No hay primavera sin invierno, ni vida sin muerte, dice uno de los personajes de Rockandrolla, la última gamberrada de Guy Ritchie. Eso mismo pensarían los cerdos si intuyeran para lo que engordan cada año en sus pocilgas. Exactamente eso significa el samartín. La matanza del cerdo, como la caza, nos recuerda lo básicos que somos: matar es sobrevivir y sobrevivir es estar bien adaptado. Cierta supuesta inteligencia desarrollada ha permitido disfrazar esto en el mundo ultramoderno que habitamos –mientras, por cierto, vampirizamos sin piedad a la mitad de la humanidad-. Preferimos el eufemismo a la cruda realidad y la violencia virtual a la real. Pero la violencia real, no la de los juegos de la Play o de la Wii ni la de las películas de Quentin Tarantino, forma parte del mundo. Este capitalismo radicalmente librecambista que parece que se derrumba –a ver si hay suerte- se caracteriza por esquilmar a muchos y engordar a unos pocos, pero es tal su atractivo, su capacidad de sugestión, que ha potenciado ideas algodonosas, tontos hedonismos que nos han hecho perder la perspectiva. Hemos alejado por completo la muerte de nuestras vidas, procuramos no pensar en ella más que como una posibilidad de broma, como si eso siempre les pasara a los demás o sólo ocurriera en la pantalla o en los juegos de rol. La muerte, sin embargo, por mucho que nos empeñemos en lo contrario, ha formado siempre parte de la vida, es más, lleva siglos viviendo de ella, y las matanzas de todo orden –también las de seres humanos- andan con nosotros desde que somos especie. Ahora las partes del cerdo las encontramos asépticamente dispuestas y embasadas en las estanterías de los supermercados, ya ni siquiera es necesario pedirle al carnicero que nos despiece unas costillas o un solomillo, directamente podemos coger todo eso de la cámara frigorífica en la que está perfectamente etiquetado, entre los filetes de potro y el entrecot de buey. No tenemos ni idea de cómo se mata un cerdo, ni un ternero, ni un pollo. Podemos saber –o creer que sabemos, y llegar a protestar por ello- cómo dan muerte a las focas en Canadá y al mismo tiempo ignorar por completo el funcionamiento de los mataderos de pollos y otros animales que acabarán en nuestro plato.
Hace entre veinte y treinta años, cuando asistía con asombro a los primeros compases de lo que me parecía un mundo que nacía y estaba en realidad agonizando, en mi casa de Moncóu ya se tenía completa consciencia de que la violencia únicamente engendra violencia y es importante poner a los niños a salvo. La infancia es una edad absorbente y vulnerable –con los años no cambiamos nada y, como a las bayetas usadas, se nos estropea la capacidad de absorber- en la que aprendemos fácilmente y a menudo por imitación. Ser conscientes de esto hacía que los adultos de mi casa protegieran a los niños de la visión de la matanza del cerdo. Era una violencia cotidiana, formaba parte de los ritos de la vida en el campo, de nuestra existencia, y siempre llegaba la edad en que estabas preparado para aprender. Sin embargo, mientras te consideraban niño te apartaban de aquel ritual porque la imitación podía llevarnos a poner en práctica aquellos gestos entre nosotros. Había mucho miedo, seguramente fundado, a que del mismo modo que se jugaba a los médicos o a los oficios de los padres –allí casi siempre éramos picadores de la mina- pudiéramos también imitar la matanza del cerdo y hacer que el juego acabara ajustándose a cualquier escena de la saga Saw. Pero la curiosidad, como se sabe, siempre se ha llevado muy mal con las prohibiciones y los niños tratábamos de atisbar lo máximo posible de aquella actividad que nos vedaban.
La primera vez que vi matar un cerdo tendría cuatro o cinco años y me dejó la impresión de que comerse un cerdo es agradable, pero verlo morir -puedo garantizarlo porque después tuve ocasión de comprobarlo muchas veces-, no lo es. Aquel día, mientras los demás trajinaban, me había quedado a cargo de mi hermana Josefina. Ella, más o menos me había secuestrado en una habitación de la parte trasera de la casa donde, al cabo de un rato de estar tumbada en la cama, acabó quedándose dormida (las noches son para dormir y el día para descansar, que no somos de hierro, solía repetir ella creo que siguiendo a Blas de Otero). En cuanto vi la oportunidad, salí de allí y me encaminé hacia la terraza con intención de saciar mi curiosidad acerca de la matanza.
