destruirnos periódicamente como especie.
La conciencia de que la fiera vive también en el piso de al lado nuestro, o en el piso de al lado del que vive al lado nuestro, o sea, nuestro propio piso. La fiera vive aquí. La fiera somos nosotros.
El serbio que destruye un colegio soy yo
El ruandés que mata a machetazos soy yo
El terrorista que coloca la bomba soy yo
El hombre que dispara en un supermercado de Texas
O ese enterarse de pronto por las crónicas que los días de niebla eran días de fiesta en Sarajevo. Espeluznante recordar gracias a ello que los francotiradores también tenían familia, hijos como nosotros, madres, novias, amigos, y aprovechaban las jornadas de niebla para pasear con ellos. Imposible acertar esos días en las dianas de enfrente, aquellos otros seres que apuraban también las mañanas de niebla para disfrutar del pan en paz con el cuerpo erguido y en calma, sin tener que agacharse para evitar las balas que disparaban sus paisanos, sus antiguos amantes, sus sobrinos o tíos desde las ventanas de enfrente.
Más lejos, más rápido, más fuerte. Slaloms de la sangre derramada. El ser humano superándose siempre a sí mismo, el record y las marcas de sus salvajes y periódicos Juegos de Invierno.
El francotirador que descansa y coge de la mano a su esposa, y ríe con ella, y tiene amigos, y ve con ternura cómo juegan sus hijos alrededor, y sólo al final, lamenta o no lamenta el día de niebla, no sé. Somos una especie tan dada al despropósito…
El hombre capaz de lo mejor
El hombre capaz de lo peor,
Fernando Beltrán es poeta y director de El nombre de las cosas
Fotografías: Vancouver 2010 y La mirada de Ulises de Theo Angelopoulos (1995)