Hispania abastecía a Roma, más que cualquier otro lugar, de caballos para la guerra y los espectáculos. Principalmente hispanos eran los caballos adquiridos para las peligrosas carreras en los circos, pues la velocidad en las carreras era la nota peculiar de todas las razas ibéricas equinas. Los alrededores de la ciudad de Olisipo y de la desembocadura del río Tajo alimentaban una raza caracterizada por su prodigiosa rapidez en la carrera. Esta raza, junto con los asturcones y tieldones, corría en los circos romanos. Su velocidad era tal que originó la leyenda de que a las yeguas las fecundaba Favonio, viento del Oeste, llamado Zéphyro por los clásicos. Los naturalistas Varrón, Plinio y Columela escribieron acerca de esta teoría como de cosa archisabida y admirable, sosteniendo que las yeguas de aquella zona concebían sobre el sagrado monte Tagro por el viento en cierta época. A esta creencia tampoco se resiste Silio Itálico ni el poeta Virgilio en sus Geórgicas.
Pero la Península Ibérica no sólo producía caballos para el circo, sino excelentes aurigas. En el monumento erigido bajo Antonino Pío, después del año 146, al auriga Cayo Apuleyo Diocles el Hispano, del bando de los rojos, al retirarse después de cuarenta y dos años de servicios, se conmemoran 4.257 carreras, de las que 1.462 fueron victorias. Diocles, el mejor auriga de todos los tiempos, labró una fortuna de 35.863,120 sestercios. Compitiendo, sin duda, la mayoría de las ocasiones con caballos ibéricos, convirtió a dos corceles en “centenarios” (vencedores en cien o más carreras) y a otro en bicentenario. Uno de ellos, de nombre Passerinus, ganador de más de 200 carreras, era tan venerado por los romanos que los soldados patrullaban las calles cuando dormía para evitar que la gente hiciese ruidos que turbasen su descanso. Así pues, resulta completamente verosímil la conversación que en Gladiator (Ridley Scott, 2000) mantienen Máximo el Hispano (Russell Crowe) y el pequeño Lucio Vero (Spencer Treat Clark), cuando éste pregunta si hay buenos caballos en Hispania (“Do they have good horses in Spain?”) y aquél responde que algunos de los mejores (“Some of the best”). Por supuesto, algunos de los corceles que aparecen en el filme de Scott son de procedencia española.
En la actualidad nuestros caballos siguen siendo pieza fundamental del mayor espectáculo de su tiempo: el cine. No hace mucho pudimos verlos en Astérix en los Juegos Olímpicos (Frédéric Forestier y Thomas Langmann, 2008), luciéndose en las carreras de cuádrigas, como antaño. Ése fue uno de los momentos más intensos del rodaje y espectaculares de la película. Las escenas ecuestres de riesgo se dejaron en manos del prestigioso domador y especialista español Ricardo Cruz, movilizando para la ocasión a cerca de sesenta caballos, entrenados para la carrera a lo largo de dos meses. Cruz lleva cincuenta años abasteciendo de caballos al cine, implicado a menudo en grandes rodajes internacionales con caballos españoles, como los de Indiana Jones y la última cruzada (Steven Spielberg, 1989), Braveheart (Mel Gibson, 1995), la arriba citada Gladiator, El último Samurai (Edward Zwick, 2003), Cold Mountain (Anthony Minghella, 2003), El rey Arturo (Anthony Fuqua, 2004), Alejandro Magno (Oliver Stone, 2004) ó 1492: La conquista del paraíso (Ridley Scott, 1992). Por cierto, en ésta última se recoge la llegada a las Indias del caballo español, el primero en arribar a América: admirados, los indios acarician el pura sangre negro que monta el noble castellano Mújica (Michael Wincott), pensando que jinete y montura son un único ser.