La terraza, en la parte delantera de la casa, sobre la bodega, era un lugar privilegiado para contemplar cualquier cosa que sucediera en los alrededores. Desde allí se podía controlar tanto la corte de los gochos, que estaba en el inicio de la ladera, a unos cincuenta metros de la casa cogiendo el camino del monte, como el portón del garaje, pegado a la bodega donde se ejecutaba aquel día el ritual de la matanza. Al salir ya pude oír el jaleo de gritos que los hombres se traían en las pocilgas. Poco después oí un chillido estremecedor que provenía del mismo lugar. Pronto vi salir de allí a tres hombres agarrando un cerdo e intentando encaminarlo hacia el garaje. Uno lo llevaba atado por la mandíbula superior con lo que parecía un cable de acero e iba guiándolo, mientras los otros agarraban una oreja cada uno y empujaban al animal con cara de pocos amigos y voces destempladas –“¡anda bicho, cagún la puta que te parió!” y cosas así era lo que decían-. En el descenso de la corte al garaje pasaron ante las barandillas de la terraza, muy cerca de mí, pero ocupados como estaban ninguno me prestó atención. El camino perdía en poco trecho bastante nivel porque estaba trazado aprovechando la roca sobre la que mi padre decidió en su día construir la casa, así que desde la terraza donde me encontraba hubo un momento que casi dejé de ver a los hombres y al cerdo hasta que aparecieron de nuevo entrando en el garaje, cuyo interior, gracias al enorme portón de dos hojas abierto de par en par, era perfectamente visible.
Allí dentro había un banco de madera muy ancho y bastante largo, una bacita llena de agua humeante, cadenas y ganchos que colgaban del techo, hombres con monos azules y botas de goma y mi tío Pepe vestido igual que los demás y con un cuchillo estrecho, largo y que parecía consistente en una de sus manos. Estaba también mi madre con un balde en una mano y un cucharón de madera en la otra. Durante todo este tiempo el cerdo no había parado de chillar. Los que lo bajaban, con la ayuda de algún otro que estaba en el garaje, lo tumbaron de costado en el banco y lo sujetaron con fuerza. Mi tío Pepe se abrió camino entre aquella gente lanzando alguna orden imprevista en tono imperativo, un tono que sólo se le consentiría a los sabios del Areópago o a los chamanes de la tribu, un tono, se desprendía por su actitud y la de los otros, que era el propio de una voz con autoridad. Los demás se reprochaban en tono febril, impaciente, un tono que era consecuencia de la prisa del momento, de la emoción o de vayan a saber ustedes qué, alguna que otra cosa: “¡Agarra bien ahí, joder!; ¡Esa pata, hostia, esa pata!” Entonces, casi de improvisto, mi tío Pepe, con un gesto experto hundió aquel cuchillo largo transversalmente en lo que yo diría que era el cuello del cerdo –si es que los cerdos tienen cuello- y se veía por la trayectoria que buscaba el corazón. Cuando, con otro gesto no menos experto, lo sacó, la sangre saltó en un chorro muy abundante. Rápidamente mi madre puso el balde para recoger aquella sangre que salía aún viva y, a medida que iba cayendo, ella removía sin parar con el cucharón de madera. Para entonces los gañidos del animal eran de una intensidad desgarradora y yo estaba como clavado en mi sitio. Algo en mi interior me decía que no debería estar contemplando aquello, pero al mismo tiempo algo me impedía moverme, algo me impedía siquiera parpadear. La sangre, con ritmo de respiración desesperada, manaba y se contraía con cada chillido del animal. Era un espectáculo pavoroso, con una puesta en escena que de alguna manera me había hecho entender instintivamente aquella metáfora de la condición humana, aquel ritual que mezclaba el horror de la muerte con la necesidad de la subsistencia. Fue todo lo que me dio tiempo a ver. No supe de dónde había salido la mano que me tiraba de la oreja hasta que oí a mi hermana Josefina regañándome y arrastrándome sin contemplaciones hacia el interior de la casa.