Primer capítulo de Sal dulce, de José Ángel Ordíz. 18/04/12

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              Por cortesía de Editorial Quadrivium.                                                           
 
                                 Sal dulce
                                                                        José Ángel Ordiz            
 
          
 
 
 
 
 
 
 
 
 
«Desde que tengo por Dios
al Dios de las hormigas,
cuánto me duelen estas heridas
de cualquiera, de otros, mías;
tajos en el corazón,
desgarros de la vigilia;
llagas donde los peores días y días
vierten toda la sal;
quizá sal dulce, menos dañina,
con el tiempo, mañana,
hoy sal pura, impía».
 
J. A. García
Entra la enfermera en la habitación y le pide que salga un momento.
Sólo entonces, aún entre las suyas la mano que una Virita dormida no tiene conectada al gotero, deja de recordar tiempos más o menos pretéritos: la pérdida prematura de la virginidad en un sexo casi familiar, su cuerpo enteco inmovilizado en la arena de la playa de Santa Marina mientras golpean al amigo con propósitos homicidas, su identidad entre los nombres de una lista de triunfadores que desde el verano del éxito y la juventud se consideran inmunes para siempre —algo así— al otoño de las vidas y los hechos.
Duerme, le responde a la enfermera de edad imprecisa, quizá cincuentona reciente como ellos, como Virita y él, como Santos, y teme de pronto que la hija de Elvira, ingresada la tarde anterior en el modesto hospital de Arriondas con el sentido perdido tras impactar su cabeza contra la encimera de la cocina —debido a un resbalón que la derribó—, no descanse en el regazo del sueño sino que haya retornado al abandono del coma, del que salió cuando los médicos de urgencias la estabilizaban y la ambulancia que la había traído desde Ribadesella todavía esperaba fuera por si la posible gravedad del traumatismo aconsejaba trasladarla al Central de Asturias, a Oviedo.
            Pero la propia Virita —Qué hora es— disipa con la pregunta y con el rebullir de la mano izquierda —la que el profesor de educación secundaria en un instituto ovetense cobija entre las suyas— el miedo repentino del visitante llegado de la capital sobre las cuatro, hace unos veinte minutos aunque él creyera antes de mirar el reloj, de satisfacer la curiosidad de la amiga, que habían transcurrido muchos más, ciertamente perezosos como nunca los tiempos del padecer y de la espera en los sanatorios.
            Al llegar él, Joseba le cedió el asiento y acabó convenciendo a la suegra, que no quería separarse de la hija a pesar de que la vida de su primogénita ya no corría peligro, para que lo acompañase hasta la cafetería del hospital: La dejamos entretenida, y tú tienes el estómago vacío. Sonrió el vasco. El asturiano devolvió disminuido el gesto al tercer marido de Virita, al hombre alto y fornido como los esposos anteriores de la mujer de ojos negros, morena, tendida de espaldas en la cama.
            En cuanto se quedaron a solas en la habitación, comentó ella: Pareces cansado. Luego, la mano entre las del amigo de toda la vida, se interesó por el número de clases que había dado el químico ese lunes, segundo día de octubre. Tres, respondió Fredo, y por un momento posó la mirada en la boca carnosa de Virita, en el labio inferior partido, túmido.
—¿Nada más? Pues pareces cansado.
—Cuesta arrancar al principio.
—Después de tantas vacaciones como tenéis…
—Las necesarias para conservar unos gramos de cordura, lista.
—¿Sigue lloviendo?
—Empezó a orvallar cuando salía de Oviedo, pero ahora llueve de verdad. Según los del tiempo, caerán las primeras nieves en los altos a partir de mañana.
—Se acabó el verano.
—Y la sequía.
