La verdadera tragedia no trata del hombre en abstracto, sino del hombre en tanto que miembro de una comunidad política. El hecho trágico no es nunca intrascendente y jamás, como veremos, es tampoco simple. La tragedia es siempre expresión de un conflicto político, conflicto modelado según la forma filosófica de la dialéctica y sus distintas figuras y realizaciones. El género trágico pone en escena experiencias que tienen consecuencias importantes en distintos ámbitos de la experiencia humana, pero siempre con la política como elemento de mediación. Cuando el sujeto trágico deja de ser el ciudadano para convertirse en un hombre que sólo se tiene a sí mismo y a sus sentimientos y pasiones, sin Estado, sin moral, sin derecho, sin Historia, entonces estamos ante la emergencia del sujeto dramático. No es casualidad que la tragedia griega surgiera con Pisístrato en el momento en el que comenzaba a forjarse la autoconciencia de la ciudadanía ateniense en su camino hacia la democracia, una democracia que creció a costa de los lazos familiares y de las viejas costumbres religiosas y aristocráticas.
La violencia trágica, por otra parte, nunca es gratuita ni fácil ni gozosa, nace de un deber. Cuando el deber y el páthos se enfrentan, nace la experiencia trágica. La victoria, en las tragedias, nunca deja un buen sabor de boca, sino dolor y amargura por el enorme precio que ha tenido que pagar el héroe. Cuando la violencia pierde toda trascendencia ética, cuando las víctimas dejan de importar y se muestran despojadas de su dignidad, cuando se goza con la destrucción, entonces la experiencia trágica comienza a evaporarse. Dirijamos ahora nuestra mirada, teniendo presentes estos planteamientos, a la obra calderoniana El médico de su honra. La fábula nos relata básicamente un crimen pasional: el asesinato de una mujer (Mencía) por orden del marido (Gutierre) y por motivos de celos y de honra. El hombre instiga al asesinato de su mujer creyendo falsamente que ésta ha mantenido relaciones adúlteras con el infante don Enrique. Tal crimen aparece, además, justificado en la obra de Calderón, que otorga al homicida un final feliz y un nuevo matrimonio con Leonor (mujer deshonrada en tiempos pretéritos cuya única salvación social se encuentra en el matrimonio).
El tema de la justificación de crímenes horribles no es nuevo en el amplio campo de los sucesos trágicos. Pensemos por ejemplo en los crímenes de Medea, en el asesinato de Clitemnestra, en la lucha fraticida de Eteocles y Polinices, etc. En la tragedia griega, lo que dotaba de dignidad trágica a tales sucesos y lo que les confería un carácter, valga la redundancia, trágico, era su inserción en la dialéctica existente entre el ámbito de la moral familiar y el ámbito de la moral estatal o política. Muchas veces la violencia es inevitable, pero la visión trágica del mundo nunca ha dejado de mostrar el dolor de quienes debían perder y la desgracia de quienes, para vencer, deben recurrir a medios terribles. Lo que diferencia los actos de una Medea o de un Orestes de un vulgar y repugnante crimen, es la radical consciencia de los homicidas, y de los espectadores, de tener que recurrir a medios trágicos para afirmar sus derechos y sus deberes.
Un crimen como el que presenta Calderón es, por principio, absolutamente incompatible con la experiencia trágica, ya que en el clásico español la muerte de la mujer no significa nada, no invita a ninguna reflexión crítica acerca del sistema político y moral, al menos en la intención del autor que se trasluce en el texto y en las condiciones de recepción que efectivamente se daban en sus contemporáneos: que el Rey apruebe el crimen y que el gracioso lo condene, sólo podía significar una cosa en la época en la que Calderón escribía, que el crimen no era censurable. Tal muerte no importa a nadie, a excepción del gracioso, Coquín. Incluso con el cadáver de la mujer aún en escena, Calderón decide resolver cómicamente la obra. No cabe menor falta de respeto por una vida humana, desprecio que casa muy mal con una perspectiva trágica. La muerte de la esposa es despojada de cualquier trascendencia en la obra de Calderón. Con su cadáver sangrientamente presente, se prepararán nuevas nupcias para el homicida, bodas auspiciadas por el rey que, conocedor de todos los hechos, no considera que la muerte de la inocente mujer merezca ningún tipo de castigo. La obra nos ofrece un final feliz y la razón calderoniana triunfa en las palabras del rey. El texto supone de principio a fin la afirmación acrítica y simplista de los códigos del honor, unos códigos que el Rey pone por encima de todo: ya sea por encima de distinciones estamentales (Enrique no se salva a pesar de su condición de noble), o de pruebas y realidades (Enrique y Mencía jamás materializaron su relación). Las leyes del honor no obedecen ni a estamentos ni a realidades y las muertes derivadas de su aplicación no se cuestionan, ni se censuran, ni se juzgan.
