No sé si es verdad eso de que el cine americano nos ha colonizado el inconsciente, pero sí creo que, en cierta medida, ha modelado subconscientemente nuestra mirada. Tal vez a causa de ello, según entraba en la arena del anfiteatro de Pompeya, me sorprendí haciendo idéntico movimiento al de Russell Crowe y sus hombres cuando, en la película Gladiator (Ridley Scott, 2000), acceden por vez primera al Coliseo romano. Igual de pasmado que ellos, no pude sino girar sobre mí, con la emoción de quien se sabe viajero en el tiempo, contemplando boquiabierto la maravilla que tenía ante los ojos.
Si bien no se trata del colosal Anfiteatro Flavio de Roma, los 135×104 metros de su perímetro externo, y un aforo superior a los 20.000 espectadores, hacen de la arena pompeyana un edifico de dimensiones más que coquetas para una villa comercial de provincias. Pero, sobre todo, este anfiteatro construido hacia el 80 a.C., el más antiguo de los llegados hasta nosotros, obra el milagro de conservarse tal como era hace 1.930 años, cuando la erupción del Vesubio lo sepultó, en el 79 d. C., junto con el resto de la ciudad, bajo ríos ardientes de lava volcánica, nubes de gases sulfurosos tóxicos y la lluvia de cenizas incandescentes y piedra pómez.
Me senté en las gradas, las mismas que albergaron los graves disturbios del año 59. Aunque no se conoce el detonante exacto de los hechos, Tácito refiere con cierto detalle un enfrentamiento entre los forofos de Pompeya y los de la vecina Nocera.
El altercado se inició de manera un tanto pueril, con un intercambio de insultos por ambas partes. Hasta ese momento nada fuera de lo normal durante una celebración de combates gladiatorios, pues en todos ellos solían producirse confrontaciones rivales relacionadas con las modalidades de los gladiadores en liza. Pero pompeyanos y nocerinos pasaron a lanzarse piedras para pasar a empuñar las armas. Los tifosi de Pompeya, que eran mucho más numerosos, salieron vencedores en la refriega. La mayor parte de las víctimas fueron, en efecto, de Nocera, con un número impreciso de muertos, y algunos recibieron heridas de arma blanca tan graves que fue necesario recurrir a la amputación de las extremidades afectadas.
Después de una investigación judicial, a los habitantes de Pompeya se les prohibió organizar espectáculos gladiatorios por un período de 10 años, aunque el castigo fue levantado tras el terrible terremoto padecido por la ciudad en el año 62.
Lo cierto es que la rivalidad deportiva no fue sino un pretexto a partir del cual saldar otras cuentas: los pompeyanos estaban resentidos con los habitantes de Nocera, que poco antes se había convertido en colonia absorbiendo parte de los territorios de Pompeya.
Descendí de nuevo a la arena, cuya carencia de subterráneos la diferencia del común de los anfiteatros. Casi me pareció oír en las gradas de aquel museo al aire libre, hoy vacías, el clamor de un público de otro tiempo, enardecido ante el espectáculo de la lucha de gladiadores. Lejos de pensar en la gloria y en los laureles de triunfo, preferí ponerme en el lugar de los que allí mismo combatieron por sobrevivir, en su mayoría prisioneros de guerra, esclavos y condenados a muerte: casi todos luchadores a su pesar. En la mayor parte de los casos ser gladiador significaba afrontar una pena capital aplazada. Aunque sabemos que sólo un 25% de los combates arbitrados acabasen en muerte, rara vez, a fuerza de pelear, un gladiador llegaba a los treinta años.
Las condiciones de vida de estos deportistas de la muerte no eran nada fáciles en general, especialmente si, como la mayoría, no alcanzaban la fama y se veían relegados a la mediocridad. Muchos de ellos, sobremanera los nuevos, no soportaban la dureza del adiestramiento ni el miedo a una muerte violenta e indigna; se veían incapaces de afrontar las peleas como era debido a causa del brutal estado de estrés continuo al que se veían abocados (recuérdese al escriba que, también en Gladiator, se orina encima instantes antes de saltar a la arena).
No pocos reclutas intentaban la huida, y a veces la presión era tal que no pocos optaban por suicidarse. Cuando no podían matarse con las armas que tenían a mano, recurrían a otros métodos para acabar con su desdichada existencia. Como algunos de los que refiere Séneca en sus Cartas a Lucilio (siglo I d.C.). Un Germano que, poco antes de saltar a la arena, fue al baño, el único lugar libre del control de los guardianes, y se tragó una esponja, muriendo asfixiado. En una naumachia (recreación de una batalla naval), un bárbaro, al recibir una lanza para batirse, la hundió por completo en su garganta al grito de “¿Cómo? ¿Aún no he escapado a las penas, a los ultrajes? ¡Estoy armado y aguardo para morir!”. Un tercer ejemplo es el de un condenado que introdujo deliberadamente su cabeza entre los radios de la rueda del carro que lo conducía al anfiteatro.
Tales suicidios no fueron ni mucho menos hechos aislados. El orador político Símaco (siglo IV) cuenta que veinte gladiadores que quería utilizar en uno de sus espectáculos se suicidaron juntos. Mientras esperaban a ser llamados se mataron los unos a los otros, dejando al público a dos velas.
Los gladiadores que no lograban evadirse o matarse eran luego encadenados por los pies y sometidos a una vigilancia constante. A buen seguro eso fue lo que sucedió con los diecisiete cadáveres hallados en el cuartel gladiatorio de Pompeya, imposibilitados como quedaron de escapar a los devastadores efectos de la erupción del Vesubio por estar cargados de cadenas.