Berlín, a pesar de todo. Por Armando Murias Ibias. 24/04/2012.

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Como el oso, que simboliza a la ciudad, Berlín a lo largo del último siglo tuvo la energía suficiente para rampar por el monte de la historia. Después de un triste periodo de hibernación en el que su vida quedó reducida a la mínima expresión, hoy muestra una actividad envidiable, a pesar de las cicatrices que recorren su cuerpo alambrado.
De Berlín me habían dicho que era un islote dentro de Alemania, algo diferente. También había leído que de Berlín no quedan ni las piedras, que la ciudad entera había sido derretida por las bombas de los vencedores, que así quisieron aniquilar toda posibilidad de renacimiento. Y es verdad.
Pero de ese fuego y de ese aislamiento surgió algo sorprendente. En lo más profundo del fango más infamante de la historia se formó esta ciudad en la que queda reflejado todo lo que existe en el mundo. Hoy es posible contemplarla con nitidez, con las imperfecciones que el cincel de la historia la esculpió, repleta de mataduras, con las aristas que reflejan su constitución poliédrica y vitalista. En los costurones todavía calientes del Muro que durante 28 años escenificó con mayor dramatismo la Guerra Fría todavía es posible sentir el vértigo de la libertad y de su antónimo. Fueron unos años en los que la ciudad, partida en dos y ocupada por los ejércitos que se repartieron la bola del mundo, trataba de enseñar a la otra mitad (y a su mundo: el este y el oeste) lo mejor que podían ofrecer. Fue el escaparate donde se exhibían a escasos metros de distancia (siempre alambrados, electrificados, amurallados) la propaganda de los dos sistemas que más de una vez estuvieron a punto de colisionar.
En sus ojos de animal inquieto brillan los 17 años que en los que Berlín fue capital del Reino de Prusia, los 47 años como capital del Imperio, los 14 que lo fue de la República de Weimar y los 12 del III Reich. Desde 1990 es capital de la República Federal de Alemania y el remozado Reichstag acoge a los parlamentarios desde 1999.
Prueba de esa vitalidad es que sobre sus escombros se levantaron las dos operaciones urbanísticas más importantes y singulares de Europa: el Palacio de los Obreros de la kilométrica Karl Marx Allee en la zona ocupada por las tropas soviéticas, y la Potdamer Platz, ubicada en otros tiempos en un cruce de caminos donde se instaló el primer semáforo de Europa, que después quedó convertida en tierra de nadie atravesada por el Muro.
Sus gentes, constreñidas por el aislamiento y la penuria, siempre supieron que el cielo sobre Berlín era igual para todos, un cielo en el que brillan estrellas como Walter Gropius, Bertolt Brecht, Marlene Dietrich o Albert Einstein. De la cultura de la parte occidental lo sabemos casi todo a través de los medios de comunicación y de las diferentes manifestaciones artísticas, aunque nunca está de más recurrir a la recientemente fallecida Christa Wolf, que desde el Berlín oriental indaga sobre la naturaleza del autoritarismo alemán (El cielo dividido, 1963). Más recientemente, Uwe Tellkamp (nacido en la RDA en 1968) es el gran narrador de la decadencia de la República Democrática Alemana, de los días que preceden a la caída del Muro de Berlín, al seguir la mejor tradición de la novela alemana con un texto rico y exuberante como años atrás pudiera haber escrito Thomas Mann. (La Torre, Ed. Anagrama, Panorama de las Narrativas, 2011, Deutscher Buchpreis.)
El oso de la ciudad en ningún momento esconde sus garras de animal salvaje y es posible visitar los museos de la terrible Stasi (Seguridad del Estado de la RDA), del Holocausto, del Muro y otros 363 museos repartidos por la capital alemana, premio Príncipe de Asturias de la Concordia en 2009.

 

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