            La tarde anterior, en la sobremesa, mientras fumaba el puro dominical, Fredo había observado desde la terraza del chalé, desde Toleo, desde las faldas del monte Naranco, que, enfrente, en la zona de Faro, también por Limanes, se levantaban varias columnas de humo, que otros se deshacían ya de los despojos vegetales acumulados en las tierras durante el estío, terminantemente prohibidas las quemas hasta finales de septiembre, abrasado el país entero entre incendios fortuitos e intencionados. Poco después, amontonaba rastrojos en la huerta con la voluntad de quemarlos, aunque careciese de permiso para prender fuego, cuando Dafne reclamó su atención por la ventana del cuarto de baño del pasillo; le tendió el teléfono inalámbrico, le adelantó: Es su mamá.
            A Mercedes, la madre, le extrañó que la asistenta del solterón, contratada de lunes a viernes, por las mañanas, estuviera en la vivienda un domingo por la tarde. Él le aclaró que no era María quien había cogido el teléfono, sino la hija de la uruguaya.
—¿La hija? Pero ¿no estaba en América con el novio?
—Ya te lo explicaré cuando vaya por ahí. Qué quieres.
—Ah, sí, eso. No sabes lo que acaba de pasar.
            La madre, Mercedes, le habló de la Virita inconsciente que sangraba por la boca, de la ambulancia que se había presentado en el Cobayu precedida por el estridor lúgubre de la sirena.
—Elvira y yo andábamos de paseo, casi nos enteramos las últimas de la desgracia. Ahora estoy en casa sola porque tu hermano y Esperanza marcharon en el coche detrás de la ambulancia y llevaron a Elvira con ellos. Yo me quedé con Fran. Además, ya sabes que me pongo mala en los hospitales, en los sitios cerrados. No sé qué será de mí si me tienen que ingresar algún día. Me darán calmantes, como tú dices. Pero no te entretengo más: coge el coche y tira para Arriondas. Qué desgracia, hijo. La pobre Virita, toda la vida sin levantar cabeza, con esos hombres tan raros por maridos… Porque el que tiene ahora… Montó en la ambulancia con ella, y pedía calma a todo el mundo, pero… Bueno, no te entretengo más. Coge el coche y tira para Arriondas, ya lo sabes.
            Dejó el inalámbrico en el salón. Acomodada en una esquina del sofá, Dafne le preguntó si necesitaba algo. Negó él con la cabeza. Ella fijó de nuevo la vista en la película del Plus o en su interior atormentado. A través de
l móvil, el químico contactó con Nito Santos, empleado en un vivero de plantas y residente en una vieja casa de campo situada en medio de la nada, en una llanura perteneciente al municipio de Siero, donde vive, solo como el amigo, igualmente soltero, desde que llegó muerto a España, no menos corroído por dentro que Dafne. También él saldría de inmediato hacia Arriondas pese a que había bebido media botella de ponche y se arriesgaba al positivo en algún control de alcoholemia.
            —Puedo pasar yo por ahí, por esos andurriales, y vamos juntos en mi coche.
            —Ahora sí que te perderías bien perdido. Y, hasta que no te acostumbres a las bifocales, tú sí que eres un peligro al volante. Casi sería mejor que hiciéramos al revés, que yo te llevara a ti.
            —Nos vemos en Arriondas entonces.
            Ya estaba Santos en el hospital cuando llegó Fredo. Fue el propio amigo quien tranquilizó al profesor: Virita, según el esposo, había recobrado el sentido y probablemente descansaría aquella misma noche en la cama del Cobayu, no en algún lecho del Grande Covián.
            Pero no fue así. Los médicos decidieron mantener ingresada dos días, en observación, a la paciente. Por eso la enfermera espera aún que su mandato sea cumplido.
            Desde una de las ventanas del pasillo, Fredo contempla los exteriores del sanatorio. Debe aprender a mirar, le advirtió la chica de la óptica que le vendió las gafas con lentes progresivas, miope desde los tiempos de la universidad y ahora hipermétrope también. No se percata de que Rosa y Rodo se acercan a él hasta que lo llama la hermana de Virita, reconocido por ambos en el hombre de estatura media, flaco, entrecano el bigote, que, de pie ante al cristal, alzaba y agachaba ligeramente la cabeza una y otra vez como si hablara consigo mismo y asintiera; como si, pirado, justificara el mote que le pusieron los alumnos de Oviedo. Pero sólo aprendía a mirar, que nadie se preocupe, y no obtenía la visión pretendida si únicamente movía los ojos hacia arriba y hacia abajo.