El rey representa en la obra la razón. Su juicio acerca de los hechos es el que se impone al final del drama, un juicio exculpatorio y acrítico que sanciona, no castigándola, y premia, con un nuevo casamiento, lo correcto y lo moral de la actuación de Gutierre enmarcada en el código del honor. Lo que podría haber sido un hecho trágico que llevara a profundas reflexiones críticas de naturaleza política, la muerte brutal de una mujer inocente por las sospechas de su marido, se reduce a una anécdota sin importancia, e, incluso, es la vía que permitirá la solución de los problemas de honra que sufre otra mujer, Leonor. Esta última constatación, me lleva directamente a señalar, apenas, uno de los problemas fundamentales de la interpretación literaria contemporánea: el maniqueísmo sexual con el que muchos críticos se acercan a las obras literarias impide atisbar la complejidad de los personajes y de la acción, como le ha pasado a más de uno al intentar analizar la presente obra como si Leonor y Mencía estuviesen unidas por una especie de metafísica solidaridad sexual en virtud de su anatomía. Las mujeres, al igual que los hombres, se hallan envueltos en una red de condicionantes socio-políticos que impiden reducir sus caracterizaciones a una mera cuestión de fisiología, a saber, al aparato reproductor que poseen. En la obra de Calderón esta cuestión no puede ser más clara en tanto que, para
una mujer deshonrada, la única solución posible es la muerte de una esposa inocente que permita al marido, ahora viudo, volver a casarse.
En conclusión, con la obra de Calderón estamos ante un fenómeno literario complejo. En El médico de su honra hay política, pero no hay dialéctica y, a la par, es ciertamente decepcionante el tratamiento que ofrece Calderón de la muerte de la mujer. Este hecho aparece despojado de cualquier atisbo de dignidad en la obra. La obra de Calderón no sólo no muestra ningún tipo de amargura por la muerte de la inocente esposa, sino que, además, finaliza con tópicos cómicos, como el del anuncio de un futuro matrimonio. Calderón ejerce, por último, una profunda vocación anti-dialéctica sirviéndose de la categoría del honor. El honor disuelve en la obra todo tipo de conflicto estamental de naturaleza socio-política. Pero en Calderón sí hay política, pone su obra al servicio de Ideas políticas muy determinadas: la reafirmación del poder del Monarca. Acabar una obra tan terrible en claves cómicas, teniendo en cuenta, además, que el género trágico siempre nos ha ofrecido reflexiones valiosas sobre lo terrible de la violencia, por muy inevitable o necesaria que ésta sea, es algo con lo que ninguna tragedia puede casar. Un rey que, ante el cadáver de una mujer inocente, no castiga al culpable; una mujer a la que ni le espanta ni le admira el crimen; un hombre que recibe las nuevas nupcias amenazando a su futura esposa con la imagen del cuerpo inerte de la antigua… Y todo ello en medio de la alegría por una nueva boda… Injusticias que culminan en la muerte de una inocente sin que a nadie le importe, salvo al gracioso, personaje bien desacreditado en la obra como cobarde y ruin frente al heroico homicida. La tragedia se diluye en Calderón a la vez que desaparece el respeto que se le debería a Mencía y mientras se constata la falta de dignidad de asesinos y espectadores, casi cómplices. Y no se trata de una crítica descontextualizada. Los griegos conocieron este respeto y esta dignidad, estaban presentes en su literatura desde la Ilíada, no se trata de ninguna extrapolación de sensibilidades modernas. Se trata del horror que desde siempre ha acompañado a la violencia y a la injusticia en toda tragedia que se precie. Tradicionalmente, la tragedia ha aparecido unida a lo criminal y a lo sangriento, pero no nos equivoquemos, no hay nada menos trágico que el goce intrascendente de lo terrible.