A propósito de Parque de ídolos, de Rubén Rodríguez (16/04/2011).

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Aunque ya he oído decir a más de uno que la foto de la portada recuerda a Blade Runner (1982), yo creo que, sin salirme del cine de Ridley Scott, más bien remite a Black Rain (1989), aquel thriller en el que Michael Douglas perseguía por Osaka a Sato, yakuza interpretado por Yusaku Matsuda que había decapitado a Andy García con una katana a lomos de una moto.

Si en éstos últimos 16 años, que es el tiempo que hace que conozco a Rubén Rodríguez, no hubiese tenido ninguna noticia suya, y lo primero que de él me llegase fuese Parque de ídolos (Difácil, 2009), lo cierto es que no me llevaría ninguna sorpresa, en absoluto me causaría extrañeza alguna.

Cuando lo conocí, era un estudiante de Historia aficionado a la literatura, que escribía versos (por aquel entonces fue cuando publicó la plaquette poética Una llave en Salónica), un estudiante de Historia aficionado a la literatura siempre implicado en proyectos culturales, como la revista literaria Pretexto, los encuentros de jóvenes escritores de la Semana Cultural del Campus de Humanidades, o la publicación de la antología La palabra compartida (Universidad de Oviedo, 1998).

Desde entonces, con calma, sin prisas, tomándose su tiempo, el necesario para él –su primer libro de poemas, Anatomía perfecta (Arpa Editorial), es del año 2003—, ha venido creando una obra poética que podría resumirse en dos líneas maestras fundamentales –ya sé que generalizar de este modo supone siempre incurrir en esquematismos reductores—, dos vertientes principales. Por un lado, una poesía, digamos, nocturna, en torno a la flora y fauna del mundo de la noche (Rubén tiene todavía un concepto un tanto romántico de la noche, la considera como una forma de conocimiento, un modo de indagación no exento de ciertos tintes aventureros –la verdad, yo creo que la noche, a partir de cierta edad, sólo proporciona resacas que, cognoscitivamente, nada aportan, salvo el conocimiento de algún nuevo remedio para ellas—). Y, por otro, su poesía tiene una veta culturalista, de declarada raigambre libresca, que es la que a mí más me interesa, y a la que pertenece Parque de ídolos.

Como no soy poeta ni tampoco experto en poesía, aunque haya tenido la osadía de coordinar una antología poética, lo que voy a hacer es compartir unas notas de lectura.

Leer Parque de ídolos ha tenido, para mí, mucho de juego, porque, de alguna manera, es un juego lo que esta obra plantea. En este sentido, he participado, sin darme cuenta al principio, de ciertas ideas de Ortega y Gasset, una autor que a Rubén le interesa mucho –al menos he visto que tiene en casa sus obras completas—, con relación al sentido lúdico de la vida. Como diría Johan Huizinga, el ser humano, además de homo sapiens y homo faber, es también homo ludens.

Ahora que están tan en boga los falsos documentales y las autoficciones novelescas, que, como rasgo de modernidad, deliberadamente nos hacen perder pie a la hora de discernir entre realidad y ficción, entre verdad y mentira, me divertido mucho intentado averiguar cuánto hay de base real (en cuanto a las referencias históricas, literarias, vitales) y cuánto de creación literaria personal. Placer lector, placer lúdico, ha sido transitar ese espacio privilegiado en el que los cimientos de lo real se fusionan, hasta confundirse, con la arquitectura de lo literario para conformar la construcción artística final.

Igual que, en la película Descubriendo a Forrester (Gus Van Sant, 2000), un joven aprendiz de escritor trataba de hallar su propia voz a partir de las palabras de Sean Connery, quien interpretaba maravillosamente a William Forrester, un autor misántropo inspirado en Salinger y en Thomas Pynchon a partes iguales, Rubén Rodríguez literaturiza tanto su historia particular como su escritura a partir de la Historia y la Literatura con mayúsculas. Apela a ambas, invocando a figuras, lugares y momentos históricos, a personajes, espacios y obras literarios, para desde un referente externo construir algo propio e íntimo.

No me parece casual que el primer bloque de Parque de ídolos, titulado “Cavafis”, uno de los escritores de cabecera de Rubén, abunde en imágenes terminales de derrumbe, derrota, pérdida, destrucción, abandono de los dioses… («reinos y ciudades que se han ido», podemos leer en el poema inaugural). Sin embargo, se trata de una idea del fin como punto de inflexión, como punto de partida para, desde la expectación derivada de la incertidumbre ante lo que está por venir,  iniciar la reconstrucción («Y aquí, tan sólo ellos aguardan / para encarnarse en otros cuerpos», rezan dos versos del misno poema de apertura).

Nombres, sitios y realidades de un pasado lejano ya ido, pero que, a través de propuestas como la de Parque de ídolos, perduran a través de nosotros, pues nosotros podemos y debemos ser –cito a Rubén— la «ausencia del olvido». La Historia y la Literatura son máscaras modernas (“Máscaras modernas” se titula precisamente el epílogo del libro), máscaras por medio de las cuales ese poeta llamado Rubén Rodríguez se desenmascara.

Parque de ídolos arranca desde lo remoto para concluir en nuestros días, trazando un trayecto desde lo general hasta lo particular, desde lo ajeno hasta lo propio. En “Budapest, 2009”, así de significativo es el título del no menos significativo poema final, encontramos la siguiente pregunta: «¿Son estos nuestros héroes? / ¿Los que leímos en los libros de historia?». La respuesta es s&i
acute; y es no. Sí, son ellos, lo son, pero con algo más. Porque ellos son también Rubén Rodríguez, y nosotros.

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