El Mercedes hace caso omiso del semáforo en rojo a una velocidad más que imprudente, obligándonos a recular a los viandantes que tratamos de cruzar; enfila la avenida principal e impacta en trayectoria perpendicular con otro coche que, confiado, continuaba su camino, haciéndolo girar noventa grados y destrozándole la parrilla frontal. El golpe suena seco, irreal; no se corresponde con nuestra percepción cinematográfica de este tipo de sucesos. Ambos conductores se apean, pero es el infractor el que se dirige cabreado a partirle la jeta a su oponente, quien todavía no se explica qué ha ocurrido. Surgen dos policías de la nada para mediar en la refriega, aunque, una vez calmados los ánimos, es a la víctima a quien exigen todo tipo de explicaciones.
Ya de conductores, nos estancamos en un atasco absurdo, todo por haber seguido a otro vehículo en un giro formalmente prohibido, sin que al guardia que allí se encuentra parezca importarle lo más mínimo. Los coches que avanzan en sentido contrario han de detenerse por causa de nuestra maniobra, y el embotellamiento deviene inevitable. A los pocos minutos, y como nadie puede avanzar ni retroceder, se incorporan al glissando de cláxones nuevas cuerdas, incluida la nuestra, que somos responsables directos del desaguisado. El todoterreno que nos sigue adelanta por la acera y logra zafarse del embotellamiento. Vista la exitosa estratagema, el resto de la fila decide tomar la misma ruta, pero al poco lo hacen los vehículos de enfrente, de manera que el atasco se traslada a la zona peatonal.
Esto es Tirana, amigos, el lugar donde las normas de tráfico son mera orientación, y las reglas de preferencia puramente intuitivas. Olviden la señalización horizontal, vertical o semoviente. Tomen decisiones rápidas y expeditivas y ocúpense de evitar el choque sin preocuparse de las infracciones, que nadie se lo ha de reprobar. Al igual que sucede en China y otros países en vías de desarrollo que han superado regímenes colectivistas, esta es la primera generación de conductores, a cuyo carácter aguerrido se une lo nuevo del parque móvil. No encontrarán en Albania esos vehículos africanos parcheados hasta lo grotesco, sino que aquí priman los utilitarios de clase media propios de cualquier país de la Europa próspera, si bien con una ratio de Mercedes significativamente superior, cuyo origen ilícito da por supuesto todo el mundo. Mas cuesta creer esta y otras ignominias que se le imputan a este pueblo cariñoso y acogedor, mucho más hospitalario que sus vecinos eslavos o griegos, y del que solo disponemos de referencias informativas cuando ocurre algún hecho desgraciado. Al pensar en Albania, evocamos a gente cejijunta y hosca, montañas de desperdicios y bidones ardiendo en escombreras. Por el contrario, uno se topa con una nación humilde pero no mísera, diferente pero no chusca. Aquí hay basura, sí, para qué nos vamos a engañar, pero es una mierda poco agresiva, suavemente integrada en el paisaje.
A lo largo de los siglos, nadie se ha interesado por Albania salvo para ocuparla. La política del gobierno trata de erradicar este aislamiento mediante la atracción de capital extranjero, sobre todo en el sector turístico, para lo cual pretenden un acercamiento institucional a su vecina Italia, que es el intermediario natural para su presentación en sociedad. Se hallan por doquier eslóganes alusivos a la hermandad de los dos ribereños del Adriático, tan diferentes a pesar de la poca distancia que separa sus costas.
En Tirana hay una plaza principal, y gente por todos los sitios, y edificios de colores y a medio construir. De Scanderbeg Square parten las avenidas principales, las cuales mueren en una ronda de circunvalación que rodea el casco urbano, configurando así un entramado no demasiado creativo, aunque ya no se trata del sitio del que Ilia Ehrenburg dijo: “He visto muchas ciudades con bulevar, pero un bulevar sin ciudad, la verdad, no lo había visto nunca”. En los entresijos de estas vías principales se halla la verdadera Tirana, esa ciudad de rincones sucios, de charcos que es preciso vadear, de sórdidos, desangelados y maravillosos callejones.
Es probable que Tirana cuente con la mayor proporción per capita de establecimientos hosteleros en todo el planeta, superior incluso a la de Bilbao, que supuestamente ostenta el récord. Sorprende aquí el ingente número de negocios de toda condición que jalonan las avenidas, pero no espere el viajero dar con vetustas y sombrías cantinas de comunismo decadente: al igual que ocurre con los coches, los bares datan a los sumo de hace veinte años, después de la caída del régimen. La explosión mercantil que caracteriza a estas naciones capitalistas de nuevo cuño ha propiciado una proliferación de restaurantes, pizzerías, hamburgueserías, cafés y otros negocios eclécticos en los que uno no sabe si tomarse un cruasán, una cerveza o subir al reservado. Resulta impagable ese “Mc Clonat”, cuyo logotipo consiste es una amarilla eme quebrada que no pretende camuflar el parecido con la original, sino emularla.
Por la noche, la zona de beber se concentra en una amplia cuadrícula aledaña al bulevar Deshmoret e Kombi, a lo largo del cual se alinean edificios oficiales, en los que la arquitectónica reciedumbre socialista complementa la marcialidad mussoliniana. El ambiente nocturno nada tiene que ver con la gente de mirada torva y flequillo eslavo que uno espera encontrarse antes de arribar a esta entrañable Albania, injustamente ignota, cuando no vilipendiada. Los bares de diseño se suceden en profusa variedad; en ellos expenden cubatas a un precio no tan abusivo como en España pero lejos de lo que podría esperarse de un país en vías de desarrollo. Las chicas lucen sus mejores atuendos y muestran una occidental indiferencia a los turistas cuarentones y rijosos, por mucho que uno se esfuerce en aparentar aspecto de curtido aventurero.
