Vida líquida y muerte de la novela, Manuel García Rubio.4/04/2010

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La muerte de la novela es un asunto recurrente en el debate literario, al menos desde mediados del siglo pasado. Las tesis en liza son básicamente dos. En una de las esquinas del cuadrilátero están quienes se lamentan de que la novela huela a fiambre que tira para atrás. En la esquina diametralmente opuesta se colocan los que, por el contrario, afirman que el género se encuentra más vivo que nunca. Después de un tiempo de atonía, en buena medida motivada por el desinterés del gran público, ese que seguía leyendo a Dan Brown como si la cosa no fuera con ellos, parecía que el combate tendría que declararse nulo, a la espera de un nuevo e incierto cruce de guantes. Sin embargo, cuando todos se disponían a marcharse a los vestuarios, saltó a la lona una tercera posición, la cual, argumentando que la novela se halla gravemente herida, sostiene que podría recuperarse de su estado catatónico si supera determinados resabios del pasado.

Confieso que no sé quiénes tienen la razón, porque en unos y en otros hay aportaciones verosímiles que no me atrevo a rebatir. Encima, en el ring se encuentran púgiles que admiro, en los que reconozco la sabiduría y la sensatez que se necesitan para castigar al contrario con dureza, además de talento para expresar sus ideas de forma elegante y convincente. Por eso rehuiré la pelea, que prefiero ver desde las gradas, pero al tiempo vaticino que, en la medida en que la disputa se mantenga dentro del cuadrilátero de la estricta pragmática literaria, no veremos nunca un claro vencedor.

"La novela sólo sobrevivirá si el hombre
común se toma su biografía en serio"

Porque todos los argumentos que se han dado hasta ahora para defender las diferentes tesis en conflicto giran en torno a la novela como artefacto de lectura para el entretenimiento y, en su caso, la formación del lector. En este sentido, se han analizado distintos elementos de la novela, como el tema, el argumento o el estilo, pero siempre en función de su eficacia ante el ciudadano medio de esta sociedad opulenta y posmoderna en la que vivimos. Así, Eduardo Mendoza se ha centrado en la especie argumental para señalar, citando a Ignacio Echevarría, que en Occidente corren malos tiempos para la épica y, por lo tanto, para el género novelístico, al menos, “el de sofá”, mientras Vicente Verdú, por su parte, nos ha recordado que la forma de la novela no puede ser la misma de antaño en la era de internet y del teléfono móvil.

En la medida en la que reconozcamos que las diferentes piezas que componen una novela se han saturado por exceso de diversidad y de uso y que, por tanto, ninguna de ellas sirve ya para sorprender al lector de hoy, estaremos admitiendo que el género se muere sin remedio o, en el mejor de los casos, que está atravesando una agonía de la que será muy difícil que salga, salvo milagro redentor. En este sentido, es verdad que muy pocas de las novedades que cada día irrumpen en los escaparates de las librerías nos libran de una melancólica sensación de déjà vu tras su lectura. Incluso cuando el texto resulta de gran calidad, ciertamente podrá sortear ese efecto, pero en todo caso será muy difícil que no nos evoque el aroma de algún clásico, a modo de parangón inevitable. A mi juicio, esto es exactamente lo que está ocurriendo. En consecuencia, creo que habré de afiliarme a las filas de los apocalípticos, muy a mi pesar.

"Mientras la disputa se mantenga dentro de la pragmática
literaria, no veremos nunca un claro vencedor."

Sin embargo, he decir a renglón seguido que la muerte (o la crisis, me da lo mismo) de la novela, si es que existe, no sería debida a algún elemento intrínseco al género; ni siquiera estaríamos ante un asunto estrictamente literario: el fenómeno es social, y tiene que ver con la vida líquida a la que Zygmunt Bauman se ha referido en muchos de sus libros, cuya consecuencia más terrible es la disolución del sujeto y, con ella, el fin de la biografía como relato que se construye desde un proyecto de vida enteramente, como quizás dijera Lukács. En efecto, la novela nació al final de la Edad Media como el primer vehículo de expresión que el individuo común y corriente se dio a sí mismo para irrumpir con soberana desfachatez en el discurso público. Hasta ese momento, los relatos estaban protagonizados por dioses o por héroes. De pronto, ocuparon la escena un pobre lazarillo y un hidalgo venido a menos, acompañado de un gañán proclive a dejarse engañar; admitamos, además, a dos tiernos enamorados y a una vieja alcahueta. Todos reclamaron su derecho a contar sus vidas, no porque fueran legendarias, maravillosas o ejemplares, sino porque, cada una a su manera y en su nivel, se constituían en ejemplo de las aspiraciones del nuevo hombre que llegaba a la Historia, capaz de construir su propia biografía en libertad y mirándose hacia adentro. Lo explica muy bien Charles Taylor en Fuentes del yo cuando vincula el nacimiento de la novela a un modo de narrar la vida, quintaesencialmente moderno, que se dirige contra los modelos, los arquetipos o las prefiguraciones tradicionales, materiales típicos de los géneros literarios más antiguos.

"el elemento común es, siempre, la fortaleza de un
protagonista que lo es en cuanto personaje común"

Nacida la novela de esta forma, el elemento común de todos sus grandes exponentes no es necesariamente el tema profundo (El hombre que fue Jueves), ni el argumento heroico (El extranjero), ni la originalidad formal (La Muerte en Venecia), sin perjuicio de que esos elementos hayan podido contribuir en muchos casos a elevar el valor de los textos; el elemento común es, siempr
e, la fortaleza de un protagonista que lo es en cuanto personaje común, accesible o más o menos próximo al lector, y en proceso de introspección, hasta el reconocimiento final o, por citar a Aristóteles (ya tardaba en salir), hasta la anagnórisis.

Sal Peque1No es de extrañar, por tanto, que la novela se encuentre indefensa ante una sociedad que tiende a identificar la construcción del yo no con un viaje interior hacia las profundidades de nuestra propia alma a través de los sentidos y del contacto abierto y franco con los demás, sino como una elección de consumo más o menos libre o azaroso ante el menú de los diferentes papeles que aparentemente se nos ofrecen en los ámbitos sexual, profesional, social o de ocio, por citar los más socorridos: elija usted entre soltero, casado o amancebado; ingeniero, albañil o militar; abonado a los PC o a los Mc Intosh; perfume o colonia; Real Madrid o Barça; y nuestro Departamento de Clasificación Humana le dirá quién es, o a lo que aspira. Al final, el propio Eduardo Mendoza matizó, después de haber reavivado el fuego de la polémica, que la novela no había muerto; que quien había muerto era el lector de novelas.

No sé si la novela tendrá una nueva oportunidad o si, por el contrario, deberá conformarse en lo sucesivo con ejecutar brillantes ejercicios de prestidigitación temática, argumental o formal, hasta su desaparición definitiva, devorada por nuevas y más entretenidas formas de expresión, o arrumbada en el museo de las reliquias donde yacen la poesía pastoril y el cantar de gesta. De lo que estoy seguro es de que sólo sobrevivirá si el hombre común se toma su biografía en serio, como un libro en blanco sobre el que pueda escribir lo que le pida el cuerpo sin determinaciones procedentes de sus orígenes, ni falsas o confusas distracciones que vinculan el ser al tener o al representar. Al fin y al cabo, a eso es a lo que nos invitan todas las grandes novelas sin excepción: a mirarnos hacia adentro y a convertir esa mirada en un estimulante ejercicio práctico de libertad.

 Manuel García Rubio es escritor

Fotos de: TANIA en El Comercio Digital y Raymond Schefer (Picasa)

 

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