Miguel Lorente (Almería, 1972), doctor en Medicina y Cirugía, es médico forense y profesor asociado de Medicina Legal en la Universidad de Granada. No sólo ha sido pionero en el estudio de la violencia de género desde un punto de vista científico, también trabaja en la identificación humana por medio del ADN, faceta que lo ha llevado a colaborar con el FBI y a estudiar los restos de personajes históricos diversos.
En su libro 42 días. Análisis forense de la crucifixión y la resurrección de Jesucristo (Madrid, Aguilar, 2007), Lorente concluye, a partir del análisis científico de la Sábana Santa de Turín, que ésta es auténtica, aunque cubrió el cuerpo de una persona que no murió, de alguien que simplemente había entrado en coma.
La del médico forense español supone una investigación científica objetiva, sin vocación de plantear conflictos de fe ni religiosos, una aportación más sobre lo mucho que ya se ha estudiado sobre la Síndone, eso sí, alejada de los postulados tradicionales de la Iglesia Católica. Una cosa es la creencia y otra muy distinta, la ciencia.
Gracias a los vertiginosos adelantos de los últimos años, el conocimiento científico goza de nuevos elementos de juicio. Y lo que se desprende del análisis forense de los restos del santo lienzo llevado a cabo por Miguel Lorente es que Jesús no falleció en la cruz. Es la Síndone el elemento material que nos permite situarnos en el lugar de los hechos, una vez demostrada la falibilidad de la prueba del Carbono-14, efectuada en 1988 bajo unas condiciones inadecuadas. Basta acudir a los restos de los distintos pólenes que contiene el tejido del Santo Mandylion, correspondientes a plantas del siglo I palestino, según atestiguan los estratos arqueológicos consultados dentro del estudio comparativo.
Hay una serie de aspectos que singularizan la crucifixión de Jesús con respecto a otras practicadas en la época. Todos ellos quedan patentes en el Santo Sudario de Turín: la aplicación previa de flagelación, cuando era inusual condenar a dos penas a un reo; la imposición de un casquete de espinas; la no fracturación de las piernas para acelerar la agonía; la fijación a la cruz por enclavamiento, cuando en los tiempos de paz se solía hacer por atadura; o la lanzada infligida en el tórax.
Según los estudios de Miguel Lorente, en el lino de la Sábana Santa encontramos signos que indican vitalidad y ausencia de señales indicadoras de deceso cierto. Por tanto, podemos extraer la conclusión de que el cuerpo que estuvo envuelto por ese lienzo mostraba signos de vida después de haber sido crucificado. Es decir, Jesucristo sobrevivió a la crucifixión.
A finales de los años 70 del siglo XX todos los estudiosos, tanto los que intentaban demostrar la dimensión milagrosa de la formación de la efigie como los que trataban de evidenciar lo contrario, coincidían en afirmar que la imagen impresionada en la Síndone de Turín –en negativo y de carácter tridimensional— es la de un hombre que había sido realmente crucificado y que había perecido en la cruz. Sin embargo, Lorente llega a otras conclusiones, como la de que ese cuerpo evidenciaba vida, según se desprende del análisis objetivo y científico de los restos hallados en la Sábana Santa: «Los principales signos de vitalidad aparecen alrededor de las características de las manchas de sangre, posición de las manos, postura general del cuerpo, y la contractura muscular» (p. 177).
Así, las manchas de sangre, delimitadas, circunscritas a heridas concretas, responden a una sangre producida una vez lavado el cuerpo del condenado tras su descenso de la cruz. Una preparación del cuerpo operada conforme a la tradición judía antes de inhumar al cadáver, con productos destinados a purificar los restos mortales y, en cierta manera, conservarlos. Por los evangelios sabemos que esos productos fueron la mirra y el aloe, llevados por Nicodemo hasta el Gólgota. Después del lavado, el cuerpo del ajusticiado tuvo que sangrar de nuevo para formar esas manchas delimitadas a las que nos referimos, unas manchas concretas circunscritas a las zonas de las heridas, y no difusas, propias de un cadáver bañado en sangre ante la lógica ausencia de coagulación post mortal. El hecho es que esas manchas sanguíneas presentan signos de retracción del coágulo, y la coagulación es un proceso vital que no se puede producir, pues, en sangre post mortem, en la sangre de un cadáver. Se trata de un elemento bastante objetivo, muy evidente, de señales de vida.