El vino de la cena hace su efecto; los viajeros, briagos, deambulamos por esta Tirana diferente, de gatos ahítos de desperdicios, limusinas abandonadas y solares que simulan vertederos. Lejos de los bares de moda es posible acudir a otro tipo de establecimientos más raciales en los que albaneses de mediana edad liban raki y bailan al son de una banda local, que pergeña un interminable techno de baratillo con vigorosos aires turcos, como ocurre con toda la música balcánica.
El albanés
es afable, hospitalario y civilizado. No resulta extraño toparse con hablantes de español, pues las telenovelas sudamericanas constituyen una parte importante de la dieta televisiva de esta gente, de manera que no conviene confiarse y proferir comentarios inconvenientes por mucho que la degradación del entorno o lo peculiar de los comportamientos inviten a la chanza bienintencionada.
El encanto de Tirana radica en su falta de éste. Nada hay emblemático que merezca una visita expresa, pero Albania se alza como una excrecencia, digna, en las entrañas de los Balcanes. No es eslava, latina, ni turca, pero compendia todas sus culturas. Su sinuoso idioma proviene directamente del tronco común indoeuropeo sin intermediarios que lo hayan desvirtuado, a no ser el paso de los siglos y la inevitable convivencia con tantos pueblos heterogéneos. Comparten con los búlgaros ese curioso gesto de asentir para negar, y viceversa, lo que da pie a no pocas confusiones, vinculadas la mayor parte de las veces a la venta de cerveza, cuando es absurdo plantear tal duda, pues en cualquier establecimiento la hay. Asimismo, en todos está nominalmente prohibido fumar, aunque en todos lo permiten, igual que ocurre en España en esos bares en los que un cartel veta los porros, que suelen ser aquellos donde se toleran con más ostentación.
El albanés medio ya no se sienta en la plaza del pueblo y bromea sobre el tamaño de su miembro mientras bebe con indolencia; ahora prefiere dejarse los leks en uno de los innúmeros establecimientos de apuestas que han proliferado tras el comunismo, cuyas paredes, forradas de monitores, retransmiten en futurista confusión partidos de fútbol de las ligas más renombradas y de las más macarras.
Fuera de la capital no cesa la abundancia hostelera. El camino discurre entre funcionales restaurantes de carretera apostados cada pocos kilómetros; con suerte habrá en las inmediaciones alguno de los, dicen, setecientos mil búnkeres que se esparcen por esta tierra antigua, tanto más numerosos cuanto cercanos a los diferentes pasos fronterizos. En otras ocasiones parecen dispuestos al albur, como hongos extraños que brotan por doquier, y que ahora el pueblo suele utilizar para sus desahogos amatorios. Fuera de la capital existe otra Albania, no por ello menos amable ni digna de curioseo. Pueblan las cunetas miríadas de bolsas de basura, ora dispersas, ora amontonadas en ostentosos vertederos ilegales, que confieren al paisaje un festivo colorido adicional.
Quién te ha visto y quién te ve, Albania. La otrora inexpugnable frontera—la más inaccesible junto a la de Corea del Norte—, se halla en obras en el paso de Ljubanista, lindero con la vecina y recoleta Macedonia. De allí regresamos de una breve visita, sin percatarnos de la existencia del puesto de control ya en territorio albanés, confundidos por el desbarajuste de zanjas, andamios y material de obra por el que transitamos, hasta que un peón que por allí trabaja nos lo advierte desde lo alto de unos sacos de cemento. Hemos de retroceder para que el aduanero examine nuestros pasaportes con un evidente mohín de fastidio, quién sabe si por causa del abortado incidente fronterizo o por haberle interrumpido la siesta. Bordeamos el lago de Ohrid esquivando baches abismales y coches locos. A la izquierda hay poblados, chamizos fabriles y puestos ambulantes de productos absurdos; a la derecha, playas cuya limpieza es manifiestamente mejorable. Predomina en estas gentes el credo musulmán; no hay aquí rastro de la artificiosa elegancia capitalina.
Nuestra última etapa transcurre en transporte público. Los autobuses, a un precio irrisorio, efectúan paradas que se antojan arbitrarias y obligan a transbordos que uno no acierta a explicarse. Como ocurre en Cuba, nadie se molesta en borrar los rastros de las donaciones, de manera que no es extraño toparse con autocares del gringo —el gran amigo occidental—, parisinos o del mismo Alcañiz.
De vuelta en Tirana, hermana de Zaragoza, disfrutamos de las últimas horas vagando sin criterio, empapándonos de la peculiar idiosincrasia de las gentes. Escupimos al Lana, un exiguo regato no más ancho que una zanja, que atraviesa canalizado el centro de la ciudad. Visitamos improvisados puestos ambulantes en el interior de edificios en ruinas, en los que expenden el género a través de grietas en el muro. Bebemos en una tasca de cuyo pavimento surge el tronco de un árbol, alrededor del cual se ha construido el resto del edificio; una anodina banda de rock actúa en el exterior, en el marco de un pintoresco festival de hermanamiento. Callejeamos y echamos fotos sin cesar a la maraña de cables que nos sobrevuelan. Al sur de la ciudad hay un descuidado parque urbano y un lago artificial no demasiado impoluto, tras el edificio de la Universidad Madre Teresa, la heroína nacional junto al barbado Scanderbeg. Para cenar, nada más acertado que subir al restaurante giratorio —una vuelta completa cada dos horas— sito en uno de los pocos rascacielos del centro. Nos despedimos del país antes de tomar nuestro vuelo en el coqueto aeropuerto Madre Teresa —otra vez—; después, dormimos la mona mientras sobrevolamos el Adriático.