En América, continente huérfano de la especie equina hasta fines del siglo XV, todas las razas actuales tienen un poco de la sangre del caballo ibérico introducido por los conquistadores españoles. El mustang, del castellano “mesteño” (sin domar), es el heredero de las monturas llevadas a Norteamérica por los exploradores españoles. Pequeño, fuerte, mestizo, era el caballo de los indios pieles rojas, según bien se apunta en la película Océanos de fuego (Joe Johnston, 2004), a propósito de Hidalgo, sobre el que el legendario jinete del pony express Frak T. Hopkins (Viggo Mortensen), pionero en adiestrar a los caballos mediante el susurro, realizó en 1890 la carrera “Ocean of Fire”, de unos 4.830 kilómetros, por tierras árabes. Fue el origen español del mustang fue lo que curiosamente llevó a Steven Spielberg a llamar a Carlos Grangel, responsable junto a su hermano Jordi del prestigioso Grangel Studio de animación ubicado en barcelona, para trabajar en su película de DreamWorks Spirit (Kelly Asbury y Lorna Cook, 2002). Granjel, animador de prestigio internacional que ha trabajado en proyectos como El príncipe de Egipto (Brenda Chapman, Steve Hickner y Simon Wells, 1998) o La novia cadáver (Tim Burton, 2005), cuenta que cuando les llegó el guión de Spirit no sabían absolutamente nada de caballos, «pero la razón por la que Spielberg nos llamó fue porque eran caballos mustangs, descendientes de caballos españoles. Las razones por las que se pueden dirigir a ti son de lo más variado, y no siempre lógicas, a veces son estrambóticas».
Claro que de antes de su viaje a tierras americanas data la contribución del caballo español a la formación de numerosas razas europeas, como el Lippizzaner, el Frisón, el Conmemora, el Kladruber, el Frederiksberg, el Cleveland Bay o el Pura Sangre inglés, creado con las Royal Mares… Durante siglos el caballo ibérico fue la raza por antonomasia para la guerra, la pompa y la Alta Escuela
, dejando honda huella no sólo en la equitación, sino también en la literatura y el arte mundiales, como base genética que fue de numerosas razas caballares. Desde fines de la Edad Media, sobre todo en el Renacimiento, su fama corrió cual reguero de pólvora por toda Europa. De hecho influyó capitalmente en el nacimiento de la Alta Escuela italiana. Cuando Fernando el Católico llegó a Nápoles, sus monturas fascinaron de tal modo que provocaron la fundación de las primeras academias napolitanas, a cargo de Grisone o Fiaschi, con el objeto de transplantar al caballo itálico las virtudes naturales de los españoles. El cultivo de la imagen caballar de estilo hispánico pasó de Italia a Francia, y de ésta al resto de las cortes europeas. Tanto que puede decirse que hasta finales del siglo XVIII el caballo español encarna el ideal del caballo de Alta Escuela para todos los reyes, aristócratas y expertos caballares en sus diversas variantes.
En ese siglo XVIII François Robichon proclamó que el de España es «el primero de todos los caballos para el picadero, por su agilidad, por sus recursos y su cadencia natural; para la pompa y el desfile, por su fiereza, su gracia y su nobleza; para la guerra en un día de combate por su valor y su docilidad». Antes, en el XVII, adelantándose casi en trescientos años a su paisano Steve Dent, el gran horse master del cine mundial, (quien, a propósito de los dos hermosos corceles negros andaluces –adquiridos en Sevilla— que montaba el Jinete Sin Cabeza, aprovechó el rodaje filmación de Sleepy Hollow [Tim Burton, 1999] para elogiar la particular inteligencia del caballo español), William Cavendish, duque de Newcastle, uno de los mayores expertos caballares de su época, escribió que «de todos los caballos del mundo, de cualquier parte, clima o provincia que sean, los caballos de España son los más entendidos; y lo son con tal extremo que es cosa que sobrepasa la imaginación. Por esta causa no son los más fáciles de enseñar, porque reparan en todo con demasiada atención y aplicación, y porque tienen mucha memoria y preparan y adelantan su juicio, aun antes de saber la voluntad del hombre. (…) si se sabe elegir bien el caballo español, yo respondo que es el más noble del mundo y de que no lo hay mejor cortado desde la punta de la oreja a la punta de los cascos. Es de gran vigor, de mucho aliento y muy dócil; marcha con altivez y trota lo mismo con la acción más hermosa del mundo. Es arrogante en el galope, más veloz que todos los demás caballos en la carrera, mucho más noble y mucho más amable que ellos; y es en fin el más adecuado para que un gran monarca en un día de triunfo pueda ostentar a sus pueblo su gloria, o presentarse en un día de batalla a la cabeza de su ejército… Digo, por tanto, que el caballo español es el mejor caballo del mundo». Amén.