Luego tenemos asimismo la posición del cuerpo. La coincidencia en la imagen del lienzo de dos características como la incorporación de la mitad superior del cuerpo y el apoyo de éste, reclinado, sobre una superficie blanda «es más compatible con las medidas adoptadas sobre una persona herida –facilitándole de este modo la respiración y calmándole los dolores y molestias sufridas por las heridas, y por la posición forzada mantenida durante la crucifixión— que con los ritos funerarios llevados a cabo de manera precipitada y destinados a honrar y purificar el cuerpo de la persona fallecida, pero cuyo destino final era el reposo eterno sobre una piedra plana» (p. 184).
Por otra parte, la rigidez, que tradicionalmente se ha interpretado como evidencia del rígor mortis, nos remite más bien a una hipertonía muscular, una contractura muscular generalizada que no sigue las pautas de la rigidez cadavérica (sólo los pies, las rodillas y el cuello mantienen una posición compatible con la mantenida por la persona en la cruz, si bien los procesos de rigidez cadavérica tendrían que estar presentes en toda la anatomía, pues «debían estar sometidos a las singularidades del proceso que ha llevado al fallecimiento de esa persona» —p. 172—). Tal clase
de hipertonía puede darse a causa de un shock traumático, como el que sufrió Jesús de Nazaret a raíz de las lesiones severas padecidas a lo largo de la Pasión: la posición ortoestática, vertical en la cruz; la insuficiencia respiratoria, el síndrome neurogénico originado por los terribles dolores sufridos… Un shock traumático provoca una serie de alteraciones metabólicas, entre las que puede estar una pérdida de calcio y la consecuente hipocalcemia, a la que a su vez subsigue la mencionada contractura muscular generalizada o una hipertonía de los músculos que puede llegar a ocasionar un cuadro de tetania. Un dato característico de la tetania, reflejado en la Síndone, es la llamada «mano de comadrón»: la posición de la mano se torna flexionada, como haciendo una concavidad con la palma, quedando los pulgares ocultos bajo ella. Éste es otro signo vital, ya que el rígor mortis no conduce a una contracción muscular que desplace el pulgar bajo la palma de la mano, sino que continúa en su posición habitual al lado de los otros dedos.
Todos estos detalles apuntados se han podido descubrir únicamente gracias a los avances últimos de la ciencia forense, una serie de detalles por completo inasequibles a cualquier posible falsificador de épocas pretéritas. Nadie hubiese podido reproducir con tal precisión reacciones en un lienzo y en el cuerpo humano correspondientes a una fisiopatología concreta, sólo al alcance de los presupuestos científicos de hoy
Miguel Lorente sostiene que la resurrección biológica de Cristo tuvo que producirse el mismo día de su entierro, posiblemente dentro del propio sepulcro en la misma tarde-noche que siguió a la crucifixión. Hubiese sido harto difícil que un cuerpo dejado durante tres días en semejantes circunstancias críticas sobreviviese sin ayuda externa o sin una asistencia dada por terceras personas. Las características de la Síndone indican que el contacto con el cuerpo por ella envuelto no pudo ser muy prolongado. Las manchas de sangre que presenta se limitan a la zona concreta de las heridas, no especialmente extensa (de haber habido más tiempo de contacto, esas manchas serían mucho más amplias a causa del sangrado). La figura humana sobreimpresionada es también muy definida, no difusa, propia de un contacto con la tela no dilatado.
A buen seguro, los signos de vida en el presunto cadáver de Jesús fueron advertidos por parte de quienes manipulaban su cuerpo mientras acometían su descenso de la cruz y el proceso de preparación y lavado. Así, en estas circunstancias tan especiales, las personas cercanas a Cristo entendieron que éste había resucitado. Lorente piensa que en ningún caso hubo, por parte de los seguidores del nazareno, una intención estratégica de cara a engañar a nadie acerca de una falsa resurrección. Seguramente ellos percibieron que su maestro había vuelto verdaderamente a la vida después de la crucifixión, sin duda una de las formas más atroces de muerte. Desde luego, sobrevivir a tan brutal condena no deja de constituir un hecho extraordinario. No nos extrañe, pues, que los discípulos de Jesucristo lo entendiesen como un auténtico milagro. En este sentido, la percepción del hecho milagroso fue real. A la medicina le ha llevado más de 2.000 años comprender adecuadamente tales sucesos desde un conocimiento científico.