Besa a Rosa en la mejilla —de nuevo la recuerda en su cama— y estrecha la mano del marido, de Rodo, tan delgado como él pero mucho más alto. Qué haces aquí, le pregunta ella, y él, tras dudar un instante, como si ignorase la respuesta, contesta al fin: Está una enfermera con Virita, he tenido que salir de la habitación.
—Dónde está mi madre.
—Tomando algo en la cafetería, con Joseba.
De pelo y ojos castaños, Rosa es quince años más joven que la hermana. Las malas lenguas aseguran que Elvira, al saberse embarazada de la segunda hija con los cuarenta cumplidos, con el poco dinero de siempre y con un marido que negaba ser el progenitor de la criatura concebida, procuró el aborto mediante saltos bruscos desde ciertas alturas y la ingesta de bebedizos diversos. Los que la quieren bien replican ante semejantes comentarios viperinos que si realmente hubiera intentado librarse de la preñez indeseada se habría puesto, al igual que otras, en manos de una especialista en arruinar la conquista del espermatozoide peleón, profesional pero ciego; ahí, de nuevo, el llanto de esas mujeres que antes lloraron debido a la gravidez insostenible y lloran ahora por el feto en las cloacas.
            Casi tan atractiva como Virita, Rosa es gestora procesal en Gijón, ciudad donde reside. Ella y Rodo, empleado en Prosegur, conductor de un furgón blindado, son propietarios de un piso no muy lejano de la playa de San Lorenzo, aunque no ven el Cantábrico ni el paseo marítimo desde la quinta planta del edificio en el que viven. Llevan casados cerca de una década, y al fin esperan el hijo —una niña, según la última ecografía— que Rodolfo siempre anheló, más determinante para ella a principios de año, cuando se decidió a ser madre, las urgencias de la edad que el renovado deseo del marido.
            Se despide Fredo una hora después. Rodo sale con él de la habitación dispuesto a fumar un cigarrillo en el exterior del hospital, de donde acaba de llegar Joseba tras haber hecho lo propio y algo más, pues su nueva ausencia junto a la esposa ha durado treinta minutos. En uno de los pasillos se tropiezan con Santos, fácilmente reconocible por la altura, similar a la de Rodo, por la obesidad, por la alopecia y por las barbas crecidas y descuidadas como su atuendo de costumbre, vestido apenas con unos viejos vaqueros y con un amplio jersey de lana raída, únicamente invariable en él la mirada azul, los ojos zarcos que una mañana de su juventud descubrieron en la playa de Ribadesella a la muchacha, rubia como él, de la que se enamoró de inmediato con un amor que late en su pecho otoñal más vigoroso aun que entonces: entonces puro y hoy corrupto.
            —La lluvia me ahorró el riego —sonríe el viverista, y al hacerlo muestra la mella de los dos incisivos superiores que perdió treinta años atrás y que nunca ha querido reponer.
            —No hacía falta que vinieras —estima Rodo, añade—: Ya sobramos los que andamos por aquí, y Virita está bien. Le acaban de retirar el gotero y mañana le darán el alta.
            Son las once de la noche. Continúa lloviendo. Antes de acostarse, antes de bajar la persiana del cuarto, Fredo contempla la luminaria ambarina de la ciudad, de Oviedo, desde la ventana del dormitorio. Luego dirige la mirada hacia los focos lechosos que iluminan parte de la obra del nuevo Hospital Universitario Central de Asturias. Finaliza el paseo visual por el este, por La Corredoria. Observa el lejano neón rojo que anuncia con intermitencia sexos femeninos a sueldo, el del Club Model´s, cuando oye el llanto convulso, repentino, de Dafne: la chica, hospedada en la única habitación del chalé que no tiene unas vistas excelentes, ignora sin duda que él posee intacto el fino oído del profesor, que a sus carencias oculares no se suman las audit
ivas. Suspira el solterón. No sabe qué hacer, o sabe que no puede hacer nada. Recuerda lo que el sábado, antes del accidente de Virita, aventuró Soraya, desnuda aún: Esa María acabará por meter a toda su familia en tu casa.

  

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